Una de las críticas que la oposición hace al gobernante es que toma medidas políticas pensando solo en perpetuarse en el poder. Es lo mismo que piensan importantes politólogos, como Anthony Downs en su famosa teoría económica de la democracia (1957) o Robert Michels, en Los partidos políticos. Gaetano Mosca, que interpretaba la historia como una lucha por la apropiación y expropiación del poder, señalaba que una vez conseguido, las élites tenían que aprender a conservarlo. Según Bruce Bueno de Mesquita y Alastair Smith, los políticos, sean democráticos o autoritarios, no está guiados en sus actuaciones por el bien común, como pregonan, sino por su propio bien o, al menos, por su propia carrera. Los autores insisten en que los políticos -sean marxistas radicales o liberales ortodoxos- hacen todo lo que hacen -bueno o malo- para llegar al poder, mantenerse en el poder lo más que puedan y controlar el dinero. En El Manual del dictador van más allá que lord Acton. No es que el poder corrompa, dicen, es que además atrae a los corruptos. Schumpeter fue especialmente duro con la política. “Así, pues, el ciudadano normal desciende a un nivel inferior de prestación mental tan pronto como penetra en el campo de la política (…) aún cuando no hubiese grupos políticos que tratasen de influir, éste tendería, en la cuestión política, a someterse a prejuicios e impulsos extra racionales o irracionales” (Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia, 1996, p. 335). Admite que el pueblo puede ser más inteligente que lo que pueda ser un individuo, pero muy a largo plazo. (Ibid., 338). (Marina, J. A. ¿Nos vuelve estúpidos la política? El Panóptico). La antología de la desconfianza política podía continuar indefinidamente. Es cierto que el afán de poder obliga al gobernante a contentar a los gobernados para ganarse su felicidad. Charles Tilly ya lo advirtió al afirmar que los Estados nacieron como “crimen organizado”, como la obra de “bandidos estacionarios”, que acababan protegiendo a los súbditos para proteger a la vez sus propios intereses.
¿Es que no hay políticos que pretendan sinceramente trabajar por el bien común? ¿Era un hipócrita Napoleón cuando antes de su entronización imperial decía: “Juro gobernar teniendo solo en cuenta el interés, la felicidad y la gloria del pueblo francés”? ¿Está justificada esta mala opinión que tenemos del poder político? Estas preguntas solo puede responderlas la Ciencia de la evolución de las culturas (CEC), que utiliza, sin duda, los conocimientos de la Psicología, pero que contribuye a su vez a la ampliación de los conocimientos psicológicos. La CEC nos presenta una idea del poder más compleja, que ni justifica esa descalificación total, ni permite una aceptación sin cautelas.
En un sentido amplio, “poder” significa la capacidad de realizar los proyectos deseados, de ampliar nuestras posibilidades, es una “pasión de realizar”. Lo designaremos como poder de. El ejercicio de esta capacidad produce el “placer de la causalidad” (Nuttin), el “sentimiento de eficiencia” (Bandura), la capacidad transformadora inherente a la acción humana (Giddens). Un artista, un atleta, un yogui o una madre cuidando de su bebé pueden sentirlo. Pero esta facultad general de realización-que puede ser altruista y desinteresada- se convierte en algunos casos en poder sobre otros, y aparece entonces la “pasión de mandar”, de dominar. En este caso, la pasión por el poder resulta más tenebrosa. Hablando del poder político, Bertrand de Jouvenel escribe: “En toda condición y posición social, el hombre se siente más hombre cuando se impone a los demás y los convierte en instrumentos de su voluntad, medios para alcanzar los grandes fines cuya misión le embriaga. Dirigir un pueblo, ¡qué dilatación del yo!”. Este placer básico puede ser sustituido por el disfrutar de las cosas que el poder proporciona: lujo, sexo, sumisión y, sobre todo, más poder.
“La lucha por el poder es dura, agotadora e implacable”
Es interesante que personas ávidas por el poder tengan sumo pudor en reconocerlo. No hay ningún político que haga su campaña con el lema: “¡Quiero mandar!” Tienen, como Napoleón, que asegurar que solo les interesa la felicidad pública. No dudo de que fuera sincero cuando dijo a Caulincourt: ”Se engaña la gente: yo no soy ambicioso (…) Siento los males del pueblo, quiero que todos sean felices, y los franceses lo serán si vivo diez años”, pero me parece que no está reconociendo su deseo fundamental. Con frecuencia, el poderoso cree que solo le mueve el bien de los demás. Los grandes asesinos políticos han pensado que eran los únicos que podían conducir a su pueblo a la felicidad, Lenin, Hitler, Stalin, Mao, Pol Pot lo dejaron claro. Solo ellos -o en todo caso el partido- sabían lo que el pueblo necesitaba. Hermann Rauschning recoge una declaración de Hitler en 1939: ”La providencia me ha designado para ser el gran libertador de la humanidad. Yo libero al hombre de la opresión de una razón que quería ser un fin en sí misma; lo libero de una envilecedora quimera que se llama conciencia o moral y de las exigencias de una libertad que muy pocos hombres son capaces de soportar”. En el deseo de poder político intervienen dos factores perturbadores. Uno en el acceso y otro en el ejercicio. La lucha por el poder es dura, agotadora e implacable. Sólo quien esté enérgicamente motivado y, como dice Ortega en Mirabeau o el político, tenga una piel muy dura, puede soportarlo. La “historia del acceso al poder” está lleno de episodios terribles. (Diario 3.11.2022.- El acceso al poder). Tanto la monarquía hereditaria como la democracia fueron sistemas para conseguir que la ascensión al poder fuera pacífica.
El segundo mecanismo es la alteración de la perspectiva que suele provocar la posición de poder. Todo gobernante está irremediablemente psicológicamente separado de los gobernados. David Owen, político y psicólogo, ha hablado de un “síndrome de la hybris (soberbia)” que afecta a los líderes que pecan de un exceso de confianza y prepotencia. Entre sus síntomas se cuentan “una tendencia narcisista a ver el mundo como un escenario en el que pueden ejercer el poder y buscar la gloria, y no como un lugar repleto de problemas que hay que solucionar de manera pragmática y no autorreferencial; la creencia de que no son responsables ante sus colegas, sino ante algo superior, como “la historia o Dios” y una ausencia de curiosidad por saber lo que podría salir mal, lo que suele llevar a una “incompetencia a la hora de manejar su hybris”.
El poder produce un cambio de mentalidad. El respetuoso Kant ya lo advirtió: “No hay que esperar que los reyes filosofen ni que los filósofos sean reyes, como tampoco hay que desearlo, porque la posesión del poder daña inevitablemente el libre juicio de la razón” (La paz perpetua). Numerosas investigaciones han constatado una especial “insensibilidad del poder”. Se trata de un automatismo que funciona invariablemente, cómo funcionan los sesgos afectivos o las ilusiones visuales, y que solo se pueden controlar con un esfuerzo crítico y reflexivo. Tanto los gobernantes -para evitarlos- como los gobernados -para impedirlos- deberían conocer muy bien estos mecanismos perturbadores.