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30.4.2022.- Releyendo a Rousseau

Los colegiales de mi tiempo sabíamos de memoria el comienzo de algunas obras literarias: “En un lugar de la Mancha…”, “Oigo Patria tu aflicción…”, “Con diez cañones por banda”, por ejemplo. Pero los de mi colegio sabíamos una más: “Cuando, en marzo de 1762, un hombre nefasto, que se llamaba Juan Jacobo Rousseau…”. Era el comienzo del discurso fundacional de la Falange., que nos leían todos los años el 20 de noviembre. En mi memoria infantil quedó lo de “un hombre nefasto”, que no sabía muy bien lo que significaba. A lo largo de mis estudios he tropezado varias veces con Rousseau, y siempre venía a mí arrastrando como una sombra ominosa la palabra “nefasto”.  Es cierto que es Rousseau es un personaje contradictorio. Fue el educador de Europa, con su Emilio, pero iba metiendo a sus hijos en un hospicio, a medida que nacían. Fue el heraldo de la democracia, pero su idea de la “voluntad general” abrió la puerta a las dictaduras. La minuciosa biografía escrita por Raymond Trousson expone bien los contraluces de esta figura. “Para unos -escribe-, ha inventado la democracia, enseñado los derechos humanos, liberado a los siervos; para otros ha puesto las bases del totalitarismo democrático, fundado la tiranía de las multitudes, preparado el advenimiento de las dictaduras” (p. 12).

Ahora me lo he encontrado de nuevo al estudiar el tema de la felicidad, y releerlo me ha producido una sensación que experimento a menudo. Muchas cosas que pienso son repetición de cosas leídas y, aparentemente, olvidadas. Resulta que de Rousseau no solo había conservado el sambenito de “funesto”, sino mucho más.

Rousseau era hijo de la Ilustración y en consecuencia proclama que el individuo “debe ser feliz”. “Ese es el objetivo de todos los seres que sienten”, escribe en Emile. “El primer deseo que la naturaleza ha impreso en nosotros y que nunca nos abandona”. Rousseau relaciona la felicidad con los deseos, como hago en El deseo interminable, añadiendo una interesante precisión: la cultura ha ido provocando nuevos deseos, más allá de los naturales, y esa es la causa de su infelicidad. Sólo en el estado natural el poder y el deseo están en equilibrio, y el hombre puede ser feliz. “Cuanto más cerca de su condición natural ha estado el hombre, menos ha sido la diferencia entre sus facultades y sus deseos, y, por lo tanto, menos alejado se ha visto de su felicidad”.

 

«Si la felicidad surge de la proporción entre nuestros deseos y nuestras facultades, el progreso, con su horizonte de posibilidades siempre en expansión, socava nuestra paz».

 

En el Discurso sobre el origen de la desigualdad, señala que la gran fuerza que impulsa a la sociedad es la “facultad de perfeccionamiento” o “perfectibilidad”. Pero, sorprendentemente, Rousseau considera que es el origen de toda la desdicha humana.  McMahon lo resume muy bien: “Cuando se pone en acción hace que los humanos hagan cosas extraordinarias, que luchen constantemente por mejorar sus circunstancias, que conquisten la naturaleza, que se organicen, que controlen, desarrollen y exploren, Sin embargo, al mismo tiempo esta facultad alienta una incesante inquietud, generando insatisfacción con nuestro estado natural. Nos conmina siempre a recabar nuevos deseos y a poner nuestra razón al servicio de su satisfacción. Nos conmina a compararnos con nuestros congéneres, a luchar por superarlos. Nos conmina constantemente a superarnos a nosotros mismos. Y para Rousseau esta es la tragedia del desarrollo” (McMahon, D.A., Historia de la felicidad, p. 246). Si la felicidad surge de la proporción entre nuestros deseos y nuestras facultades, el progreso, con su horizonte de posibilidades siempre en expansión, socava nuestra paz. Rousseau concluye que somos los peores enemigos de nosotros mismos, “Al aprender a desear, nos hemos convertido en esclavos de nuestros deseos” (Emile) (246). Esta capacidad multiplicadora de deseos que tiene la inteligencia humana es el eje del argumento de El deseo interminable.

«Por naturaleza somos unos “primates listos”, pero estamos empeñados en ser “personas dotadas de dignidad”, y esto significa “estar protegidos por derechos”.

Rousseau lamenta esta situación, pero comprende que no hay retorno. En ese punto, tiene un golpe de genio. “Tan pronto como las necesidades del hombre superen a sus facultades -dice en El contrato social y los objetos de su deseo se expandan y multipliquen, deberá o bien permanecer eternamente infeliz, o bien buscar una nueva forma de ser, de la que pueda extraer los recursos que ya no encuentra en sí mismo”. ¿Cuál es esa solución? La asociación política, que otorga a los ciudadanos una nueva naturaleza. Aquí encuentro otra idea que he casi plagiado, sin ser consciente de ello. En varios de mis libros he sostenido que el gran progreso humano ha consistido en redefinir nuestra propia naturaleza. Por naturaleza somos unos “primates listos”, pero estamos empeñados en ser “personas dotadas de dignidad”, y esto significa “estar protegidos por derechos”. MI relectura de Rousseau me ha hecho sentirme en deuda.

 

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