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PANÓPTICO

El panóptico

La historia del arte como paradigma

Siempre he sentido interés por la historia del arte, y eso me llevó a escribir una Historia de la pintura, con ilustraciones de mi admirado Antonio Mingote. El arte proporciona un sugestivo campo para poner a prueba dos hipótesis de trabajo:

1

Al igual que todas las manifestaciones culturales, la historia del arte ha de ser incluida dentro de una historia de la búsqueda de la felicidad.
2

Al igual que ocurre en todas las manifestaciones culturales su historia puede entenderse como un continuo planeamiento y solución de problemas.

La relación del arte con la felicidad es intensa. Como todas las actividades humanas se dirige a colmar un deseo. En el caso del artista el deseo de crear, de emular a sus colegas, de hace avanzar su arte, de tener éxito, etc. En el caso del espectador, la búsqueda de una emoción estética. Voy a centrarme en esta última. La percepción de la belleza se ha relacionado siempre con una experiencia superior. Platón consideró que la perfección humana era un ascenso del alma de belleza en belleza hasta llegar a la contemplación de la Belleza perfecta. Para los griegos, el kalos kai agathos, la unión de lo bueno y lo bello parecía evidente.

Algo semejante –con variaciones- ocurrió en la Edad Media, que hizo una teología de la belleza. San Agustín relaciona su conversión con la belleza: “Oh belleza infinita, siempre antigua y siempre nueva, ¡cuán tarde te conocí”. Urs von Balthasar describió la historia de esta teología en los miles de páginas de su obra Gloria. La experiencia estética es en sí placentera. A thing of beauty is a joy forever, escribió Keats. Y para Stendhal, “lo hermoso no es ni más ni menos que una promesa de felicidad”.

La relación del arte con la felicidad es intensa

Hasta el pasado siglo, el arte se relacionaba con la belleza y por eso recibía en herencia ese poder felicitario. Nietzsche confía en él, y Freud lo considera uno de los caminos por los que los humanos han buscado la felicidad. Tal vez la mejor ilustración nos la proporciona un filósofo enviscado en la realidad, Jean Paul Sartre. El final de su novela “La náusea” me parece conmovedor. Ha descrito la conciencia de André de Roquentin como empantanándose en un mundo supérfluo. Es una pasión inútil. Piensa en suicidarse. En ese momento suena un disco. “Antes de la música, escribe, a mi alrededor todos los objetos estaban hechos de la misma materia que yo, de una especie de sufrimiento fofo. El mundo era tan feo, afuera, tan feos los vasos sucios sobre las mesas, y las manchas pardas en el espejo y el delantal de Madeleine, y el aire amable del gordo enamorado de la patrona, tan fea la existencia misma del mundo que me sentía cómodo, en familia. Ahora está el canto del saxofón. Una pequeña melodía se ha puesto a danzar, a cantar: “Hay que ser como yo; hay que padecer con ritmo”. “Siento que algo me roza tímidamente, y no me atrevo a moverme por temor a que se vaya. Algo que yo no conocía. Una especie de alegría”.

El arte holandés está más cerca de la observación científica que de la alegoría mitológica

La segunda hipótesis con la que trabajo es que la historia del arte es un sucesivo planteamiento y resolución de problemas. Esta deriva de que he recuperado de mi biblioteca un libro antiguo y magnífico sobre el arte holandés en el siglo XVII, de Svetlana Alpers. Se titula: El arte de describir y trata de las relaciones de la pintura con la realidad. El realismo de la pintura holandesa desconcertaba e irritaba a los pintores de la triunfante escuela italiana, que gustaba de situar la figura humana realizando acciones significativas basadas en los textos de los poetas. La pintura italiana es narrativa.

En cambio, la pintura holandesa es descriptiva. Miguel Ángel -según Francisco de Holanda- consideraba que solo podía gustar a mujeres, o muy viejas o muy jóvenes, a frailes y monjas y a algunos caballeros sin sentido de la verdadera armonía. “Todo está hecho sin razón ni arte, sin simetría ni proporción, sin selección ni valentía, y finalmente sin sustancia ni nervio”. Una de las joyas del museo Maurishuis de La Haya es el retrato ¡de un novillo! hecho por Paulus Potter. La autora del libro muestra que el arte holandés está más cerca de la observación científica que de la alegoría mitológica. Su relación con los descubrimientos ópticos lo corroboran. Cita al antropólogo Clifford Geertz: “El principal problema que plantea el mero hecho del impulso estético es como incorporarlo al tejido de una determinada forma de vida”. Al publicar su Micrographia en 1664, Robert Hooke señalaba que para sus ilustraciones lo importante es “mano sincera y ojo fiel”. Sus seguidores holandeses siguen ese consejo. Es fácil relacionar este interés en la descripción atenta con otras características de la sociedad holandesa. En el relato que escribió de su viaje a Holanda, Diderot, escribe: “Los holandeses son hombres-hormiga, que llegan a todos los rincones de la tierra, recogen cuanto encuentran de raro, útil o precioso, y se lo llevan a sus almacenes. Es a Holanda adonde el resto del mundo acude a buscar lo que le falta”. La afición por los mapas que muestran los cuadros que reproduzco se debe a esa mezcla de habilidad, ciencia y belleza gráfica.

Así llegamos al tema que he mencionado en el artículo de este Panóptico: la afición por los mapas. El vínculo entre mapas y arte figurativo tiene una larga historia. Se remonta al menos hasta la Geografía de Ptolomeo, que en la primera frase la define como “retrato del mundo”. En la historia de la cartografía hay un dato que me llama la atención. En 1663, Joan Blaeu regaló su atlas universal en doce volúmenes a Luis XIV, acompañado de unas palabras de introducción: “La geografía es el ojo y la luz de la historia”. Trescientos años después, la “geohistoria” de Ferand Braudel decía lo mismo.

Este artículo solo pretende mostrar las grandes posibilidades de la historia del arte dentro de la Ciencia de la evolución de las culturas.

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