Preparando mi intervención en el programa «De Pe a Pa» de Pepa Fernández, he revisado mis archivos sobre la envidia, una pasión que me ha interesado mucho, y a la que estudié al tratar los pecados capitales en Pequeño tratado de los grandes vicios.
La envidia es una emoción universal. Según Heródoto (484-429), padre de la Historia, “desde el principio, la envidia se manifiesta en el hombre” (Heródoto: Historia, III, 80). Demócrito ya dio una interpretación política: “la envidia dio principio al enfrentamiento político (stasis)” (Fr. 295 ed. Diels II, 194). Esta es su conclusión después de haber recorrido el mundo de la cultura antigua —Grecia, Persia, India, Etiopía y Egipto—, y después de haber vivido la ocupación de su natal Abdera por los persas y haber asistido a las luchas entre facciones y entre ciudades. Según Demócrito, esa división que nace de la envidia “es mala para ambos partidos…; sólo en la concordia pueden hacerse cosas grandes”. Platón, que por su experiencia siracusana conocía “las calumnias de los envidiosos” (Platón, Cartas, III, 316 e), había llegado a la conclusión de que “el poder político desarrolla la envidia” (República, IX, 580 a.)
Unamuno sostuvo una tesis que puede resultar sorprendente: “La envidia era, es y será el más firme cimiento de la hermandad civil”. Y saca una correlación política: la envidia es “la madre de la democracia”. A su vez, “la paz y la democracia engendran casi forzosamente la envidia… Las democracias son envidiosas” (570). La causa es el igualitarismo, la inadaptación a la inferioridad y a la diferencia: los envidiosos “no pueden sufrir que otros se distingan” y, como reacción, tratan de uniformarlos. La constricción igualitaria de los más sobre los menos se realiza en múltiples áreas de la actividad humana. Unamuno destaca dos: la política con el método democrático, y la ideológica con el recurso a los valores generalmente admitidos. También sobre esta última resulta explícito: “el origen de toda ortodoxia, lo mismo en religión que en arte, es la envidia”. Al insinuar que el igualitarismo político e ideológico convierte en delito la distinción.
”¿Por qué entristece la inferioridad real o supuesta?
Desde el Panóptico tenemos que ver más atrás. ¿De dónde puede brotar la envidia? Posiblemente de la pulsión humana hacia el mantenimiento del estatus y de sus signos exteriores. Eso introduce a los sapiens en una permanente comparación. Si el bien de otro disminuye mi estatus, es malo para mí. Es la explicación de Tomás de Aquino: el envidioso “estima que el bien ajeno es mal propio en la medida en que aminora la gloria o excelencia de uno mismo”. En el mismo sentido va la explicación de Schopenhauer, que consideraba la envidia como “natural en el hombre”, “Una propiedad que lleva consigo”. La envidia “nace de la inevitable comparación de la situación propia con la de otros”; pero sólo se produce cuando este paralelo revela una aparente inferioridad. Schopenhauer da por evidente esa “inevitabilidad” y, tratando de ahondar, se pregunta por qué entristece la inferioridad real o supuesta. Y da una explicación muy conforme con su concepto de la vida. No es una subordinación cualquiera la que da lugar a la envidia, es una inferioridad en felicidad, es creer que el otro es más dichoso. Y ¿por qué motivo el bienestar ajeno entristece? Así llegaremos a la afirmación vertebral y más innovadora: “Es natural sentir como amarga la propia escasez cuando se contempla el gozo y la propiedad ajenos”; “los hombres no pueden soportar la contemplación de un supuesto hombre feliz porque se sienten desgraciados”. La envidia subraya la infelicidad que es, para Schopenhauer, la situación humana normal. La envidia es, pues, un sentimiento que tiene una fundamentación existencial última.
En El deseo Interminable estudiaré alguna de las configuraciones históricas de la envidia.