“Encuentro la misma pregunta en dos libros recientes. Francis Fukuyama – Identidad, Deusto, p.105- piensa que la izquierda presta cada vez más atención a los problemas del “reconocimiento de las identidades”, en vez de fomentar la solidaridad en torno a grandes colectividades, como los trabajadores o los explotados económicos. “La agenda de la izquierda giró hacia lo cultural: lo que había que derribar no era un orden político que explotaba a la clase trabajadora sino la hegemonía de la cultura y los valores occidentales, que reprimían a las minorías en el propio país y en los países en desarrollo” (128) Pierre Rosanvallon lo atribuye a que la desigualdad se trata en términos estadísticos -por ejemplo, en el libro de Thomas Piketty- y los números son demasiado fríos para movilizar. Además, el fenómeno de la desigualdad es excesivamente variado. No se puede introducir en el mismo grupo las ganancias de Messi, de un especulador, o de los fundadores de Zara o Amazon. Aunque se habla mucho de ella, la desigualdad ha dejado de ser un tema políticamente interesante.”
José Antonio Marina
La creciente desigualdad es objetiva, cuantificable en cifras, pero muy diferente a la del siglo pasado. Las dificultades de la izquierda en capitalizar la creciente desigualdad en los países desarrollados, mucho tendrá que ver con el periplo de la identidad cultura de la clase obrera, y los profundos cambios en la estructura social a las puertas de la nueva revolución industrial que es digital; una realidad en movimiento a la que cuesta dar respuesta desde posiciones de progreso. Las identidades culturales más férreas pueden cambiar, cuando el discurso no se corresponde con la realidad y los hechos.
Desde que emerge en las primeras revoluciones industriales, la clase obrera siempre ha estado identificada muy mayoritariamente con posiciones progresistas, como uno de los principales sujetos del cambio social de progreso en los países desarrollados. Los movimientos fascistas de los treinta nunca atrajeron al grueso de la clase obrera, todo lo contrario, particularmente a la industrial, activamente organizada en sindicatos y organizaciones de base obrera. Tras la SGM, con el desarrollo de los estados del bienestar y la consecuente disminución de la desigualdad, la clase obrera logra un nivel de vida cercano a la clase media acomodada, muchos de sus hijos, sobre la base del notable incremento de la igualdad de oportunidades, se convierten en clase media. La inmigración va ocupando empleos de manufacturas y en sectores de menor cualificación y nivel salarial, desdeñados en la preferencia laboral. En los ochenta, la clase obrera de los países desarrollados comienza a perder relevancia numérica como consecuencia de las nuevas formas de producción, y relevancia social y política golpeada por el ascenso hegemónico del neoliberalismo que, año tras año, va disminuyendo el porcentaje de las rentas del trabajo, mediante la deslocalización empresarial, el debilitamiento de su capacidad de negociación y la privatización de los servicios públicos. Paralelamente, pierde trascendencia su representatividad política en favor de las diversas nuevas clases medias surgidas en la etapa de los estados del bienestar y con la evolución productiva de la sociedad de servicios. Va quedando en el vacío un porcentaje creciente del espacio político que ocupaba antes, en parte por natural envejecimiento al pasar a pensionistas o al creciente desempleo de larga duración, y, en parte, porque su correlativa posición político-productiva recae sobre capas populares diversas y sobre inmigrantes de limitados derechos, desestructurada inserción social, falta de tradición política obrera y marginalidad institucional. Paulatinamente, pierde influencia social, cada vez más abandonada a su suerte, en competencia con otros sectores populares empobrecidos, retrocede en nivel de vida reduciéndose la distancia con las capas más bajas, frente al empuje de inmigrantes más jóvenes y mejor adaptados, más dependiente de ayudas públicas menos disponibles por el envejecimiento de la población y el recorte de las prestaciones sociales, recibiendo en el reparto menos que otras capas populares en situación aún peor.
En este contexto, la identidad de la clase obrera se va transformando. Se va viendo a sí misma como perdedora de las nuevas formas de producción y políticas, abandonada en el reflujo del Estado del bienestar, sin alternativa ojos vista, cerca del inmigrante al que mira con recelo como señuelo que agrava el empeoramiento de la situación que le ha traído el nuevo rumbo neoliberal del capitalismo. La Gran Recesión termina de acelerar la crisis de identidad de la clase obrera y de la razón de ser de sus tradicionales organizaciones, mientras, paralelamente, sus hijos se enfrentan a un futuro incierto, como clase media empobrecida y precariado sin representación política. La clase obrera se encuentra expuesta al discurso conservador del populismo de derechas, sensible al nacionalismo como refugio frente a la globalización y a la inmigración. En la actualidad, en países desarrollados está abandonando posiciones progresistas para apoyar al populismo de derechas, al que la mayoría dieron su apoyo en Francia, formando alianza electoral con las masas tradicionalmente conservadoras. El efecto más práctico de su transformación es haber actuado con el suficiente resentimiento histórico, para convertirse en la diferencia electoral, que sirvió para aupar en el trono del país más rico y poderoso de la tierra al paradigma del conservadurismo actual, ante la cómoda, cínica y escapista incredulidad de los biempensantes de todo signo.
Esta travesía de la identidad histórica de la clase obrera en los países desarrollados, ajena a su razón constituyente, refleja nítidamente la creciente tendencia a la desigualdad y la polarización social que impone el neoliberalismo al incrementar las rentas del capital a costa de reducir las de trabajo, y la consiguiente polarización social. En los países desarrollados cada más capas se ven arrastradas al empobrecimiento y la precarización, ensanchándose la distancia entre los extremos sociales. El arraigo cultural y político de la clase obrera a posiciones de progreso no ha sido suficiente para que, por primera vez en su historia, un buen porcentaje se pase electoralmente al extremo conservador. Quién sabe si volverán a un punto de encuentro. En contraposición, surgen nuevos sujetos sociales en posiciones de progreso, principalmente jóvenes de las diversas nuevas clases medias y el movimiento de mujeres por la igualdad, como alternativa al populismo reaccionario, en la deriva neoliberal de signo globalista o ultranacionalista. En cualquier caso, queda demostrado que las identidades culturales y políticas más férreas pueden cambiar, si el discurso no se corresponde con la realidad y los hechos. Un obrero desesperado y justamente resentido estaría dispuesto a votar al mismísimo demonio blanco con tal de volver al tajo y poder vivir dignamente, como en la etapa del Estado del Bienestar, que no es otra cosa que más igualdad de oportunidades en la libre diversidad, antítesis de la demagogia xenófoba, liberticida, cavernícola, clasista y mercantilista de los ultraconsevadores de variada compostura..
La izquierda necesita recomponer una nueva identidad cultural adecuada a la nueva realidad social, en la que la desigualdad habrá de tomar el protagonismo que objetivamente tiene.