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¡Qué extraño lamento! Su autor, Juvenal (60-128), lo explica: “Se nos ha venido encima el lujo, más corrosivo que las armas (…). Ningún crimen ni acción lujuriosa nos falta desde que la austeridad romana desapareció” (Sátira VI, 290-295). Navegando por el Archivo, compruebo que la desconfianza hacia la paz es frecuente. Me parece haber descubierto un agujero negro emocional, un fenómeno cuya densidad no permite una fácil explicación. En el siglo XV, Rodrigo Sanchez de Arévalo, escribe con talante renacentista, un Elogio de la guerra:Citaste -dice a su supuesto interlocutor- las incontables ventajas y parabienes que la paz reporta al género humano, yo también sacaré a relucir con toda claridad, no solo los problemas e inconvenientes, que no son pocos ni pequeños, que se derivan de una paz inútil, sino también sus vergüenzas”.

“…una larga paz suele hacer dominar el mero espíritu de negocio, y con él el bajo provecho propio, la cobardía y la debilidad, rebajando el modo de pensar del pueblo” (Kant, I., Crítica del juicio)

Cuatro siglos más tarde, Kant, que aspiraba a la paz universal, reconocía en su Crítica del juicio que “la guerra misma tiene algo de sublime en sí, y, cuanto mayores son los peligros que ha arrastrado un pueblo, más sublime es su modo de pensar; en cambio, una larga paz suele hacer dominar el mero espíritu de negocio, y con él el bajo provecho propio, la cobardía y la debilidad, rebajando el modo de pensar del pueblo”. Estos reproches se refieren a la sedicente decadencia en las costumbres que la paz fomenta. Un enlace me remite a Ibn Jaldum (1332-1406), un historiador sorprendentemente moderno, que en su gran obra Al Muqaddimah, [Prolegómenos] considera que el lujo provoca el hundimiento de los reinos, y clasifica en tres grupos a los humanos. El primero está constituido por los nómadas, hombres austeros, acostumbrados a guerrear. El segundo es el de los ciudadanos. Se caracteriza por un grado de civilización más elevado, pero también – dice Jaldun- por una gran inmoralidad; sus miembros son egoístas; sus costumbres, malas y han perdido las cualidades viriles que aseguran la independencia de un pueblo; soportan todas las tiranías y no tratan de resistir a la opresión. Entre estos dos grupos, se encuentra el pueblo del campo cuya condición según Jaldun- es la más humillante, porque no goza de la independencia de los nómadas ni de las ventajas de la vida urbana.

Lo más florido del pensamiento moderno se siente también fascinado por la guerra, porque nos libera de la trivialidad. La paz es propia de animales domésticos. Hegel defendió el valor ético de la guerra, “como estado en el cual se toma en serio la futilidad de los bienes y las cosas de este mundo, y los pueblos salen de un letargo que los enferma y a la larga envilece”. La guerra, dice en otro lugar, preserva la salud ética de los pueblos “igual que el movimiento de los vientos preserva al marinero de la pereza en que lo haría sucumbir una calma duradera, tal como lo hace con los pueblos una paz duradera o, peor, eterna». No es un darwinismo social, que desecha al débil, sino un mecanismo de superación que lo mejora. Es lo que hace que Nietzsche elogie al guerrero, en Así habló Zaratustra:” Debéis amar la paz como medio para nuevas guerras. Y la paz, más corta que larga. ¿Vosotros decís que la buena causa es la que santifica incluso la guerra? Yo os digo: la buena guerra es la que santifica todas las causas. ¡Vivid vuestra vida de obediencia y de guerra!¡Qué importa vivir mucho tiempo!¡Qué guerrero quiere ser tratado con indulgencia!”. La influencia que estas ideas tuvieron en la ideología nazi es una razón más para investigar tan intrigante asunto. Acabaré este repaso de autores, que podría ser interminable, con Max Scheler, uno de los filósofos éticos más influyentes en su tiempo, que consideraba que “en la guerra se lucha por algo superior a la existencia”, por eso permite matar. Karen Armstrong dedica Campos de sangre a explicar la permanente lucha entre la búsqueda del ideal y la realización práctica. Ian Morris en La guerra ¿para qué sirve? (Ático de los libros 2017) defiende su función pacificadora, y Walter Scheidel, en El gran nivelador, (Crítica 2018) concluye que la guerra es la forma más eficaz de eliminar las desigualdades que la paz ha causado.

Es llamativo hasta el escándalo que ese desdén hacia la paz emerja una y otra vez. Al terminar la primera guerra mundial proliferaron en Alemania las novelas antibélicas y pacifistas, como las de Erich Maria Remarque, Arnold Zweig, Ludwig Renn, pero a finales de los años veinte aparece la “poesía de la guerra mundial” (Walter Linden), la agresividad es exaltada como valor; el otro solo existe como enemigo (Carl Schmitt); la guerra se convierte en paradigma de la vida. Un caso ejemplar: la obra de Ernst Jünger. En La movilización total (1930) advierte que una nueva juventud está tomando como modelo vital al soldado en el frente de batalla. Él mismo se define como como “guerrero e hijo de guerreros, lo opuesto al Bürger (burgués, ciudadano). Un guerrero dotado de la «real facultad de engendrar con sangre y semen».  Jünger vive la guerra como una experiencia mística.

“La guerra revela la profundidad de las cosas al asomarse al abismo de la muerte”

Recibimos continuamente noticias de la guerra en Ucrania. Su trágico muestrario de sufrimientos. La muerte, la tristeza de los que quedan, las heridas, la huida, la destrucción. Teniendo esas imágenes presentes, vuelvo a leer esos textos para intentar comprenderlos. La paz aparece como relajamiento, cobardía, hedonismo, lujo, aburguesamiento, decadencia, caos. Frente a ella, la guerra es disciplina, valentía, obediencia a un ideal, sacrificio, desprendimiento. La paz es la superficialidad de los sentidos. La guerra revela la profundidad de las cosas al asomarse al abismo de la muerte. Aquella es la monotonía de lo cotidiano. Esta, en cambio, tiene la intensidad de la excepción.

“Considerar que la guerra es la única manera de satisfacer este movimiento ascendente es una tremenda equivocación, a mi juicio inducida por otras motivaciones y creencias, propagadas desde el poder, que me propongo estudiar” (JA Marina)

Me parece evidente que se trata de una elaboración sofisticada -conceptual y estética- de la guerra, que elude la terrible experiencia real, pero la insistencia con que se presenta me da que pensar. Creo que se trata de una mala solución a un deseo inevitable y contradictorio que no podemos obviar: aspiramos a la comodidad y a la grandeza. Los filósofos escolásticos reconocían en el ser humano dos tipos de deseos: los hedónicos, que aspiraban al placer, y los “arduos”, que buscaban la superación. Considerar que la guerra es la única manera de satisfacer este movimiento ascendente es una tremenda equivocación, a mi juicio inducida por otras motivaciones y creencias, propagadas desde el poder, que me propongo estudiar.

 

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