La política tiene un inevitable y a veces peligroso componente emocional. Desde el Panóptico se ve que la ambición, el patriotismo, el resentimiento, la indignación, el odio, la solidaridad, o el entusiasmo explican muchos hechos históricos. Hoy quiero hablar de la nostalgia política. “Nostalgia” es palabra nueva. Entra en el Diccionario de la RAE en 1884. En su origen, era la tristeza por estar lejos del propio país. La pasión del desterrado. Después, se extendió a todo lo lejano que se considera bueno, por ejemplo, la infancia. La nostalgia es un mecanismo que embellece lo que se añora.
Los movimientos nacionalistas -también los españolistas- siempre fueron nostálgicos. En su memoria refulge la imagen de una edad de oro, que casi nunca existió, de una patria lejana, que se aspira a recuperar. Por eso, todos acaban adornando la historia. Es inevitable, porque las emociones tienen su dinamismo implacable, que debemos conocer para no ser manejados por su potentes y falsas evidencias.
El artículo inicial de este Panóptico se publicó en EL MUNDO el día 3 de enero de 2021
EL PANÓPTICO 18
Las emociones son un mecanismo psicológico que evalúa la experiencia e impulsa a la acción. Las denomino “mecanismo” porque una vez disparadas siguen un proceso establecido. Técnicamente se llaman “esquemas emocionales”. Un input desencadena una elaboración mental no consciente que tiene como output un sentimiento y una motivación. La furia quiera deshacerse del obstáculo o del ofensor; el miedo, huir; la tristeza, apartarse; la alegría, comunicar; el asco, expulsar. Cuando se puso de moda la “educación emocional” me pareció que se estaba quedando en la superficie, que enseñaba a surfear sobre las olas afectivas, en lugar de bucear en las energías ocultas que las movían, y comprender su dinamismo.
Conseguir una buena “pedagogía política” resulta importante para todos, porque si en una democracia parte de nuestra vida va a depender del voto de los demás, nos interesa que sea un voto fiable.
El conocimiento de los mecanismos emocionales ha interesado siempre a los políticos, que necesitan mover a sus seguidores. José Luis Villacañas en su obra Populismo recuerda que “la función del líder es transformar representaciones conceptuales siempre defectivas en representaciones afectivas”. Pero al resto de los ciudadanos también nos interesa saber hasta qué punto las emociones son fáciles de manejar y sus recorridos son previsibles. Es nuestro seguro de vida. Conseguir una buena “pedagogía política” resulta importante para todos, porque si en una democracia parte de nuestra vida va a depender del voto de los demás, nos interesa que sea un voto fiable. Las emociones se nos imponen, no podemos elegirlas, son nuestra forma más personal de responder a la situación y, sin embargo, no podemos fiarnos de ellas. Debemos someterlas a cuidadosa inspección antes de que dirijan nuestro comportamiento. Piensen en los celos o en la furia. Gran parte de la evolución cultural ha consistido en aprender a hacerlo…sin mucho éxito. Un ejemplo: cuando contemplamos o sufrimos una ofensa o un daño malintencionado, el esquema que se pone en marcha es el de la venganza. ¿Quién no se ha identificado con Edmundo Dantés en El conde de Montecristo? Fueron necesarias duras coacciones morales y penales para evitar que ese sentimiento tan “natural”, pasara a la acción.
Esta pedagogía de las emociones políticas del ciudadano me parece imprescindible para la buena marcha de una democracia, porque, aunque algunos optimistas piensan que la práctica política se funda en la razón (Michael Freeden, The Political Theory of Poltical Thonking. The Anatomy of a Practice, Oxford University Press, Oxford, 2013; p. 85) creo que aciertan los que piensan que la mayoría de las decisiones políticas son emocionales y que “el cerebro político es un cerebro emocional” (Drew Wester. The Political Brain). También las económicas, que están determinadas por lo que Keynes llamó “animal spirits”, es decir, las emociones. El asunto se complica porque las emociones están sometidas a lo que he llamado “Ley del doble efecto”. Un mismo sentimiento puede dar lugar a dos efectos opuestos. Manuel Arias Maldonado, en su interesante libro La democracia sentimental, pone como ejemplo el patriotismo, que llevó a los alemanes a destrozar Europa y a los americanos a salvarla.
