Los enfrentamientos son inevitables, pero en las naciones democráticas se han buscado formas de convertir los conflictos en problemas, y. de resolver estos por procedimientos pacíficos. Para ello es necesario edificar toda una arquitectura legal: se aprueban constituciones, se separan los poderes, se establece un Estado de derecho regido por la ley, se exigen responsabilidades al gobernante, se organiza un sistema judicial con las suficientes garantías procesales, y se establecen cuerpos de seguridad para proteger la ley. Nada de esto se ha conseguido en la política internacional, a pesar de valiosos intentos, como la fundación de la ONU, y otras organizaciones internacionales, y el establecimiento de tribunales internacionales. No es fácil que las grandes potencias se avengan a estar sometidas a algún tipo de control. El funcionamiento del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas lo demuestra, y también la negativa de las naciones más poderosas a someterse a los Tribunales Penales Internacionales.
En la Academia del Talento Político debemos enseñar a los ciudadanos la conveniencia de aplicar a nivel internacional lo que hemos aprendido de la política interna de las naciones, para ir poco a poco cambiando nuestro modo de pensar. Las pugnas internas de una nación se resolvieron primero mediante el ejercicio de poder del soberano. El texto de la Biblia en que los israelitas piden a Samuel un rey para que les gobierne es paradigmático (1 Samuel 8:4-22). Samuel les advierte que puede ejercer un poder despótico. Y así ha sucedido a lo largo de la historia. Para evitarlo, las sociedades han elaborado “Constituciones”, una norma suprema que fijaba las reglas del juego político, los derechos, las obligaciones, el modo de resolver los conflictos. Todos las Constituciones se basan en dos principios:
Nada de eso se ha conseguido en el plano internacional: No admitimos una “communitas totius orbis”, como reclamaban los fundadores del Derecho Internacional, una comunidad de todo el género humano; no reconocemos un “poder constituyente universal”, y, en consecuencia, no tenemos una Constitución Universal. Por lo tanto, las soluciones que han funcionado en la política interior no tienen vigencia en la política exterior. Aquí rige la ley de la selva.
Vale la pena repensar este fracaso. La “confabulación de lo irremediable” intenta convencernos de que así es el mundo y que no hay nada que hacer. Pero vuelvo a apelar al sano escepticismo sobre las imposibilidades. Vivimos gracias a cosas que los escépticos del momento dijeron que eran imposibles. Y se sintieron muy listos al decirlo.