He participado en un ciclo titulado XI Edición España a Debate, organizado por el Ayuntamiento de Tomares (Sevilla) . Expliqué por qué prefería cambiar el título. El debate sobre “España” puede convertirse en una discusión sobre un concepto abstracto, no real. Cuando hace más de sesenta años llegué a la Universidad, todavía se escuchaba el eco de una polémica entre Laín Entralgo, que había escrito España como problema y Calvo Serer, autor de España sin problema. Reavivaban otra polémica más antigua entre Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz. Lo que se discutía era el ser de España, como si de una identidad real se tratara. Los que conozcan la historia de la filosofía recordarán sin duda la polémica entre “realistas” y “nominalistas” conceptuales. Aquellos creían que los conceptos abstractos representaban algo real, mientras que estos pensaban que lo único real eran los individuos. Me parece importante defender el “nominalismo político” porque nos libra de muchas idolatrías, y así lo he hecho (“Las emociones que parieron al Estado”, “En defensa del nominalismo político”).
“Mi propuesta incluye construir una “sociedad del aprendizaje”, capaz de producir talento”
Mi propuesta para la sociedad española es que tenemos que desarrollar su talento, que es la nueva “riqueza de las naciones”. Con esta palabra designo el uso triunfante de la inteligencia, lo contrario de la inteligencia fracasada. Lo precisaré más: es la capacidad de elegir bien las metas y utilizar la información necesaria, gestionar las emociones, y activar las funciones ejecutivas que se precisan para alcanzarlas. Es la inteligencia “resuelta”, que resuelve problemas y avanza con resolución. La inteligencia tiene unas influencias genéticas, pero su buen o mal uso depende de la educación y del entorno social. Por eso, mi propuesta incluye construir una “sociedad del aprendizaje”, capaz de producir talento. Los “chivatos” de mi Archivo parpadean para llamar mi atención. “El aprendizaje nunca ha sido tan importante como ahora”, ha escrito Joseph Stiglitz, que no es un pedagogo, sino un premio Nobel de Economía, autor de ‘Creating a learning society‘. Algunos países se lo han tomado en serio. Por ejemplo, Canadá, cuyo Gobierno ha publicado ‘Towards a Learning Society, Learning Economy: An Action Plan for Canada’, o el de Reino Unido, con ‘The learning age, a renaissance for a New Britain’. Carol Dweck, una psicóloga de Stanford, ampliamente conocida por sus estudios sobre el funcionamiento de la inteligencia, afirma en un artículo publicado en la ‘Harvard Bussiness Review’, que “el antídoto para nuestro angustioso tiempo de incertidumbre es la mentalidad de aprendizaje”. Recomienda convertir Estados Unidos en un “país de aprendizajes”. El consejo es aplicable a todas las naciones.
Se activan más “chivatos”. Unos dirigen mi atención hacia la “inteligencia colectiva”, un campo que me ha interesado mucho. Otros hacia el “capital social” de una comunidad, tal como fue estudiado por Coleman, Putnam, Bourdieu o Fukuyama, que incluye la confianza en las instituciones, la capacidad de resolver problemas y conflictos, y la participación en la vida pública. Estoy seguro de que todas estas redes pueden integrarse en un sistema conceptual único, pero no puedo detenerme en ello.
La “Sociedad del Aprendizaje” no es más que la consecuencia de una implacable Ley Universal del Aprendizaje que ha guiado toda nuestra evolución, pero que ahora se hace más visible. Dice así: “Toda persona, institución, empresa o sociedad, para sobrevivir, necesita aprender al menos a la misma velocidad a la que cambia su entorno. Y si quiere progresar, deberá hacerlo a más velocidad”. Esto obliga tanto a los individuos como a las organizaciones a aprender a lo largo de toda su vida. Y esto no es fácil de conseguir. No es cosa nueva. Hace cincuenta años. Peter Drucker anunció que habíamos entrado en la sociedad del conocimiento. Esta frase se repite mucho, pero se recuerda menos su continuación:” Todas las empresas deben convertirse en organizaciones que aprenden y en organizaciones que enseñan. Las organizaciones y sociedades que se fundamenten en un aprendizaje permanente a todos los niveles, dominarán el siglo XXI”. “La capacidad de aprender con mayor rapidez que los competidores quizás sea la única ventaja competitiva sostenible”, decía Arie de Geus, jefe de planificación de Shell. La necesidad de aprender ha sido comprendida por todas las instituciones. En ‘Army Learning Concept 2015‘, el documento en el que el Ejército estadounidense reflexiona sobre sí mismo, se lee: “La ventaja competitiva del ejército norteamericano descansa en su capacidad de aprender rápido y adaptarse a las situaciones con mayor rapidez que su adversario”(Marina, J.A. ¿Debe aprender nuestro sistema educativo del ejército americano?). En los últimos treinta años el concepto “Organizaciones que aprenden” (learning organizations) se ha popularizado, en parte por la obra de Peter Senge The fifth discipline (1994).
Lo que propongo es que ese modelo puede y debe aplicarse a la sociedad entera. Al llegar a este punto he recordado vagamente un libro de Ronald A. Heifetz que leí hace muchos años, Liderazgo sin respuestas fáciles (Paidós, 1997), pero sin conseguir precisar la razón de ese interés. Estas “corazonadas” son un enigmático producto de la memoria, que orienta nuestra búsqueda sin expresar sus motivos. Busqué si tenía notas de lectura de ese libro. En efecto, Heifez habla de cómo las sociedades tienen que aprender a resolver sus problemas. Pone como ejemplo Japón en la época Meiji-“Quizás el arma más competitiva de Japón consiste en la insistencia consciente de que tiene que aprender”. Por ejemplo, con su lema KAIZEN (perfeccionamiento continuo) Toyota estableció un conjunto de valores orientada por la constante necesidad de aprender y adaptarse.
“Lo que diferencia la “política ancestral” de la “política ilustrada” es que aquella se basa en el conflicto y el afán de victoria, y esa en el problema y el afán de solucionarlo”
Las naciones, insiste Haifez, tienen que aprender a resolver sus problemas, mediante un aprendizaje adaptativo. Lo que diferencia la “política ancestral” de la “política ilustrada” es que aquella se basa en el conflicto y el afán de victoria, y esa en el problema y el afán de solucionarlo. Hace falta una firme decisión de realizar un trabajo de elaboración del problema (parecido al que se da en la elaboración del duelo), de aprendizaje adaptativo. No basta, como piensa Habermas, con un diálogo de todas las partes implicadas, sino que hay que hacerlo a sabiendas que todos deben evolucionar en el mismo proceso de solución. En él no deben implicarse solo los políticos, sino la ciudadanía entera. El nivel de “capital social” de esa ciudadanía hará posible o no la solución. En el caso de bajo capital social, lo ilustrado es intentar elevarlo. Lo ancestral, exacerbar la hostilidad. He aplicado este método al “caso Cataluña”, planteado hasta ahora en formato “conflicto” y, por lo tanto, sin solución. (Panóptico 31, Cataluña, ¿conflicto o problema?) Lo que permite pasar de la “política ancestral” a la “política ilustrada” es convertir el conflicto en un problema a resolver. De aquí parte mi interés en enfocar la educación, incluida la educación política, como una historia de las soluciones. Su objetivo es que la sociedad -a través del previo aprendizaje de sus miembros- sea capaz de resolver sus problemas.