La evolución biológica humana se dio en dos niveles: uno individual y otro grupal. Aquel favorece el éxito del individuo (el gen egoísta, que popularizó Dawkins); éste, el éxito del grupo. Como resultado ha emergido una dualidad en la intimidad del sapiens. Durkheim habla de homo dúplex. Los antiguos griegos hablaban de aner dypsijós. Psicológicamente supone una esquizofrenia en nuestros sistemas afectivos y morales. Tenemos motivaciones y sentimientos egoístas y altruista. Como dijo el prudente Kant, somos solidariamente insolidarios, lo que nos condena a una historia llena de altibajos y contradicciones.
La búsqueda de la felicidad personal impulsó la integración en grupos, que pueden exigir el sacrificio personal. Estamos presenciándolo en directo en la guerra de Ucrania. La defensa de la libertad individual -que se consigue mediante la pertenencia a una nación libre- hace que los individuos estén dispuestos a morir por preservar esa libertad, de la que no van a disfrutar. Estas contradicciones no se entienden si no comprendemos esa duplicidad que la evolución ha establecido en nuestros sistemas afectivos. Habrá deseos, emociones individuales y felicidad individual; y deseos, emociones y felicidades colectivas.
”El placer no es más que un artificio imaginado por la naturaleza para obtener del ser vivo la conservación de la vida; no indica la dirección en que la vida está lanzada. Pero la alegría anuncia siempre que la vida ha triunfado, que ha ganado terreno, que ha conseguido una victoria: toda gran alegría tiene un acento triunfal
Henri Bergson
Tal vez sea la alegría la emoción más cercana a la felicidad. Hace ya muchos años, cuando era un fervoroso lector de Henri Bergson -un gran filósofo, premio Nobel de literatura-, me impresionó la distinción que hacía entre “placer” y “alegría”. «El placer no es más que un artificio imaginado por la naturaleza para obtener del ser vivo la conservación de la vida; no indica la dirección en que la vida está lanzada. Pero la alegría anuncia siempre que la vida ha triunfado, que ha ganado terreno, que ha conseguido una victoria: toda gran alegría tiene un acento triunfal». Covarrubias recordaba que el latín “laetitia”, derivado de “latus”, indicaba que la alegría era un sentimiento de amplitud, mientras que su opuesto, la angustia, era un sentimiento de estrechez. Hay situaciones de alegría compartida, como son las fiestas.
Hay también fenómenos de alegría colectiva, que resultan interesantes para un historiador de la felicidad. Los ha estudiado Barbara Ehrenreich en Una historia de la alegría. El éxtasis colectivo de la Antigüedad a nuestros días (Paidós, 2008). El baile colectivo, por ejemplo, es una “biotecnología” casi universal para cohesionar grupos. La autora se sorprende al descubrir que la psicología se ha interesado poco por la felicidad colectiva. Los sociólogos se habían interesado más. Durkheim habló de la “efervescencia colectiva” que pueden generar los rituales grupales. Señalaba que, como homo dúplex, vivimos la mayor parte de nuestra vida en el mundo profano, pero alcanzamos nuestras mayores alegrías en esos breves momentos de transito al mundo sagrado, en los que nos convertimos en “una parte de un todo”.
Una adaptación laica y moderna de esa experiencia religiosa y ancestral son los grandes conciertos de música pop, en los que se reúnen decenas de miles de personas, o los bailes “rave”. Son fenómenos que merecen ser estudiados. Tony Hsieh, en su autobiografía –Delivering Happiness– cuenta el resultado de asistir a una de esas sesiones: “Lo que experimenté cambió para siempre mi forma de ver las cosas (…) Sí, las decoraciones y los láseres estaban bien y, sí, aquella era la sala única más grande llena de gente bailando que había visto nunca. Pero ninguna de esas cosas explicaba el sentimiento de asombro que estaba experimentando (…) Yo, que me caracterizo por ser la persona más racional y lógica de mi grupo, me sorprendí ante una abrumadora sensación de espiritualidad. No es un sentido religioso, sino en un sentido de conexión profunda con todos los que estaban allí, así como con el resto del universo. Había un sentimiento de ausencia de juicio. No había sensación de autoconciencia o de que alguien bailara para ser visto bailando (…) Todos bailaban de cara al DJ. Era como si todos le adoraran. La sala parecía albergar una inmensa y unida tribu de miles de personas y el DJ parecía ser el líder tribal del grupo(..)Era como si la existencia de la conciencia individual hubiera desaparecido y la hubiera reemplazado una sola conciencia tribal unificadora”.
Los líderes transformadores tienen habilidad para convertir “individuos aislados en miembros de un grupo más grande” (Kaider, R. y Hogan, R. “What We Know About Leadership”). Un ejemplo del punto de vista de un líder político: “(No vemos) al hombre como un individuo solo, egocéntrico, sujeto a una ley natural que instintivamente lo impulsa hacia una ida de placeres egoístas pasajeros; no vemos no solo al individuo, sino a la nación y al país; individuos y generaciones unidos por una ley moral, con tradiciones comunes y una misión que , suprimiendo el instinto de vida centrado en un breve círculo de placer, constituye una vida superior (…) en la que puede lograr esa existencia puramente espiritual en la que consiste su valor como hombre”.
Esta visión de una vida aparentemente noble es la que defendía Benito Mussolini en La doctrina del fascismo. Un sentimiento de euforia colectiva que puede desencadenar una formidable energía.