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La evolución es la clave

Por 1 de noviembre de 2021febrero 1st, 2022Art. El Panóptico, Número 39, Relevante
La evolución humana Panóptico 39 Destacada

La semana pasada participé en un diálogo acerca de la evolución con María Martinón-Torres, paleontóloga, directora del Centro Nacional de Investigaciones sobre la Evolución Humana (CENIEH). Estuvo organizado por la Fundación Pfizer, y moderado por Luis Quevedo.  Me interesó mucho este encuentro porque nuestros campos de investigación son complementarios. María estudia la evolución biológica y yo estudio la evolución cultural.

Es cierto que cada vez es más difícil separar ambas. Una característica de nuestra especie es que crea cultura, y la cultura la recrea. No es, pues, un añadido exterior a nuestra dotación genética, sino que es un componente más de ella. La evolución de nuestra especie ha pasado por tres etapas: una puramente biológica, que duró millones de años; una segunda de interacción genes-cultura, que se inició cuando los homínidos comenzaron a ser capaces de manejar algún pensamiento simbólico, fabricar herramientas y, un par de millones de años después, inventar el lenguaje; por último, en una tercera etapa, tal vez durante los últimos cuarenta mil años, la cultura se convierte en la directora de la evolución. Y en esa estamos.

La evolución biológica está impulsada fundamentalmente por las mutaciones y la selección natural de esas mutaciones. Pero con la cultura aparece una nueva y potentísima fuerza evolutiva: el aprendizaje. La cultura es el conocimiento acumulativo que se transmite de una generación a otra. Situar el aprendizaje en el centro de nuestra evolución es reconocer que quienes nos dedicamos a estudiar la educación nos ocupamos de una actividad que constituye al ser humano. Los sapiens aprendemos por imitación, por adaptación al entorno y, sobre todo, porque educamos a nuestras crías. Esta podría ser la mejor definición de nuestra especie. La de “animales racionales” resulta demasiado imprecisa.

Los sapiens aprendemos por imitación, por adaptación al entorno y, sobre todo, porque educamos a nuestras crías.

Agradezco a Kevin Laland, especialista en biología evolutiva, sus esfuerzos para demostrar que la enseñanza -es decir, el aprendizaje dirigido- es el gran motor de la evolución humana. Les recomiendo su libro Darwin’s Unfinished Symphony. Como no quiero ser injusto, recordaré los nombres de otros investigadores prominentes en este campo: M.W. Feldman, R. Boyd, P.J. Richerson, J. Henrich y, desde un punto de vista más filosófico a Daniel Dennet. Todos sirven de referencia a El Panóptico.

Lo que nos interesa es destacar que la interacción de los tres sistemas de aprendizaje acaba provocando cambios que se transmiten por herencia. El hecho era ampliamente conocido. Los humanos adultos éramos intolerantes a la lactosa y, sin embargo, cuando la domesticación del ganado nos permitió acceder a la leche como fuente nutritiva abundante (hace unos diez mil años) la selección acabó premiando a los que podían tolerarla y, al final, lo somos casi todos. Cocinar los alimentos permitió disminuir el tamaño del sistema digestivo humano, con lo que se pudo dedicar más energía a alimentar un órgano glotón, como es el cerebro. También se sabía que nuestros ancestros prehistóricos estaban preparados para convivir en comunidades pequeñas, como otros animales grupales. Pero la cultura empujo hacia la ciudad, es decir, a tener que convivir con mucha gente desconocida. Entonces surgió la necesidad de establecer reglas y de obedecerlas. Los individuos “dóciles” eran más adecuados para vivir en sociedad. (He de recordar que “dócil” procede de “docere”, que significa “aprender”). Los experimentos de Belyaev sobre la domesticación de zorros demostró que, si la conducta dócil era premiada, al cabo de pocas generaciones los zorros adiestrados habían llegado a alterar no solo su comportamiento, sino algunos rasgos anatómicos.

La evolución ha fomentado la moralización de los humanos: el respeto a las normas, la expansión de la sociabilidad, la cooperación y la compasión

Desde el Panóptico -es decir, desde la Ciencia de la evolución de las culturas que lo fundamenta- se divisan temas de importancia transcendental para nuestro futuro. Como he mencionado, la evolución ha fomentado la moralización de los humanos: el respeto a las normas, la expansión de la sociabilidad, la cooperación y la compasión. Pero en Biografía de la Inhumanidad estudié los casos de colapso ético, en el que la compasión y las normas morales desaparecen. Esos fenómenos favorecen la idea de que la moral es solo un barniz (moral veneer), que no ha calado en nuestra naturaleza. El primatólogo Frans de Waal ha defendido la tesis contraria: los comportamientos morales son una creación evolutiva ya esbozada en otros primates.

Un hábito acaba convirtiéndose en un instinto

Richard Nisbett estudió una variación que ha tenido que desarrollarse en pocos siglos. En Culture of honor intenta explicar por qué en el sur de EEUU se dan más asesinatos por honor que en el resto del país. No se trata de una violencia generalizada, porque el número del resto de asesinatos con otras motivaciones es muy parecido. Su respuesta es que la educación de estos Estados durante siglos ha dado demasiada importancia a la reputación y a la necesidad de vengar inmediatamente cualquier atentado contra ella. Es, pues, un componente cultural, pero que ha influido en el mecanismo de dos hormonas -cortisol y testosterona- que dirigen los comportamientos agresivos.

Las dudas acerca de si estos cambios afectaban más o menos profundamente a nuestra naturaleza derivaban en que no se conocía el mecanismo que podía convertir en hereditarios comportamientos aprendidos. La teoría de Lamarck que lo admitía, había sido rechazada. Sin embargo, en cierto sentido reapareció, aunque cambiada. Se recuperó la teoría enunciada por un psicólogo a finales del XIX –James Baldwin– y se elaboró una nueva teoría de la evolución que incluía como factor importante la “construcción del nicho”.  Cuando el entorno -el nicho- cambia, los individuos que aprenden con más rapidez a adaptarse a él ejercen una presión selectiva que dirige la evolución. Baldwin lo dijo con una frase contundente: un hábito acaba convirtiéndose en un instinto.