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El proyecto Gamma -la historia pasional de la humanidad- me obliga a estudiar las emociones que orbitan en torno al poder. El comentario de hoy me lo suscita una afirmación del Ministro español de Asuntos Exteriores: “Esta es la guerra de un hombre solo: Vladimir Putin”. Desde un punto de vista retórico es aceptable, pero si queremos comprender los hechos debemos desecharla. No hay poder solitario. Incluso el más tiránico necesita contar con el apoyo de alguien. Para conseguirlo, moviliza los recursos del poder. Sin duda, el miedo es uno de ellos. Pero más importante es la capacidad de premiar. El barón Fein, secretario de Napoleón, menciona en sus memorias la atención que Napoleón dedicaba a estudiar un libro donde que recogía las recompensas que podía dar: dinero, propiedades, cargos, títulos, etc. Los otros dos grandes recursos del poder son cambiar la opinión y las emociones de la gente. Para comprender el ejercicio del poder, hay que conocer el modo como juega con este póker de recursos. 

Gracias a ellos, el tirano se rodea, en primer lugar, de un grupo de fieles. En unos casos, por ejemplo, Maduro, la cúpula militar. En el caso de Putin, el entorno más conocido es el de los oligarcas económicos, beneficiados por su régimen. En un reciente artículo Thomas Piketty señala la importancia de sancionarlos para debilitar su influjo. El historiador Niall Ferguson ha intentado desvelar el papel de las redes en la historia, en su libro La plaza y la torre, cartografiando las de Henry Kissinger y otros personajes. El poder es una red jerárquica que necesitamos conocer para entender los mecanismos del poder.

El hecho de que el tirano necesite contar con el apoyo de unos pocos (y a través de ellos de una mayoría), lo vuelve por lo general desconfiado y cauteloso. Desde el Hierón de Jenofonte a las Historias de Salustio, la reflexión clásica sobre la política examina el miedo tanto desde el punto de vista del que manda como del que obedece. También los tiranos sienten miedo. El pueblo teme al tirano que, a su vez, está aterrorizado porque teme incluso a su propia guardia personal (Jenofonte, Hieron, 6,5; Salustio, Historia, I, 55, 9) Estos días, mientras redactaba los MATERIALES PARA UNA HISTORIA DE LA OBEDIENCIA, he vuelto a consultar un sugerente libro de Guglielmo Ferrero: Poder, Los genios invisibles de la ciudad. Comenta como después del acceso al poder de los fascistas, hombres que presumían de valerosos, “se colocaban a la defensiva en previsión de conspiraciones imaginarias que parecían esconderse en los más insospechados rincones”. Mussolini tenía un apoyo masivo “y, a pesar de todo no dudó en amenazar con quemar las casas de los diputados y senadores que osaran hablar o votar contra él”. Bastó que uno de los líderes de la pequeña oposición se atreviera a pronunciar un discurso crítico para que desapareciera. Unos sicarios, a plena luz del día lo apuñalaron con absoluta impunidad. Ferrero saca una conclusión: Estaba claro que los nuevos amos tenían miedo. Años después, estudiando el acceso al poder de Bonaparte, el 18 de Brumario, se asombra ante los actos de fuerza que amedrentaron a la gente. “Resulta difícil comprender hoy este gran misterio ¿qué aterrorizó a Napoleón? ¿Qué temía al día siguiente del golpe de Estado?” Si aflojo la brida de la prensa, no conseguiré permanecer en el poder ni un mes”, se cuenta que dijo ese día. Algunas semanas más tarde, repetirá: “¿Libertad de prensa? No, seguramente no existirá nunca. De otro modo yo debiera subirme a un coche y correr a refugiarme en una finca que diste cien millas de París”.  Ferrero escribe: Napoleón- tenía miedo.

Del análisis de esos dos casos – que podríamos ampliar con otros, como el muy conocido de Stalin- Ferrero saca una conclusión: Tanta coincidencia no es una casualidad. Quien ejerce el poder de forma ilegítima no solo provoca el miedo en la gente sometida, sino que lo sufre él mismo.

¿Nos sirve esto para comprender y predecir la conducta de Putin?