La Biblia atesora una cantidad ingente de información para un antropólogo y para un psicólogo evolutivo. Cuenta la experiencia religiosa de un pueblo, que la aprovecha para construir su identidad social. Una historia que se remonta a dieciocho siglos antes de nuestra era, pero que va siendo transmitida, rehecha, interpretada continuamente. Lo importante es la evolución que narra. En el Pentateuco, Yahvé es un dios de la guerra, iracundo y vengativo. Y los humanos son gente de dura cerviz, aunque hayan sido hechos a imagen y semejanza de Yahvé. La historia de nuestra especie comienza al ser expulsados Adam y Eva del paraíso, por haber querido ser como dioses. Empezamos mal. Yahvé los maldice: “Mucho te haré sufrir en tu preñez, parirás hijos con dolor, tendrás ansias de tu marido, y él te dominará”. Y Adam es condenado a trabajar la tierra con el sudor de su frente. Tal vez era un lejano recuerdo del abandono de la vida de cazadores recolectores para dedicarse a la agricultura. Si la soberbia fue el pecado original de los ángeles, la desobediencia fue el de los primeros padres, y la envidia y la indignación motivaron el tercero: Caín mató a su hermano Abel, porque Dios -injustamente- prefirió la ofrenda de su hermano a la suya.
Los humanos son violentos y Yahvé -todavía uno de los dioses, no un dios único- es celoso y vengativo. Se arrepiente de haber creado al hombre. Recela del poder de los humanos y confunde sus lenguas para que no se entiendan. Manda el diluvio, aunque a última hora perdona a Noé. Castiga a Sodoma haciendo llover azufre y fuego. Ninguno de los patriarcas que aparecen en el Pentateuco es ejemplar. Abraham vendió a su mujer al faraón para salvar su propia piel. José era arrogante y egocéntrico; Jacob se mostró indiferente ante la violación de su hija Dinah. Los israelitas fueron oprimidos cruelmente por el imperialismo egipcio, pero cuando Yahvé quiere liberarlos utiliza los mismos procedimientos atroces: aterroriza a la población con terribles plagas, mata a sus hijos, y ahoga al ejército egipcio. Con la ayuda de Yahvé, Josué conquista la ciudad de Jericó, y en agradecimiento le ofrece como sacrificio a todos los habitantes: hombres, mujeres, niños, ancianos, incluso bueyes, ovejas y asnos. Todos mueren.
En el libro de los jueces se cuenta que la perversidad se había apoderado del pueblo: “En aquellos días no había rey en Israel y todo hombre hacia lo que quería”. Un juez ofreció a su propia hija como sacrificio humano, una tribu extermino a un pueblo inocente en lugar del enemigo que Yahvé les había señalado, un grupo de israelitas violo a una mujer hasta matarla, y en una guerra civil la tribu de Benjamín fue prácticamente exterminada. Los ancianos israelitas se presentaron ante su juez Samuel con una asombrosa petición: “Danos un rey para que nos gobierne como hacen otras naciones”. Lo interesante es que Samuel les advierte de que todo monarca acaba siendo un tirano. “Estos serán los derechos del rey que reinará sobre vosotros. Tomará a vuestros hijos y los asignará a su caballería, y correrán frente a sus carros. Los hará arar la tierra y cosechar sus cosechas y fabricar sus armas y el engranaje de sus carros, Se llevará a vuestras hijas (…). Cuando llegue ese día llorareis por el rey que os habéis concedido, pero es pedía Yahvé no os responderá”. El deseo de orden llama a las puertas del Poder.
Pero las cosas empiezan a cambiar a partir del siglo VIII. Yahvé se convierte en el único dios de Israel, que exige fidelidad absoluta, aunque tenga que conseguirla por la fuerza. Pero el siguiente paso es sorprendente: Dios se hace bueno y compasivo. La religión de moraliza. Con la llegada de la era axial, rechaza los sacrificios, protege a los débiles y a los pobres. El profeta Jeremías afirma en nombre de Yahvé que practicar la justicia es conocer a Dios:
La afirmación es contundente. Quien práctica la justicia conoce a Dios, “Me conoce, ¡conoce que yo soy el Señor, quien practica la bondad, justicia y rectitud en la tierra!” (Jeremías 9, 23).
Siglos más tarde, Jesús de Nazaret prolonga este cambio iniciado por los profetas y lo enlaza con la felicidad. ¿En qué consiste esa felicidad que promete Jesús? En poseer el reino de los cielos, en recibir en herencia la tierra, en ser consolados, en saciar los deseos de justicia, en recibir misericordia, en ver a Dios, en ser llamados hijos de Dios, en obtener una recompensa en el cielo. ¿Y cómo se puede conseguir esa felicidad?
Siendo humilde, manso, víctima, padeciendo injusticias, siendo misericordiosos, limpios de corazón, trabajando por la paz. Al menos así lo dice el evangelio de Mateo.
La relectura de la Biblia desde la óptica Gamma me ha resultado fascinantemente nueva.
”Tu padre, ¿no comía y bebía?
¡Pero practicaba la justicia y la equidad!
Por eso todo le iba bien.
Juzgaba la causa del desgraciado y del pobre.
Por eso todo e iba bien.
¿No es eso conocerme? Oráculo de Yahvé”
La afirmación es contundente. Quien práctica la justicia conoce a Dios, “Me conoce, ¡conoce que yo soy el Señor, quien practica la bondad, justicia y rectitud en la tierra!” (Jeremías 9, 23).
Siglos más tarde, Jesús de Nazaret prolonga este cambio iniciado por los profetas y lo enlaza con la felicidad. ¿En qué consiste esa felicidad que promete Jesús? En poseer el reino de los cielos, en recibir en herencia la tierra, en ser consolados, en saciar los deseos de justicia, en recibir misericordia, en ver a Dios, en ser llamados hijos de Dios, en obtener una recompensa en el cielo. ¿Y cómo se puede conseguir esa felicidad?
Siendo humilde, manso, víctima, padeciendo injusticias, siendo misericordiosos, limpios de corazón, trabajando por la paz. Al menos así lo dice el evangelio de Mateo.
La relectura de la Biblia desde la óptica Gamma me ha resultado fascinantemente nueva.