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27.11.2022.- La persuasión como herramienta del poder

Ian Kershaw en su libro Personalidad y poder (Crítica 2022) estudia uno de los temas fundamentales de la Psicohistoria: ¿Qué importancia cabe atribuir a los individuos en la configuración de la historia? ¿Alteran fundamentalmente su rumbo o solo pueden canalizar fuerzas sociales ya existentes? El poder lo ejerce quien tiene la fuerza o quien dispone de cualquiera de las otras cuatro herramientas de dominación: los premios, los castigos, la capacidad de cambiar las ideas y la de alterar los sentimientos de las personas. Parte de esas herramientas dependen de las instituciones, de la posición del poderoso dentro de una organización, la de un presidente de gobierno o de un Banco, por ejemplo. Pero hay una estrictamente personal: la persuasión directa. No estoy, pues, refiriéndome al cambio de ideas provocado por los medios de comunicación, la propaganda o la presión del entorno, sino por una acción personal.

Como ocurre en tantas ocasiones, con la información que guarda mi archivo sobre este tema podría escribirse un libro. Tengo de mi archivo una idea un poco borgiana. Pienso que las redes que han ido estableciendo sus entradas contienen muchos libros posibles, que yo no conozco, en forma fragmentada y dispersa, como un puzzle antes de ser armado. Tal vez un avanzado programa de Inteligencia Artificial podría escribirlos por su cuenta. Niklas Luhmann pensaba lo mismo de su Archivo, al que consideraba la obra de su vida. No llego a tanto y, a pesar de lo apasionante del tema no quiero meterme en ese jardín.

“Los grandes motivadores tienen que apelar a los otros factores: el atractivo de la personalidad y las emociones”

Volvamos a la persuasión. Aristóteles dedicó a este tema una obra extraordinaria: Retórica.  En el libro II estudia tres formas de persuasión: la basada en la personalidad del emisor de los mensajes (ethos), la basada en las emociones (pathos) y la basada en los razonamientos (logos). Se trata, pues, de una influencia compleja, que el político debe saber manejar (Ética Nicomáquea 1094b). Pero los grandes filósofos griegos la miraban con recelo, porque la oponían a la ciencia. En esta no influyen ni la personalidad del científico, ni las emociones del emisor o del receptor. Solo el logos. Por desgracia, el razonamiento no tiene la fuerza movilizadora necesaria. Por eso los grandes motivadores tienen que apelar a los otros factores: el atractivo de la personalidad y las emociones. El atractivo de la personalidad enlaza con otro fenómeno político: el carisma, cuyo análisis dejaré para otro momento.

Mi lista de “grandes persuasores políticos” (y también religiosos) es amplia. Es fácil clasificarlos atendiendo a los factores señalados por Aristóteles que utilizaban más. Hitler persuadía por su personalidad y por la emocionalidad de su mensaje. Lo mismo sucedió a Kennedy, aunque, obviamente las emociones que movilizaban eran diferentes. Ronald Reagan fue un gran persuasor. Supo utilizar su atractivo personal, su capacidad de conectar emocionalmente con la gente, y un modelo político neoconservador claro y bien construido (También contó con un eficaz equipo de diseñadores de imagen y escritores de discursos). Margaret Thatcher era más argumentadora y emocionalmente más fría.

En Estados Unidos muchos expertos han descrito a los presidentes americanos del siglo XX como “retóricos” (Ceaser, James et alt. ‘The Rise of the Rhetorical Presidency,’ in Presidential Studies Quarterly, 1981, vol. 11, pp. 158-71). Estos presidentes aspiraban a gobernar la nación con “discursos populares dirigidos a las masas, un tipo de oratoria que los padres de la constitución miraban con recelo”.  Pensaban que era en los parlamentos donde se debían debatir los temas. La tarea de los representantes del pueblo era racionalizar las demandas y las soluciones. Hamilton, uno de los padres fundadores, escribió en El Federalista: “La historia nos enseña que casi todos los hombres que han derrocado las libertades de las repúblicas empezaron su carrera cortejando servilmente al pueblo; se iniciaron como demagogos y acabaron en tiranos”. ( Ivie, Robert. 1996. ‘Tragic Fear and the Rhetorical Presidency: Combating Evil in the Persian Gulf,’ in Martin J. Medhurst (ed.) Beyond the Rhetorical Presidency. Texas: Texas A&M University Press, p. 158.)

¿Tenían razón los fundadores de EEUU?

¿Es peligroso dirigirse directamente a la “opinión pública”?

Pero ¿no es esa realmente la esencia de la democracia?

La respuesta habrá de quedar para el próximo post.

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