Nací en Toledo, que es como nacer simultáneamente en una ciudad y en una leyenda, y tal vez por ello creo que la inteligencia es una admirable y tenaz creadora de ficciones con las que poder hacerse cargo de la realidad. Cuando era adolescente me apasionaba el baile y a eso quería dedicarme. Al final comprendí que lo que me entusiasmaba era la capacidad que tiene el bailarín para transfigurar el esfuerzo en gracia. Y que esa experiencia puede sentirse en muchos campos. También en el del conocimiento. Desconfío, tal vez injustamente, de los creadores que dicen sufrir mucho cuando están creando. La gracia exige que no se note el esfuerzo. Lo he intentado tenazmente en todos mis libros. He procurado trabajarlos como si fuera a escribir una tesis doctoral, para después decidir no hacerla y explicarlo todo de la manera más sencilla, al alcance de casi todo el mundo, mezclando la técnica de las novelas policíacas, del humor y de la poesía. Con eso, por supuesto, renunciaba al prestigio académico, enrocado en parte en la inaccesibilidad. Llamé “ultramodernidad” a ese cóctel de rigor e ingenio, de abstracción y ejemplo, de creatividad y disciplina, de ecuaciones y metáforas.
Mi siguiente vocación fue la de detective privado, especializado en casos de relevancia política, social o ética. Incluso creé mi propia agencia de detectives, y escribí sus Memorias. Una de mis convicciones básicas es que la inteligencia tiene como función principal dirigir bien el comportamiento, lo que me hace pensar que la inteligencia práctica es más importante que la inteligencia teórica. La acción es el momento definitivo, cuando el pensamiento se convierte en realidad. De ahí surge mi afán de emprender cosas, para lo que no estoy especialmente dotado. De joven soñaba con crear una empresa que fuera una mezcla de National Geographic, Amnistía Internacional, y Walt Disney Productions. Ahora veo con una simpatía melancólica aquellos excesos.