Me he decidido al fin por este título:
”El deseo interminable
Las claves emocionales de la historia.
Para refrescar mi información, he leído Las arquitecturas del deseo, un libro que escribí en 2007 y que no había leído desde entonces. Muchas ideas que creía que se me estaban ocurriendo sobre la marcha, estaban ya en esa obra, pero aparentemente las había olvidado. Me fascina esa memoria que guardamos de lo “olvidado”, y que no suele ser más que la dificultad de recuperarlo voluntariamente. La memoria está siempre trabajando sin que nos enteremos. Julien Green, un gran novelista que llevó un diario durante decenios, contaba que se le había ocurrido el argumento de una novela sobre un pelirrojo. Días después, casualmente, al corregir las pruebas para la publicación de su diario de varios años antes, descubrió una anotación con un argumento sobre un pelirrojo muy semejante al que pensaba que se le acababa de ocurrir. La presencia de lo olvidado nos obliga a vivir con un cargamento que desconocemos. Un ejemplo: el hipocampo es el área cerebral donde se guardan los recuerdos recuperables. Tarda en madurar, por lo que los miedos que experimentan los bebés se mantienen, pero almacenados en zonas neuronales no visitables.
Las “pseudonuevas” ideas que encuentro en mi antiguo libro se refieren a la relación de la cultura con el mundo emocional, y al carácter inagotable del deseo humano. Ahora prefiero el término “interminable”, tal vez porque voy a contar una historia más interminable que la de Michel Ende o porque recuerdo que para Popper la ciencia es una “búsqueda sin término”. “Inagotable” o “interminable” indican una cierta infinitud, que ya señalaba hace quince años: “En la Suma teológica (I-II,30,4), Tomás de Aquino afirma que los deseos que proceden de la razón, no de la fisiología, son infinitos, y cita a Aristóteles:” Siendo ilimitado el deseo, los humanos desean lo infinito” (Pol.I, 3). Sospecho que hay en nosotros una “pulsión inacabable”, que en el campo del conocimiento se caracteriza por la necesidad de desear cosas cada vez más altas y perfectas, y que ese dinamismo, esa teleología, puede concretarse en un concepto operativo de Dios, como ideal a partir del cual interpretar y rediseñar la especie humana. Fue la idea de Descartes: “conozco los defectos de mi naturaleza porque puedo compararme con la idea de Dios que tengo dentro de mi” (Meditaciones metafísicas, III). Eso le llevó a admitir el llamado “argumento ontológico de la existencia de Dios”, un argumento no probatorio, pero que fascinó a grandes pensadores. El envés de esta idea resuena en la obra de Sartre, que afirma que la esencia del hombre es “el deseo de ser Dios” y que por eso podía definírsele como una “pasión inútil” (p. 65).
Me ha sorprendido más comprobar que ya entonces relacionaba la infinitud del deseo con la cultura. Citaba un texto de Ricoeur, un pensador del que me interesó mucho su Filosofía de la voluntad y bastante poco todo lo demás (que es mucho):” Toda la civilización humana -escribe- desde su economía hasta sus ciencias y artes, se encuentra marcada por ese rasgo de inquietud y frenesí. La “mala infinitud del deseo” es el motor de la historia”. Creo que hay que dar una versión menos catastrófica del juego de realidad y posibilidad. Como señala Baudelaire, también puede existir la “buena infinitud del deseo”. Volvía a insistir más tarde en las relaciones entre deseo y cultura: “La relación de los deseos con la cultura es doble. La cultura es la proyección de los deseos humanos, pero al mismo tiempo determina esos mismos deseos, y lo hace proponiendo modos concretos de satisfacerlos” (101). Por cierto, Marx y Engels se interesaron en la “producción social del deseo”, que cada modo de producción determina. Un tema a tener en cuenta.
La experiencia de encontrar ideas que me parecen verdaderas en apuntes muy antiguos me produce un doble sentimiento: de satisfacción, por una parte, al comprobar que han resistido el paso de tiempo y a lo que he aprendido en estos años. Pero de inquietud, por otra, ¿será que me he encerrado en un modo de pensar y soy incapaz de asimilar nuevas ideas? Las firmes creencias pueden ser solo la vejez del error. Richard Feynman, uno de los físicos más creativos del siglo pasado, decía que la relación de un investigador con una teoría era parecida a un enamoramiento. Cuando descubres los defectos de la persona amada, ya es demasiado tarde. Ya estás enamorado. Por lo que se refiere a la teoría, desde hace mucho tiempo intento conjurar ese peligro leyendo a muchos autores que no me interesan, que no tienen nada que ver con mis proyectos, pero a los que debo conocer para ver si tienen razón en lo que dicen.