El aniversario del inicio de la guerra de Irak me sorprende redactando un post sobre su predecesora, la guerra de Afganistán. Estudio las guerras para comprobar si la Psicohistoria funciona y averiguar si necesita ser completada con una “Psiquiatría política”. La Psicohistoria, como la Psicología a secas, tiene la pretensión de ser una ciencia inductiva y, por lo tanto, necesita extraer el conocimiento del estudio de casos. Toda guerra plantea tres complicadas preguntas: ¿Cómo se inicia? ¿Cómo se desarrolla? ¿Cómo se termina? Hay una respuesta “conductista” a estas preguntas, que menciona sólo los hechos observables, los sistemas de reforzadores y disuasores, pero para entender lo que sucede debemos ver la guerra “desde dentro”, desde la experiencia íntima de sus protagonistas. De eso trata la Psicohistoria. Dedicaré un post a cada una de estas preguntas, para ir elaborando una respuesta que, por ahora, no tengo.
¿Quién declara las guerras? Tradicionalmente, la guerra la decidían los soberanos, porque incluso allí donde el Parlamento intervenía, la política exterior seguía siendo prerrogativa del rey. Los ciudadanos sólo podían bloquearla negándose a aceptar los impuestos. A los príncipes se los educaba para la guerra. Se convirtió, en palabras de Galileo, en un “deporte real”. (Hale, J. War and society in Renaissance Europe, 1450-1620, John Hopkins University Press, 1985, 29). Los monarcas europeos se dedicaban a ella fervorosamente, como reconoce Maquiavelo. En cambio, los soberanos del otro lado del mundo parecían menos belicosos. Es la conclusión del jesuita italiano Matteo Ricci, (1552-1610) que estuvo tres décadas de misionero en China. Aunque en su opinión China hubiera podido conquistar fácilmente algunos estados vecinos, ni los emperadores ni los oficiales tenían ningún interés en ello: “Ciertamente, esto difiere mucho de lo que sucede en Europa, puesto que a los reyes europeos les motiva el impulso insaciable de extender sus dominios”. Un dato interesante para la Ciencia de la evolución de las culturas.
La guerra siempre es el fruto de decisiones personales, y para comprender cada una de ellas, es necesario conocer el entramado de intereses, influencias, ambiciones y expectativas. Esto no ocurre solo en las guerras modernas. G.P. Gilbert ha estudiado las guerras preestatales y comprobado que en ellas la figura del jefe guerrero es determinante. Con ellos aparece la “guerra de jefatura” (chiefly warfare), caracterizada por sumar a los desencadenantes posibles de la guerra, la búsqueda por parte de los jefes de bienes, prestigio y gloria. Es decir, de su felicidad personal (Gilbert, G.P. Weapons, Warrior and Warfare in Early Egypt, BAR, 2004). Donald Kahan, que intentó hacer la historia completa de la guerra del Peloponeso, lo que le ocupó veinte años y cuatro volúmenes, recuerda el elemento personal en las guerras, que “no siempre comienzan debido a ideas cósmicas, intereses o una cierta ideología, sino que a menudo lo hacen debido a impulsos humanos de personas de carne y hueso, con sentimientos hipertrofiados sobre el honor, el prestigio, o los agravios”. Utilizando los términos de El deseo interminable, los dirigentes políticos lanzan sus naciones a la guerra porque en ella cifran su felicidad personal y a veces creen encontrar también la felicidad de la nación. Mucha gente encuentra en la pelea su plenitud personal, como he explicado en “La ebriedad de la lucha”. El 28 de julio de 1914. Winston Churchill escribe a su mujer: “Todo tiende a la catástrofe y al colapso. Me siento interesado, listo para la acción y feliz. ¿No es horrible estar hecho de esta manera? Ruego a Dios que me perdone tan tremenda frivolidad”. Nixon confesó: “Creo en la batalla, ya se trate de la batalla de una campaña o de la batalla de este cargo. Esta se me impone constantemente. Quizá más que a otros, porque esa es mi manera de ser” (Citado en Schlesinger, The Imperial presidency, p. 217). Acerca de cómo puede llegar a relacionarse la guerra con la “pública felicidad” hablaré en otra ocasión, para desmontar su impostura.