Volvamos a la nostalgia. Etimológicamente significa “enfermedad del regreso”, es decir, la tristeza del que quiere volver y no puede. En los diccionarios del siglo XIX, escrito alguno de ellos por exiliados, se la describía como “una inclinación violenta que obliga a los que se han expatriado a volver a su país” (Nuñez de Taboada, 1825). A mediados de ese siglo, el sentimiento se hizo más violento y enfermizo. El Diccionario Enciclopédico de 1853, dice que se caracteriza por “una demacración lenta y una calentura que muchas veces puede producir la muerte”. La lengua catalana ha creado una palabra muy interesante: enyorar, de donde viene el castellano “añorar”, que deriva de “ignorar”, y que es la tristeza por no saber dónde está el ser amado.
En política hay muchos nostálgicos. En España, por ejemplo, continúa habiendo nostálgicos franquistas. Pero me interesa centrarme en la nostalgia de los nacionalismos. Los nacionalistas quieren volver a un país soñado. Me interesa subrayar que la “nostalgia” falsea el pasado inevitablemente, porque lo ve a través de un prisma sentimental amable. Lo adorna y embellece. El nacionalismo español en el que me eduqué quería que sintiéramos nostalgia del Imperio español. El canadiense Steven Pinker, a mi juicio la persona que más psicología sabe en la actualidad, cuenta que a finales de la década de 1970 “el recién elegido gobierno separatista de Quebec redescubrió las emociones del nacionalismo del siglo XIX”. Eso le hizo sustituir el lema de las matrículas de los coches –“La belle province”- por “Je me souviens”. “Nunca resultó claro lo que se recordaba, pero mucha gente lo interpretó como un lema que evocaba con nostalgia la Nueva Francia que había sido derrocada por los británicos en la Guerra de los Siete Años de 1783”.
Por supuesto, no solo el nacionalismo español es nostálgico. El catalanismo clásico lo era. Y también el vasco. Jon Juaristi tituló su libro sobre los orígenes del nacionalismo vasco El bucle melancólico. Pienso que el título debiera haber sido El bucle nostálgico. La melancolía es más amplia e indefinida que la nostalgia. Victor Hugo la definió como “la dicha de ser desdichado”, y algo de eso hay también en la nostalgia. Telesforo Monzón creía que el pueblo vasco es «un Pueblo creado de la mano de Dios y que ha vivido durante milenios con su ser, su aspecto, su ley, su aliento, y su sabiduría particular». Era eso lo que quería recuperar. Desde otra nostalgia nacionalista, un hombre sin duda inteligente como Unamuno, pudo escribir este estúpido poema:
«Adiós, mi Dios, el de mi España.
Adiós mi España, la de mi Dios,
se me ha arrancado de viva entraña
la fe que os hizo cuna a los dos.»
La nostalgia nacionalista enlaza con otro poderoso “esquema emocional” que la evolución cultural ha grabado en nuestro cerebro: La emoción de pertenecer a un grupo, el sentimiento de identidad, la “emoción de la tribu” a la que se debe lealtad.
Este enlace emocional con el grupo era imprescindible para la supervivencia, por eso la evolución lo protegió. Los antropólogos aún no se explican muy bien como los humanos fueron integrándose en grupos más amplios, rompiendo los límites de la tribu, y comprometiéndose con valores universales, porque todo esto suponía una dura torsión de los sentimientos originarios. Los dioses eran dioses de la tribu, y las normas también. La compasión sólo se sentía hacia los del grupo. Vivimos, por supuesto, en sociedades extensas, pero el “esquema emocional tribal” se mantiene y puede activarse con mucha facilidad. Además. la mayor parte de los sistemas educativos lo han fomentado. En las Instrucciones pedagógicas dadas por Jules Ferry, el ministro que organizó el sistema educativo francés, se puede leer:” Debemos sacrificarnos para defender a la patria; no hemos nacido para nosotros, sino para ella”. Littré es más tajante aún: la escuela debe inculcar a los niños que hay que estar dispuestos a matar y a hacerse matar por la patria. Michel Lacroix en su libro Éloge du patriotisme, señala que la dificultad está en articular lo particular de la identidad nacional con la universalidad ética. Pero eso no detenía a Charles Maurrás, defensor del “nacionalismo integral”, que lo veía claro: “En caso de conflicto entre la patria y otros valores, estos deben ceder ante ella”.
