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Para comprender la vida política hay que comprender los deseos y emociones que la mueven. Las grandes motivaciones sociales son tres: el deseo de poder, el deseo de afiliación y el deseo de logro.

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El primero tiene como objetivo imponerse a los demás.

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El segundo ser aceptado y establecer relaciones amables.

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El tercero, dominar una actividad, alcanzar la excelencia.

Según Montesquieu, el principio de todo gobierno son las pasiones humanas que lo ponen en movimiento, “el de la monarquía, el honor y el del despotismo, el temor” (Del espíritu de las leyes, III, 1 y 11). Como ha escrito Drew Westen, “el cerebro político es un cerebro emocional. No es una máquina de cálculo desapasionada, que busca objetivamente los hechos, datos y políticas correctas para tomar una decisión razonada” (The Political Brain). Ese omnipresente motor afectivo de la conducta humana que son las emociones ha estado actuando permanentemente en la historia. A nadie se le oculta el papel del miedo. La humanidad ha temblado ante los tres grandes miedos: al hambre, a la guerra, a la peste. Hay acontecimientos muy definidos: el miedo a la peste en el medievo; el “gran miedo” (la grande peur), un miedo colectivo que invadió a los campesinos franceses entre el 20 de julio y el 6 de agosto de 1789, o el período del “Terror”, durante la revolución francesa entre 1793 y 1794. G. Lefèbvre escribía en 1932, en su obra consagrada al gran miedo de 1789: “En el curso de nuestra historia ha habido otros miedos antes y después de la revolución; los ha habido también fuera de Francia. ¿No se podría encontrar en ellos un rasgo común que arroje alguna luz sobre el miedo de 1789?” Ferrero defendía que toda civilización es producto de una larga lucha contra el miedo, de una búsqueda de la seguridad. Polemizando con él, L. Febvre escribe: “No se trata de reconstruir la historia a partir de la sola necesidad de seguridad: se trata esencialmente de poner en su sitio, digamos de restituir su parte legítima, a un complejo de sentimientos que teniendo en cuenta latitudes y épocas han tenido que jugar un papel capital en la historia de las sociedades humanas” (Febvre, L. “Pour l’histoire d’un sentimento: le besoin de securité”, Annales, E.S.C. 1956, p.244). Jean Delumeau intentó hacerlo es su imponente libro El miedo en Occidente.

Hay, en efecto, otras emociones con protagonismo histórico. Daniel Chirot ha estudiado el papel del resentimiento en las guerras del siglo XX y Fattah y Fierke el resentimiento islámico. Hace muchos años, Gregorio Marañón interpretó la vida del emperador Tiberio como el triunfo del resentimiento, y Arias Maldonado ha hablado del resentimiento y la democracia (La democracia sentimental).  Liah Greenfeld, en Nationalism: Five roads to modenity, Cambridge, Harvard University prss,1992, Nacionalismos, cinco vías hacia la modernidad, Instituto de Estudios Constitucionales, 2005 defiende que el principio que ha regido el nacionalismo en el mundo moderno ha sido el ressentiment, que, según ella, es la senda de Nietzsche.  Consiste en “un estado psicológico fruto de reprimir los sentimientos de envidia y odio (envidia existencial) y a imposibilidad de satisfacer dichos sentimientos (…15). Kumar en Imperios die que exagera pero que acierta en el caso francés. Lo que causa el resentimiento francés en los siglos XVIII y XIX hacia Inglaterra son los repetidos éxitos del imperialismo británico. (437)

Peter Sloterdijk contempla la ira como factor político-psicológico que impulsa de forma decisiva la historia de Occidente hasta nuestra época más reciente, marcada por el terrorismo. En el umbral mismo de la tradición europea, o sea, en la Ilíada, ya aparece de forma relevante. “De Aquiles cantó la cólera feroz”, así comienza Homero su poema. La indignación –que es una furia justa- ha sido también un motor emocional de acontecimientos históricos.

La historia muestra los terribles efectos de la desconfianza. La guerra puede derivar tanto del miedo a ser objeto de un ataque como del ataque real. Ya Tucídides vio en esto la verdadera causa de la guerra del Peloponeso: “Lo que hizo inevitable la guerra fue el crecimiento del poder ateniense y el miedo que esto provocó en Esparta”. Thomas Hobbes, que tradujo a Tucídides y que observó la guerra civil que estalló en Inglaterra, estaba de acuerdo: “De esta desconfianza recíproca no tiene el hombre manera más razonable de asegurarse que mediante la anticipación, es decir, por la fuerza, o la astucia, para dominar la voluntad de todos los hombres que pueda, hasta que no vea ningún otro poder tan grande como para que constituya un peligro para él”. Las grandes pasiones son un poderoso unificador, y están en el origen de muchos movimientos sociales. “Odiar forma parte de la humanidad. Para definirnos y movilizarnos necesitamos enemigos”, ese era el mensaje de El choque de civilizaciones, de Samuel Huntington. Al día siguiente del atentado contra las torres de Nueva York, Orhan Pamuk cuenta que vio a pacíficos ciudadanos de Estambul manifestando su alegría. ¿Cómo entender ese fenómeno? “No es el Islam, ni siquiera la pobreza, lo que engendra directamente el apoyo a los terroristas cuya ferocidad y habilidad no tienen precedentes en la historia humana; es más bien la humillación abrumadora que ha contaminado los países del tercer mundo”. Stephen Holmes, en su estudio sobre las motivaciones que podían tener los kamikazes del 11 de septiembre, menciona la formación progresiva de “un recit particulier de blâme”, un escenario de resentimiento que tiende a legitimar el castigo al enemigo americano. (Citas en Las culturas fracasadas, 134). Fenómenos muy actuales, como el nacionalismo, tienen un componente emocional muy fuerte, porque todas las sociedades han fomentado los sentimientos de pertenencia a una cultura.