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3.5.2022. El deseo de querer ser iguales y de no serlo

Explicar la historia a partir de sus fuentes afectivas -impulsos, deseos, emociones- que son universales y constantes, la dota de una cierta unidad. Y también de una teleología oculta. Ya sé que decir que la historia tiene un telos, un fin, es considerado como resto de un pensamiento arcaico. No es verdad que la naturaleza esté dirigida a dar a luz al sapiens. La teleología histórica de la que hablo no depende de la naturaleza, sino de la índole afectiva del ser humano. Todos los deseos están dirigidos a un fin, e introducen la teleología en la historia humana. No porque la historia tenga un fin, sino porque las miríadas de acciones que la constituyen sí lo tienen.

Muchos pensadores han creído descubrir un hilo conductor, un deseo que ha triunfado sobre los demás y que sirve para explicarnos la marcha de la evolución cultural. Lo encuentran en la racionalidad (Weber), la libertad (Hegel), el autocontrol (Elias), el reconocimiento (Hegel, Honneth), la democracia liberal (Fukuyama), la singularidad (Kurzweil). Inglehart y Welze cartografían la evolución con referencia a dos parámetros. Uno va desde los valores tradicionales (religiosos y jerárquicos) hacia valores modernos (igualitarios y seculares); el otro, de los valores de supervivencia a los de expresión de la individualidad, un recorrido análogo al que defiende Maslow en su teoría de la motivación. Piketty piensa que la búsqueda de la igualdad es el motor del progreso, y también Ian Morris, en el libro que estoy leyendo, subraya la importancia de la lucha hacia la igualdad, aunque con altibajos. Las sociedades cazadoras recolectoras eran muy igualitarias, las agrícolas fomentaron la desigualdad, y las industriales intentan reducirla.

No todos los investigadores están de acuerdo en admitir que las sociedades arcaicas fueran igualitarias. Lo eran, posiblemente, en lo que se refiere a la riqueza, porque una sociedad nómada puede tener muy pocas posesiones. Pero hay dos grandes pasiones que creo que ya debían manifestarse en tiempos tan lejanos: la pasión de mandar y la pasión de distinguirse. Bertrand Russell unió ambas: “Las dos mayores pasiones humanas son el afán de poder y el afán de gloria”.

La pasión de mandar incluye el ocupar rangos altos dentro de una jerarquía y dominar. Los estudios de Robert Sapolsky muestran la importancia de la lucha por la jerarquía en los animales grupales. Su atractivo está en que les permite un acceso privilegiado a otros bienes, como el sexo o la comida. Pero en el ser humano este afán de independencia de alguna manera, se convierte, en fin. Aparece entonces la pasión de mandar por mandar. Gregorio Marañón la estudió en el conde duque de Olivares. “Hay un grupo de hombres -escribe- para los que el mando es, por sí mismo, el fin de su instintivo afán: mandar por la fruición pura de mandar, como el avaro ama el oro por el oro. Esta es la forma genuina de la pasión por mandar”.

 

Buscando su legitimidad, el líder se convence fácilmente de que lo único que quiere es servir a la colectividad, y olvida que su verdadero móvil es el disfrute de la acción y de la expansión vital