Desde el Panóptico se ve con claridad que la Revolución francesa, en cuya estela navegamos todavía, enarboló dos banderas contradictorias: la de los derechos humanos individuales y la de la nación. Acabó venciendo la nación que se convirtió en la puerta de acceso a los derechos humanos. Si les parece una exageración piensen en los problemas éticos y políticos que plantea la migración o los casos de injerencia humanitaria, cuando un régimen político viola los derechos humanos.
Vuelvo a decir que mi interés está en mostrar que los “esquemas emocionales” funcionan dentro de nosotros con una gran autonomía. Imponen su evidencia. Por eso dan la impresión de que lo que nos presentan, sus valores, su atractivo, es verdadero. Quien está enamorado no escucha las críticas a la persona amada, por más razonables que sean. A una persona le puede parecer ridículo que se le salten las lágrimas al escuchar el himno de su país y, sin embargo, no poder evitarlo. Los sentimientos, que nos parecen lo más propio nuestro, pueden resultar trampas insidiosas. Pueden coartar nuestra libertad si no estamos espabilados. Spinoza tenía razón: la libertad es una necesidad conocida. En este caso, el conocimiento del mecanismo de las emociones puede permitirnos separarlas de nuestra acción, sin intentar dejar de sentirlas. En eso radica la libertad, que es una libertad muy humilde. Todo esto debería formar parte de la buena educación política del ciudadano.
Agradezco la claridad expositiva del Maestro José Antonio Marina, haciendo asequible el aprendizaje desde el Panóptico
Le agradezco el comentario. Tratar temas complejos en un espacio breve es un ejercicio de malabarismo que uno no sabe bien como resulta.
Como.la edad de oro no existio, el siglo de oro español no tampoco Enhorabuena! Cada panopsis mejora la anterior.
En el siglo de oro, Cervantes escribe el discurso de Don quijote a los cabreros, profundamente nostalgico: «Dichosa edad y siglos dichosos aquellos….» Y Quevedo tiene conciencia de estar viviendo un momento decadente: «Mire los muros de la patria mia.»…
Tal vez por las fechas, la nostalgia está en los papeles. El día 31 leo un artículo de Celia Maza en EL CONFIDENCIAL, titulado “El psicodrama del Brexit: cuando la nostalgia se convierte en arma política”, del que copio un párrafo: “Lo que me asusta de la nostalgia es que se ha convertido en un arma política. Los políticos han creado la nostalgia para una Inglaterra que nunca existió. Y a la que venden como algo a lo que podemos regresar”, explicaba el recién desaparecido John le Carré en una entrevista con la BBC el año pasado. El novelista británico, cuyo nombre real era David Cornwell, fue el espía que narró la Guerra Fría. Siempre fue sumamente crítico con el Brexit. ¿Es la nostalgia la que nos ha traído hasta aquí?
Carles Geli publica en El País.cat un artículo titulado “La “saudade catalana” de Gaziel, pseudónimo del escritor Agustí Calvet. Escribió: “Aquesta Catalunya, com a nació plena, amb clara voluntat de potència nacional, ha existit mai o no ha estat més que un somni romàntic-nacionalista sorgit al segle del romanticisme i de les nacionalitats exaltades?”. Añade:” la saudade (sinónimo gallego de “nostalgia”) es “buscar el seu sentit mar endins, projectar en l’infinit el que hauria de trobar-se a prop”. Pone un ejemplo:”l’expedició catalano aragonesa a Orient va ser “semblant a la saudade”.