En las democracias se ha procurado establecer mecanismos de control al poder ejecutivo, quitándole la potestad de declarar la guerra y atribuyéndosela al Parlamento. Roosevelt tuvo que convencer al Congreso americano para poder intervenir en la II guerra mundial. Sin embargo, los gobernantes, con frecuencia, intentan zafarse de ese control, por ejemplo, no mencionando la palabra “guerra” sino algún substituto menos comprometido. Putin, por ejemplo, habla de “operación especial”. En Estados Unidos, Johnson dirigió la guerra de Vietnam sin consultar con las Cámaras. Seguía así una tradición americana propensa a dar al Presidente amplios poderes en política exterior. Theodore Roosevelt antes de dejar su cargo dijo que esos asuntos “los manejé sin consultar con nadie, pues cuando un tema tiene una importancia capital, es bueno que lo maneje un solo hombre”. Cuando Truman decidió entrar en Corea, ni siquiera le pidió al Congreso una resolución de apoyo. Actuó solo y el Congreso se lo permitió. Con eso se instauró la idea de que un debate en el Congreso debería considerarse una ayuda al enemigo. Arthur Schlesinger ha estudiado el aumento gradual de los poderes del Presidente americano en The Imperial Presidency (1973), un caso más de la tendencia expansiva del poder que he mencionado varias veces en este diario.
La guerra de Afganistán fue decidida por el presidente Bush, y contó con el apoyo de Naciones Unidas y de bastantes países. Sin embargo, Estados Unidos no quiso establecer una coalición para no tener que consultar con nadie sus operaciones militares. El objetivo era luchar contra el terrorismo de Al-Qaeda, pero casi todos los autores creen que formaba parte de una estrategia más amplia, que incluía Irak. Me interesa destacar que la guerra de Afganistán provocó diferencias entre los miembros de la Administración Bush, que fueron causa de notables deficiencias estratégicas tanto en Afganistán como en Irak. Donald Rumsfeldt, secretario de Defensa y Colin Powell, secretario de Estado. Rumsfeldt quería ampliar la lucha contra Al-qaeda y lanzarse contra Irak con o sin el apoyo de los aliados. Colin Powell era partidario de centrar la respuesta militar en Afganistán y buscar el máximo apoyo internacional posible en caso de actuar con Irak. Había otro tema disputado. Rumsfeldt y el vicepresidente Cheney consideraban que lo prioritario era ganar la guerra y demostrar la disposición de EEUU a luchar hasta la victoria. La reconstrucción del país tras las operaciones militares convencionales era por tanto una cuestión estratégica secundaria. Para Powell, un militar que había hecho la guerra de Vietnam, la guerra tenía que ser planeada teniendo en cuenta el estado final deseado. Desde planteamientos más prudentes y desconfiando de las certezas que expresaban otras figuras de la Administración estadounidense, consideraba que las relaciones con otras potencias y la estabilización de la región tras el conflicto eran consideraciones de primera magnitud estratégica. Podía ser una justificación decente de la guerra.
Georges Bush aceptó la versión de Rumsfeldt y Cheney. En el próximo post recordaré las consecuencias.
Muy interesante. Quisiera agregar que me parece plausible la idea de Harari en «Sapiens» según la cual la diferencia con China que usted menciona se deba a que era en sí misma un país mucho más grande que toda Europa, con el poder centralizado desde muchos siglos atrás en el emperador, en una tierra desprovista de las barreras geográficas que, entre los pequeños estados europeos, cada uno con su monarca, hacía posible que siempre estuvieran guerreando entre ellos. También Jared Diamond dedica parte de su libro «Armas, gérmenes y acero» a por qué China es diferente históricamente y lo atribuye a diferencias geográficas (unificado por la fuerza hace milenios gracias a la ausencia de grandes barreras geográficas, entre otras cosas) que pudieron haber influido en la evolución de la sociedad. Son sólo especulaciones, pero suenan bien..