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¿Es de fiar la opinión pública?

Por 15 de octubre de 2021febrero 1st, 2022Art. El Panóptico, Número 38, Relevante
Es de fiar la opinión públicaPanóptico 38 Portada

“Opinión pública” es otro de los conceptos a incluir en el “Diccionario de conceptos políticos confusos” que me gustaría escribir. En los setenta Harwood Childs recogió todas las definiciones y, ante la imposibilidad de unificarlas, pensó que era mejor prescindir del término. Pero sigue rodando. Vulgarmente se entiende como “lo que piensa la gente”, se investiga mediante encuestas y sondeos, y se considera que hay que tenerla en cuenta en el debate político y en la acción de gobierno. Lo que atrae el interés es su estrecha relación con el poder, asunto que fascina siempre.

Metternich dijo con envidia de Napoleón: “los periódicos le valen lo que un ejército de trescientos mil hombres”. Bertrand Rusell sostuvo que la opinión es omnipotente y que es el origen de todas las demás formas de poder. Sin llegar a esos extremos todos los tratadistas políticos están de acuerdo en que el poder político necesita el apoyo de los ciudadanos.

Teorías de la opinión pública

Aunque la política siempre ha tenido necesidad de conocer, manejar y aprovechar la opinión pública, su influencia en la política queda instituida en la democracia. En 1926. Dicey y Lowell la definieron como “el gobierno de la opinión”. Ochenta años después, Sartori decía lo mismo. “El hecho de conducir la opinión se coloca en el centro de todos los procesos de la política contemporánea”. Edward Bernays, importante figura de la industria de las relaciones públicas, explicó en 1928 que la “idea esencial del progreso democrático es la libertad de persuadir y sugerir”. Añadió: “La manipulación consciente e inteligente de los hábitos y las opiniones organizadas de las masas es un elemento importante en una sociedad democrática. Son las minorías inteligentes las que precisan recurrir continua y sistemáticamente al uso de la propaganda”. En esta hora de la “propaganda total”.

El pueblo no siempre tiene razón

Así las cosas, a la pregunta sobre si la opinión pública es fiable -o de si el pueblo tiene siempre razón- hay que responder: No. El pueblo puede tomar decisiones autodestructivas, como sucedió con la elevación democrática al poder de Hitler. Sospecho, aunque no puedo demostrarlo, que Franco, al menos en algunas etapas de su dictadura, hubiera sido elevado al poder democráticamente.

Dos tipos de “opinión pública”

La ambigüedad del concepto deriva de la existencia de dos tipos de “opinión pública”. La primera es un hecho sociológico: el agregado de las opiniones, creencias, sentimientos de la gente. Lo llamaré “opinión pública agregativa”. Es un concepto de la “política ancestral”, de la de siempre. Los gobernantes han tenido que saber manejarla y los sistemas democráticos son una vía de unión de la “opinión pública” con el sistema político, mediante el sufragio universal. De ahí que la “Psicología política” estudie la formación de la opinión pública relacionándola con la psicología del elector. Los medios de adoctrinamiento, propaganda, educación intentan formarla. Hamilton, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, escribió en El Federalista: “La historia nos enseña que casi todos los hombres que han derrocado las libertades de las repúblicas empezaron su carrera cortejando servilmente al pueblo; se iniciaron como demagogos y acabaron en tiranos”.

La segunda idea de “opinión pública” no se refiere a lo que la gente piensa o siente, sino a lo que sería bueno que pensara o sintiera. No es una situación sino un proceso. No pertenece a la “política ancestral” sino a la “política ilustrada. Su punto de partida es la distinción entre el “espacio social y geográfico” de convivencia y el “espacio público”. Este no está ocupado por el vecino, sino por el ciudadano. Es el ámbito donde se discute racionalmente sobre la “res publica”, sobre los asuntos que conciernen a todos.

La democracia representativa se basa en la negociación entre intereses; la deliberativa se basa en el poder de los argumentos

Sus defensores distinguían el “pueblo” (palabra peyorativa) del “público”, que participaba racionalmente en los debates. Mediante el voto, la “opinión publica agregativa” conduce a la democracia representativa. La “opinión publica ilustrada”, en cambio, permitiría la existencia de una “democracia deliberativa”. La primera es vulnerable a los adoctrinamientos, la segunda se libraría de ellos por su capacidad crítica. Una está basada en la razón privada, la otra, como decía Kant, en el “uso público de la razón”. En términos de Rousseau, aquella expresaría la “voluntad de todos” y esta la “voluntad general”. La democracia representativa se basa en la negociación entre intereses; la deliberativa se basa en el poder de los argumentos. En una, las ideas de los negociadores salen igual que entran, lo único que cambia son las cosas conseguidas; en la otra, los participantes aprenden en el proceso de deliberación, y pueden producirse ideas nuevas en el debate. En una, las mayorías se imponen a las minorías; en la otra las minorías pueden prevalecer, porque tal vez sus argumentos sean más poderosos. Es la lucha entre una democracia del poder de los números y una democracia del poder de la razón. Una democracia puramente representativa de intereses no puede interesarse por el bien común. Una democracia deliberativa, sí.

Los mensajes políticos se han infantilizado progresivamente

La política ancestral, se basa en el manejo de la opinión pública, y el político intenta conseguirlo rebajando el nivel racional de sus mensajes y aumentando su carga emocional. Un estudio de Kayla N. Jordan analizando más de 33.000 textos de todos los presidentes de EEUU desde el siglo XVIII, 5.000 novelas y más de dos millones de artículos del The New York Times, llega a la conclusión de que los mensajes políticos se han infantilizado progresivamente. A la misma conclusión llega en España Antonio Rivera (Antología del discurso político): “La sociedad de masas y sus instrumentos de comunicación, lejos de complejizar los procedimientos, nos ha llevado a la simplificación de los discursos”. En 2015, el Boston Globe analizó los discursos de los candidatos a la presidencia, utilizando el algoritmo Flesch-Kincaid readability test. Oscilaban entre el nivel de comprensión para niños de 11-12 años, hasta los más sofisticados – los de Hillary Clinton- comprensibles para 14-15. Resultados parecidos encontró Smart Politics, un grupo de estudio apoyado por la Universidad de Minnesota, y Elvin Lim, en  “The Anti-Intellectual Presidency: The Decline of Presidential Rhetoric from George Washington to George W. Bush,

La conclusión más pesimista de esta situación la saca Dan Kahan, de la Universidad de Yale, con su teoría del razonamiento políticamente motivado, que sostiene que en los debates políticos el participante no quiere razonar, sino ganar. Situación que ha resumido Ezra Klein en un conocido artículo titulado “How Politics Make Us Stupid”.

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