Esta es la razón de la euforia que invade al que ama el poder, en el mismo acto de ejercerlo. Según cuenta su secretario Perrault, Colbert, el ministro de Luis XIV, se frotaba las manos de alegría al acercarse por la mañana a su mesa de despacho. Algo parecido se trasluce en la correspondencia de Napoleón, y en los comentarios que hace su secretario el barón Fain. Pensaba que toda la maquinaria del poder en Francia recibía la energía inicial de la mesa de su despacho. Es cierto que los que experimentan la pasión de mandar aducen otras justificaciones. Buscando su legitimidad, el líder se convence fácilmente de que lo único que quiere es servir a la colectividad, y olvida que su verdadero móvil es el disfrute de la acción y de la expansión vital. No dudo de que Napoleón fuera sincero cuando dijo a Caulaincourt; “Se engaña la gente: yo no soy ambicioso (…) Siento los males del pueblo. Quiero que todos sean felices, y los franceses lo serán si vivo diez años”. Hitler en 1939 proclamaba: “La providencia me ha designado para ser el gran liberador de la humanidad”. Bertrand de Jouvenel hace una curiosa comparación. ” Dirigir un pueblo, ¡que enorme dilatación del yo! Solo la dicha efímera que nos proporciona la docilidad de nuestros miembros tras una larga enfermedad puede hacernos sospechar la felicidad incomparable de irradiar a diario los propios impulsos en un cuerpo inmenso, haciendo que se muevan a lo lejos millones de miembros desconocidos”.

Este es el tema que me interesa subrayar. Los apasionados del poder cifran su felicidad en el ejercicio del poder. La casualidad -que es un ángel que me proporciona el libro que necesito en el momento adecuado-, ha puesto en mis manos una obra de Albert Hirschman que no conocía Shifting Involvements: Private Interest and Public Action, editado por la Universidad de Princeton. Sostiene que la acción política en si misma puede ser una recompensa -por la valoración propia y por la intensidad-, por lo que puede convertirse en una imagen de la felicidad para ciertas personas.

Mi idea de incluir el deseo de mandar entre las motivaciones primarias del ser humano se ha visto corroborada por una información proporcionada por Richard Lee. En su definitivo estudio de un pueblo cazador recolector, -cuya forma de vida era igualitaria- menciona el testimonio de una persona respetada: “Cuando un joven caza y consigue mucha carne, empieza a pensar en sí mismo como un jefe o un hombre importante, y a pensar en los demás como ciertos o inferiores. No podemos aceptarlo. Rechazamos a los que se vanaglorian, porque algún día su orgullo causará la muerte de alguien. Así que cuando sucede esto, hablamos de su carne como si no tuviese valor- Es la manera de templarle el corazón y hacer que se apacigüe” (Lee, R.  The !Kung San: Men. Women and Work in a Foraging Society, Cambridge U.P.1979, p. 246).

De esta anécdota saco una conclusión. El deseo de poder es una motivación primaria, aunque puede que no se dé en todas las personas. Es posible que biológicamente esté relacionado con el metabolismo de la testosterona y del cortisol. Aunque solo lo sintieran un porcentaje pequeño de sapiens, determina la estructura de la sociedad, porque, como en el caso !kung, el resto de la sociedad tendría que bloquear esa pasión de un individuo para mantener la igualdad. Esta lucha por imponerse y por resistirse es uno de los mimbres de nuestra historia.

El afán de distinguirse, de ser apreciado, también parte de nuestras motivaciones primarias. En una tumba encontrada en Sungir, de unos 30.000 años de antigüedad, aparecen tres cadáveres. Un hombre de unos sesenta años, decorado con 3.936 cuentas; un hombre joven con 4.903 cuentas y una mujer joven con 5.724. No podemos saber con seguridad que significado tienen, pero parece que indudablemente indica un gusto por la posesión de cosas, y un aprecio por la distinción que causaban. Como ha señalada Walter Scheidel, el afán de distinguirse, el gusto por la desigualdad, apareció muy pronto en nuestra historia” (Scheidel, W. El gran nivelador: Violencia e historia de la desigualdad desde la Edad de Piedra hasta el siglo XXI, Crítica, 2018.)

Los deseos humanos son variados y resulta difícil pensar que uno de ellos pueda imponerse sobre el resto. Por eso prefiero centrarme en lo que todos los deseos tienen en común: el ímpetu hacia un fin. Es lo que he llamado “búsqueda de la felicidad”, que lo mismo puede interpretarse como el sueño de satisfacer todos los deseos o como la posibilidad de encontrar un fin que prevalezca sobre todos los demás y los condene a la irrelevancia.

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