Un archivo tan amplio y dilatado en el tiempo como el mío, guarda relaciones y nexos que he olvidado. Posiblemente sería más exacto decir “que creía haber olvidado”, pero que probablemente continúen activos, aunque, eso sí, integrados en redes más amplias, donde resulten difíciles de reconocer porque sus propiedades han cambiado, como sucede a los elementos químicos cuando entran en diferentes combinaciones. Esta posibilidad hace que cada excursión al archivo sea una especie de psicoanálisis casero. Me ha vuelto a suceder. Ayer, en el libro L’émotion en politique, de Philipe Braud, que leo dentro del proyecto de “psicohistoria” que me viene ocupando, encontré una referencia al concepto de “personalidad de base”, utilizado por un sociólogo – Abraham Kardiner– basándose en la obra de un etnólogo- Ralph Linton. Con esa expresión designaba aquellos sistemas de emociones, creencias, o formas de responder a los problemas que comparten los miembros de un grupo. En su caso, estudiaron a los habitantes de las islas Marquesas y encontraron que, a pesar de sus diferencias individuales, se parecían entre ellos más que a los miembros de otras culturas. Lo sorprendente es que esa idea me interesó hace más de cincuenta años, la había olvidado por completo, y ahora compruebo su proximidad a lo que estoy investigando en este momento. Hace medio siglo me encontraba en pleno entusiasmo fenomenológico. Para quien no esté el corriente de la historia de la filosofía recordaré que la “fenomenología” fue una corriente de pensamiento iniciada por Edmund Husserl, al que siempre consideré mi primer maestro, que consideraba que el conocimiento más profundo solo podía alcanzarse comprendiendo como nuestros sentimientos, ideas, nuestra concepción de la realidad, en suma, se iban constituyendo en la conciencia de cada uno de los individuos. Es verdad que esa teoría me impulsó a salir de ella. Pasé de la “fenomenología genética” de Husserl, a la “psicología genética” de Jean Pîaget, mi segundo maestro, que estudiaba algo más concreto: cómo la inteligencia infantil construía la realidad. Piaget me ocupó varios años, pero también me obligó a salir de su teoría y pasar a la “genealogía cultural del niño” estudiada por el genial Lev Vigotski, a quien considero mi tercer gran maestro. Tanto Husserl como Piaget comenzaban desde el individuo y a partir de él tenían que explicar el mundo de la vida, la interacción, la sociedad. A Husserl se le planteaba el problema de la relación con los demás, y el modo como inteligencias individuales podían producir un “mundo compartido”. Ese tema me intrigaba y sigue haciéndolo. Un fenomenólogo francés, Michel Dufrenne, también estaba interesado por cómo se constituía ese espacio común, y por eso leí su libro La personnalité de base, que resultó ser un estudio sobre Kardiner y Linton. Al fin hemos llegado a ellos.
He dicho que los he reencontrado, pero tal vez no los abandoné nunca.
He distinguido tres niveles de personalidad:
- la recibida (temperamento y funciones mentales básicas);
- la aprendida (carácter) y
- la elegida (proyecto vital).
El carácter está formado por hábitos que el niño adquiere, a través de sus experiencias vitales, y de su relación con los grupos a que pertenece (familiar, escolar, de clase, cultural, etc.). La pertenencia a esos grupos influye poderosamente en la personalidad individual (es lo que Kardiner llamaba “personalidad base”), pero no de una manera absoluta, sino más bien como un “parecido de familia”. Theodore Zeldin ha podido estudiar en su monumental Histoire des passions fançaises la “concepción del mundo” de los obreros, los burgueses, los aristócratas, los notarios, los militares, los políticos, en el periodo de 1848 a 1945. Las diferencias son notables, y las semejanzas también.
Este hecho innegable es el núcleo teórico de la Ciencia de la evolución de las culturas, que cuenta el proceso de integración de los individuos dentro de los grupos, la diferenciación de grupos entre sí, y cómo algunos de ellos -los occidentales, por ejemplo- han presionado para que el individuo se independice del grupo.
El deseo interminable pretende profundizar un poco más y en esa expedición espeleológica llega a lo que considero el gran motor de las biografías, de las conductas, de las interacciones, de las culturas: las necesidades, los deseos, los impulsos, las motivaciones, las emociones. Las diferencias en la “personalidad de base” acaban amortiguándose conforme nos acercamos a la fuente afectiva que a mi juicio es común a todos los sapiens. Pero quedarse ahí supondría eliminar la creatividad humana. No hay que considerarlo, pues, un punto de llegada, sino un punto de partida.
De esta excursión a mi archivo salgo con una gran inquietud al comprobar que gran parte de lo que creo que se me acaba de ocurrir, estaba ya contenido en él. ¿Estoy realmente buscando un conocimiento objetivo o solo quiero reforzar mi concepción del mundo? Cuando tengo la convicción de que algo es verdadero pienso que se adecúa a la realidad. ¿Y si solamente se adecúa a lo que ya he pensado antes, a viejas ideas, creencias o prejuicios? Hacerse estas preguntas forma parte del pensamiento crítico que necesitamos todos.