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¿Pero qué quiero hacer? Mostrar que el secreto de la historia humana está en el tenaz empeño de unos seres (a quienes su inteligencia les hace vivir entre la realidad que se impone y la irrealidad de lo pensado, imaginado, soñado, interpretado) en huir del dolor y buscar la satisfacción. He denominado a ese tenaz impulso “búsqueda de la felicidad”, pero advirtiendo que no es una búsqueda consciente, sino una estructura no consciente de su acción. Más que a un pensador reflexionando sobre la felicidad, los humanos nos parecemos a un salmón remontando el curso de un río para desovar. Ni él puede explicar su impulso, ni los humanos los suyos. Estos días las “tetas” han ocupado las primeras páginas de los periódicos con motivo del Festival de Eurovisión. La polémica me ha recordado una frase de Julia Roberts en Pretty Woman.

No comprendo por qué a los hombres les interesan tanto las tetas.

Vivian WardPersonaje de Julia Roberts en Pretty Woman.

Los hombres tampoco lo comprenden. La emergencia de los deseos es el límite de nuestra comprensión del ser humano. ¿Por qué nos gusta la música, el juego, nos aterra la soledad o las mujeres cargan a sus bebes sobre la cadera izquierda? La psicología evolucionista lo soluciona rápidamente, tal vez demasiado rápidamente: todo lo que sucede, sucede porque favorece la evolución. A un filósofo curtido en el sistema hegeliano, que sostiene que “todo lo racional es real y todo lo real es racional”, esto le da la impresión de “deja vu”. En momentos de cinismo científico, creo que la apelación a la naturaleza y a la evolución se parece al “deus ex machina” que aparecía en las tragedias griegas para arreglar entuertos.

Pero hay un dato fundamental e innegable: los humanos se definen por el conjunto de sus deseos y por la inteligencia dedicada a satisfacerlos. Hay que añadir, para que esta fórmula no nos tranquilice precipitadamente, que la inteligencia, además, produce deseos nuevos, infinitos (decía Tomas de Aquino, y dice cualquier experto en marketing) y que esa capacidad expansiva dinamita en cierto modo el orden de la naturaleza. Un ejemplo: los estímulos desencadenantes de la actividad sexual están claramente programados en la conducta animal. En cambio, en la conducta humana experimentan una enorme flexibilidad. El estímulo sexual pueden ser unos zapatos de tacón, el cuero de un sadomaso, o los órganos de un individuo del mismo sexo. La proliferación de modos del deseo da lugar a la proliferación de expectativas de felicidad. En su magnífico libro Emotion Explained, Edmund T. Rolls señala que todas las emociones se basan en la distinción entre reforzadores positivos y negativos, entre recompensa y sanciones. Los deseos básicos-que proceden de necesidades- se amplían cada vez que algo nuevo se percibe como premio. La campana asociada con la comida acabó funcionando como un premio para los perros de Pavlov. Cikara y Fiske han demostrado que los aficionados que ven un partido de baseball muestran una activación de los centros del placer (estriado ventral) cuando el contrario pierde. ¿Tendré que contar en mi libro esa iridiscente plurivalencia del deseo? O, para poner las cartas sobre la mesa, ¿no lo estaré contando ya?

Resumiré: el índice tiene que indicar las vías por las que unos deseos básicos -compartidos con nuestros parientes animales- se expanden por el poder simbólico de la inteligencia y crean unas nuevas necesidades que mediante el juego de éxitos y conflictos dan lugar a las instituciones humanas. Los deseos básicos son universales, las modulaciones cultuales son distintas. Los problemas para conseguir satisfacerlos con comunes, pero las soluciones son diferentes. Este hecho plantea una pregunta que todos los culturalistas a la violeta rechazarán indignados: ¿hay soluciones mejores que otras?

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