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Las ideas políticas de Daniel Innerarity siempre me resultan interesantes, por eso he leído su libro La sociedad del desconocimiento, en cuanto ha salido. Trata en él temas muy diversos, pero bajo un único marco conceptual: tenemos que vivir en la incertidumbre, la ignorancia, la complejidad desbordada, y en ese escenario tenemos que tomar decisiones. Estamos, pues, ante el desafío de aprender a gestionar esa incertidumbre (26). Vuelve a tratar los temas que expuso en Una teoría de la democracia compleja, a la que vuelvo, porque me parece su obra más sistemática.  En este plantea tan bien los problemas provocados por el exceso de información y la dificultad de tomar decisiones que cuando llega a las soluciones coge al lector abrumado y escéptico. Según el autor, “vivimos en sociedades sin centro, donde el lugar del poder está vacío, pero encuentra que la dispersión de la gobernanza es más eficaz que un poder central porque puede reflejar mejor la heterogeneidad de las preferencias del ciudadano” (142).

Innerarity reconoce que es difícil unificar dos lógicas: la de la espontaneidad social de las preferencias y la lógica política que las racionaliza y las pone en práctica.

Reconozco que no veo claro que el sistema de preferencias -válido para el mercado- sea también válido para la organización política. Innerarity reconoce que es difícil unificar dos lógicas: la de la espontaneidad social de las preferencias y la lógica política que las racionaliza y las pone en práctica. Aún más difícil es saber quién se encargará de esa tarea. Los individuos, no, porque la sociedad actual no es visible ni inteligible (Lippman), es inabarcable y nadie la entiende (Wilkes), vive la desesperación del excesivamente informado (Luhmann), la democracia deliberativa supone una excesiva carga cognitiva (Habermas) y los expertos no son de fiar. Los caminos parecen cerrados. Los ciudadanos no están suficientemente informados para decidir sobre asuntos complejos y los que están bien informados tampoco se libran del sectarismo y la miopía (Zaller). “El problema no es que el público sepa muy poco, sino que nadie sabe lo suficiente” (Sniderman, Brody y Tetlock). Duda incluso de que se pueda hablar de falsas informaciones ya que ”en las democracias liberales no hay ni puede haber ningún consenso acerca de qué es verdadero y qué es falso”. No importa mucho porque, a su juicio, la justificación última de la democracia no es la verdad, sino la libertad e, incluso, como señaló Rawls, una cierta concepción de la verdad podría ser incompatible con la democracia.

 

Tras este desalentador panorama, Innerarity ofrece una solución: desarrollar la “inteligencia colectiva”, que permite aprovechar los conocimientos distribuidos. Las personas no pueden comprender la complejidad y tomar buenas decisiones, pero el sistema democrático, considerado como una organización inteligente, si puede. O, al menos, es el que está en mejores condiciones de hacerlo. Por ello, la tarea del gobierno es desarrollar esta inteligencia, y fomentar el aprendizaje colectivo, la inteligencia de la democracia (Lindblom).

Llevo mucho tiempo diciendo que no hemos entrado en la sociedad del conocimiento, sino en la sociedad del aprendizaje, y estudiando la “Inteligencia compartida”, es decir, los fenómenos emergentes que surgen de la interacción de las inteligencias individuales. Creo que hay sociedades más y menos inteligentes, dependiendo de su “capital comunitario” (es decir, de su capacidad para resolver problemas), y he escrito mucho sobre la “inteligencia de las organizaciones” y sobre las “organizaciones que aprenden y crean conocimiento”. Esto quiere decir que estoy de acuerdo con lo que dice Innerarity. Pero mi vocación pedagógica me obliga a dar un paso más y preguntar cómo se puede llevar a la práctica.

No hay más inteligencia real que la individual. Sin embargo, podemos considerar que existe una “inteligencia objetivada”, al alcance de todas las personas. Todas las herramientas tienen ese carácter. Su forma es el sedimento de muchas experiencias. Da igual que sea una azada que el último ordenador. Las instituciones son también inteligencia objetivada, y pueden ser, por supuesto, mejores o peores. Son más inteligentes las que resuelven mejor los problemas para los que se inventaron. Pero esa “Inteligencia objetivada”, institucionalizada, no basta, porque son los individuos quienes tienen que utilizarlas, comprobar su eficacia, reformarlas si es necesario. Por eso, necesitamos desarrollar la “inteligencia ciudadana”, que es aquella que sabe colaborar en la construcción de la compartida, lo que no es fácil. La teoría de Habermas, que pretendía resolver los conflictos mediante un diálogo en igualdad de condiciones de todos los afectados, no funcionaba si previamente no había el firme propósito de resolverlo.

La Inteligencia colectiva, compartida, objetivada supone que todos sus participantes deben participar en el proceso de “aprendizaje adaptativo”, para aprender a resolver los problemas. He hablado muchas veces de ello en referencia al problema catalán.

Cuando estaba a punto de publicar este texto, recibo El libro de la inteligencia colectiva, de Amalio A. Rey, que comentaré dentro de unos días.