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El libro de Bruce Bueno de Mesquita y Alasdair Smith comienza con una afirmación estrepitosa: la lógica de la política – alcanzar el poder y mantenerlo-  tiene unas reglas que hay que conocer para comprender  “por qué el mundo de la política y los negocios parece ayudar a los bellacos o convertir las buenas personas en sinvergüenzas· En este libro vamos a ofrecer una manera de entender la conducta miserable que caracteriza a muchos tal vez a mayoría de los dirigentes, tanto políticos como empresariales” (15). Creo que los autores no aciertan con este tono panfletario que quita rigor expositivo a su seria argumentación (lo expliqué en este diario. La visión pesimista de los autores no se debe a una posible maldad de los protagonistas, sino a las exigencias estructurales de la política, que impone unos comportamientos que tal vez los protagonistas no desearían realizar. Son los que voy a llamar “automatismos perversos de la pasión del poder”. Uno de ellos es que tiende a la dictadura. Eso lo vio con claridad Carl Schmitt, y de ahí viene la fascinación que su teoría despierta entre derechas e izquierdas. “Lo específico de la construcción schmittiana reside básicamente en que hace equivaler sin más la dictadura a lo político” (Christian Graf von Krockow, La decisión, 2017, p.82).

La idea central de Bueno de Mesquita es que nadie ejerce el poder en solitario. El poderoso tiene que contar con tres grupos de personas: los electores potenciales (todos los que tienen derecho a voto), los realmente influyentes (los que le han votado a él) y los esenciales (el grupo imprescindible que forma la “coalición ganadora). Aquí llega el aspecto más descarnado del modelo. La relación política-sostiene-, se basa en intereses personales. Al que quiere el poder no le interesa el bien común sino el suyo propio. Las lealtades se mantienen mientras se las paga bien. El dinero es la fuente del poder político y por eso el tirano necesita hacerse con él. Debe tener lo suficiente para pagar a los esenciales, por eso conviene que sean pocos, porque cuando el número aumenta la posibilidad de mantenerlos satisfechos disminuye. No debe pagarles tanto que adquieran un poder desmesurado. Este es el punto esencial de su argumentación. El tirano necesita depender de muy pocos colaboradores esenciales, porque a esos les podrá premiar suculentamente. Según el numero crezca las recompensas tendrán que disminuir y con ello disminuirá también la fuerza de las lealtades. El caso extremo se da en las democracias, en que teóricamente los esenciales son todos los ciudadanos. En ese caso, como el tirano no puede pagar tantas lealtades individualmente debe hacerlo promoviendo los bienes comunes, que son una especie de beneficio masivamente compartido. “Lo que constituye la esencia del mando es pagar a los seguidores, no gobernar bien ni representar la voluntad general” (57). La habilidad del político consiste en saber a qué grupo premiar. Es frecuente que las personas esenciales para acceder al poder no sean las mismas que resultan esenciales para mantenerse en él, por lo que puede zafarse de ellas. El caso paradigmático fue “la noche de los cuchillos largos”, cuando Hitler se deshizo de Ernst Rohm y de las SA, que le habían ayudado a triunfar. Gobernar significa saber a quién pagar (137). “Las coaliciones pequeñas alientan regímenes estables, corruptos y orientados hacia los bienes privados. La elección entre aumentar el bienestar social o enriquecer a unos pocos privilegiados no es cuestión de lo benévolo que sea un dirigente. Puede que los motivos honorables le parezcan importantes, pero son aplastados por la necesidad de tener contentos a los partidarios y la manera de tenerlos contentos depende de a cuantos es preciso recompensar” (43). Es la ley implacable de la supervivencia política, a la que dedicó otro libro (Bueno de Mesquita, B. et alt. The logic of political survival, MIT Press, 2003. Cf. Escribà Folch, A. “La economía policía de la supervivencia de los dictadores “Revista Española de Ciencia Política. Núm. 16, Abril 2007, pp. 109-132).

Bueno de Mesquita y sus colaboradores piensan que el fenómeno político -sea en versión dictatorial o democrática- pasa por dos etapas: acceso al poder y mantenimiento del poder. Y que ambas están regidas por leyes implacables a las que tienen que plegarse quienes aspiran al poder. “Si un aspirante a líder no quiere hacer cosas horribles, puede estar seguro de que habrá muchos otros que si quieran. Y si no paga a sus seguidores para que hagan cosas horribles, puede estar bastante seguro de que esos compinches serán sobornados, cambiando actos horribles por riqueza y poder” (166).

 

“Los sistemas democráticos que imponen coaliciones muy amplias hacen más transparentes la lucha por hacerse con el poder y al exigir coaliciones muy amplias fuerzan al gobernante a ocuparse del bien común”.

Me interesa especialmente estudiar los modos de llegar al poder. En la terminología de los autores eso supone alcanzar una “coalición ganadora”. La composición de ese grupo va a decidir el modo de gobernar. El dictador necesita que sea pequeño. Se ha hablado mucho del papel de los oligarcas rusos en la llegada al poder de Putin. Sería un ejemplo de coalición mínima a la que resulta fácil premiar espléndidamente. El mantenimiento del régimen de Franco dependió de la lealtad del ejército, y de grupos políticos que fue alternando en el gobierno -monárquicos, falangistas, tecnócratas, democracia cristiana, etc.-. Los sistemas democráticos que imponen coaliciones muy amplias hacen más transparentes la lucha por hacerse con el poder y al exigir coaliciones muy amplias fuerzan al gobernante a ocuparse del bien común.

Creo que Bueno de Mesquita y sus colaboradores analizan solo una fracción del poder. Como he repetido muchas veces, el poder lo confieren cuatro herramientas: la capacidad de premiar, la capacidad de castigar, la de cambiar las creencias y la de cambiar los sentimientos. Los autores del Manual del dictador sólo se fijan en la capacidad de dar premios, en especial la de dar premios monetarios. Es verdad que este es un incentivo poderoso, pero no es el único. La satisfacción de mandar, de tener fama, de alcanzar la gloria, la vanidad, el prestigio, son incentivos muy poderosos. No tiene en cuenta la potencia de los liderazgos carismáticos, de la ebriedad de las grandes misiones, de la generosidad o del odio. Simplifican enormemente el repertorio de pasiones políticas. No todas las lealtades son venales. Pero su visión descarnada me sirve para subrayar un aspecto de la “pasión por el poder”: los “automatismos perversos de la pasión del poder”, que todo aspirante debería conocer para evitar que acaben anulando sus buenas intenciones y que los demás ciudadanos deberíamos también conocer para defendernos de ellos.  Podríamos entonces responder a una pregunta transcendental. ¿Es irremediable la constatación maquiavélica de que la política es un campo autónomo fuera de toda norma moral? Es la tesis de la razón de Estado, de la “política real”, de lo que he denominado la “política ancestral”. En un desagradable debate sobre este tema que mantuve con Gustavo Bueno (que todavía corre por YouTube) este defendía que era una ingenuidad pensar en una moralización de la política. Estudiaré los “automatismos perversos del poder” en próximos post.

 

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