En una entrevista publicada en EL PAÍS, (4.6.23) Rodrigo Rato afirma: “Cometí muchos errores. Como todos los humanos, por vanidad”. ¿Por qué esa tan poderoso ese sentimiento? La palabra procede de vanus, hueco, vacío, y forma parte de un complejo campo semántico – el deseo de ser apreciado-, uno de los grandes motores de la acción humana. Lo estudié en una Monografía titulada “Fama, gloria, honor”.
Bertrand Russell resumía una opinión secular al decir que los dos grandes deseos humanos son el poder y la gloria. Ambos tienen en común que suponen una ampliación y afirmación del propio yo. Los humanos somos seres sociales y competitivos. Necesitamos ser aceptados, distinguirnos y ser reconocidos. Y algunos necesitan, además, dominar.
Buscar la gloria ha impulsado a los seres humanos a grandes hazañas. El deseo de ser reconocido, recordado y admirado era la pasión que movía la acción del héroe clásico. Era lo único que valoraba, porque era lo único que confería inmortalidad. En nuestra época glorificadora del individualismo, la autosuficiencia y la autonomía esto parece exagerado, pero en épocas comunitarias, en las que la salvación tenía que ser compartida, lo que los demás pensaran de una persona determinaba su puesto en la sociedad. Mantener una buena reputación, es decir, conseguir que los demás tuvieran una buena opinión de uno era imprescindible para sobrevivir. Todos vivimos del crédito, es decir, de que los demás crean en nosotros, que merezcamos su confianza.
Los moralistas cristianos, que fueron unos finos analistas de las pasiones, no supieron qué hacer con el deseo de gloria, de ser admirados. La gloria era el resplandor de lo valioso, por eso se la atribuían por antonomasia a Dios (el kabod de la religión mosaica. Era una propiedad intrínseca, que no dependía de la opinión de los demás, sino de la propia valía. Pero su esplendor necesitaba ser admirado por alguien. Según la teología cristiana, Dios creo el mundo para manifestar su gloria. El heterodoxo Celso (s.II d.C), en su Discurso verdadero, sacó una conclusión lógica. Si Dios necesita ser admirado y alabado es un Dios vanidoso. Baltasar Gracián, que vivió en la época de la vanidad y la apariencia, decía que Dios se pavonea en su creación. El afán de gloria, la magnanimidad aristotélica, incomodaba a los moralistas cristianos porque resultaba opuesto a la humildad, virtud esencial para ellos. La historia de las emociones y de la moral a veces es laberíntica. En el Catecismo del P. Ripalda que mi generación estudiaba en la escuela, se definía la soberbia como un “deseo desmedido de ser a otro preferido”. Santo Tomás la define como un “deseo de excelencia”, de sobresalir, y le parece el origen de todos los pecados. Pero ese afán de excelencia, le confiere a la vez, un carácter especial que el teólogo reconoce: “Es el único pecado compatible con la naturaleza espiritual del ángel más luminoso” ( Sum. Theol. I, 63, 2). No olviden que Lucifer fue un ángel al que perdió su soberbia. La soberbia es un pecado que no implica un descenso a la animalidad, como la gula, sino el deseo de ser como dios.
La búsqueda de la gloria puede extraviarse y dirigir su afán a metas vacías, a una “gloria vana”. “Vanagloriarse” es enorgullecerse de esa vaciedad. La palabra enlaza con “vanidad”, que ya no es el deseo de alcanzar la excelencia, de ser admirable, sino de ser admirado, aplaudido, halagado. Alejandro de Hales (1185-1245) estableció la distinción: Una cosa es la soberbia (que busca la excelencia) y otra la vanidad (que busca la alabanza por la alabanza, sin contenido). La vanidad se sostiene en la apariencia, en el oropel, en la imagen, hipertrofia la “personalidad social” que es mero reflejo de la opinión de los demás, de la popularidad. Su yo necesita ser continuamente corroborado por el elogio de los demás, porque fuera de él no es nada, es un ser vano.
Para lograrlo no le importa mentir, como ya señaló Teofrasto en Caracteres. Se vuelve ostentoso y cae en la jactancia, en la autoalabanza. Debe cuidar la apariencia y se convierte en un presumido. Son formas de suscitar el elogio. Hace unos años (1977) el Metropolitan Museum of Art de Nueva York organizó una exposición titulada “Vanity”. Lo que se exponía era una colección de “dressing tables”, de “tocadores”, de muebles para cuidar el embellecimiento. El espejo era herramienta para la vanidad, como contaba el mito de Narciso. La riqueza del vestuario, las joyas, la complejidad del peinado, eran artificios para distinguirse, para separarse. Boato significa etimológicamente “clamor”, aclamación ruidosa. Lo mismo que aplaudir. El lujo es un signo exterior de riqueza, y no va dirigido al disfrute personal, sino a despertar la admiración y la envidia de los demás. A tener la satisfacción de sentirse elegido, preferido, superior, poderoso.
El político, por ejemplo, corre el peligro de rodearse de palmeros que halagan su vanidad, a costa de eludir cualquier tipo de críticas.
El poder se nutre de la realidad y de las apariencias. Es vanidoso y se aprovecha de la vanidad ajena. Por eso tiende a la teatralización, como ha señalado Murray Edelman en su obra Constructing the Political Spectacle. Napoleón, que fue un habilísimo manipulador de las pasiones del poder, supo fomentar la vanidad de sus subordinados. Y la suya propia. Basta ver la minuciosidad con que preparó la ceremonia de su coronación como emperador.
El vanidoso es una especie de pordiosero vestido de gala. Suplica la limosna del elogio que necesita para sentirse grande y encontrarse acorde con su vestido. Sería una debilidad menor si, como señala Rato, no condujera a grandes errores. El político, por ejemplo, corre el peligro de rodearse de palmeros que halagan su vanidad, a costa de eludir cualquier tipo de críticas.
La implementación de los “Likes” ha sido uno de los descubrimientos más astutos de la industria digital, porque es un premio y como tal produce dependencia.
En este momento, las redes sociales están produciendo una explosión de vanidad, es decir de búsqueda de la aprobación ajena. La implementación de los “Likes” ha sido uno de los descubrimientos más astutos de la industria digital, porque es un premio y como tal produce dependencia. La personalidad real ha quedado vaciada, suplantada por esa imagen exterior que espera, a veces angustiosamente, ser reforzada.