Thomas Homer-Dixon, politólogo de la Universidad de Waterloo, publicó hace unos meses un presagio pesimista: “Para 2025, la democracia norteamericana podría colapsar, causando una inestabilidad interna extrema, junto con una extendida violencia civil. Para 2030, si no antes, el país podría ser gobernado por una dictadura derechista”. En mi archivo guardo un texto extraído de un antiguo libro suyo – El vacío de ingenio, Forum Espasa, 2003– en el que se pregunta si tendremos la capacidad de generar la inteligencia suficiente para resolver los tremendos problemas con que la humanidad se enfrenta. A tenor de sus últimos escritos no parece muy optimista.
He recuperado esa referencia porque hoy tengo que escribir un prólogo para una nueva edición de mi libro La educación del talento. En estos doce años que han pasado desde la primera edición, he seguido investigando sobre el tema. En 1997, un famoso artículo de la consultora McKinsey lanzó el eslogan “ha comenzado la guerra por el talento” y desde entonces en el mundo del management han proliferado publicaciones sobre este asunto, pero con un déficit inicial: una mala definición de lo que es talento. Se lo considera un modo especialmente brillante de realizar una actividad, una capacidad escasa que las empresas tienen que captar -frecuentemente con salarios muy altos- y retener.
Para superar lo que me parece un pobre enfoque, conviene hacer algunas precisiones. Entre “Inteligencia” y “talento” hay la misma diferencia que entre “herramienta” y “uso de esa herramienta”. La función de la educación es transformar la inteligencia en talento. Pondré un ejemplo: un niño con altas capacidades tiene una inteligencia sobresaliente, pero puede no desarrollar su talento si no recibe la educación adecuada. La inteligencia puede utilizarse para hacer estupideces colosales. Basta ver las sofisticadas tecnologías utilizadas en Ucrania para matar. Llamamos “talento” al buen uso de la inteligencia, que se caracteriza por elegir bien las metas, manejar la información necesaria, gestionar las emociones y poner en práctica las virtudes ejecutivas imprescindibles para alcanzar esos objetivos. Si se eligen mal las metas, las restantes capacidades solo conseguirán aumentar el error o el terror. El régimen nazi desgraciadamente tuvo una formidable capacidad de organización y de movilización de inteligencias y todos conocemos los resultados.
”"Llamamos “talento” al buen uso de la inteligencia, que se caracteriza por elegir bien las metas, manejar la información necesaria, gestionar las emociones y poner en práctica las virtudes ejecutivas imprescindibles para alcanzar esos objetivos"
La Inteligencia Artificial nos proporciona otro ejemplo. Necesitamos convertirla en Talento Artificial. Me gustaría detenerme en este punto. Allen Newell, uno de los creadores de esa tecnología, decía en su último libro – Unified Theories of Cognition– que la función de la inteligencia es relacionar dos sistemas independientes: el de los conocimientos y el de las metas. Nadie se dio cuenta de que estaba asomándose al abismo. A pesar de su genialidad técnica, su modelo es insuficiente porque no dio el siguiente paso: ¿a qué facultad encargamos la elección de metas? Mi propuesta es que eso le corresponde al talento, que, en parte, se convierte en la sabiduría de los fines. Por eso, la pregunta de Homer-Dixon que mencioné al principio puede reformularse así: ¿Seremos capaces de utilizar bien la inteligencia, es decir, de convertirla en talento? Y puesto que esa es la función de la educación, ¿seremos capaces de organizar un sistema educativo capaz de producir el talento necesario? En este momento, mi respuesta es negativa.
Para la buena marcha de las sociedades conviene recordar que hay un “talento individual” y un “talento social”. Aquel se preocupa de metas personales; este, de metas sociales. La educación tiene que generar ambas, pero para el bienestar comunitario el más importante es el segundo, porque su meta es conseguir la “felicidad política”, que es el marco en el que cada individuo está en buenas condiciones para desarrollar su proyecto privado de felicidad. Hace años, el rector de uno de los más prestigiosos Institutos tecnológicos americanos me decía asustado: Estamos formando extraordinarios técnicos y malísimas personas.
El mundo educativo está alarmado, confuso y deprimido, por eso conviene recordarle que nuestra obligación es generar el talento necesario para asegurar un futuro vivible; que cuando debatimos sobre las habilidades necesarias para el siglo XXI, sobre el modelo de inteligencia que debemos educar, la respuesta obvia y luminosa es: deberíamos formar a personas a las que estuviéramos dispuestos a confiar nuestro porvenir.