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La percepción de la posibilidad

Podemos mirar la realidad de dos maneras. Una, pretendiendo conocerla. Es lo que hace la ciencia. Otra, aspirando a descubrir en ella posibilidades nuevas. Es lo que hace la inteligencia creadora, sea artística, política, técnica o empresarial, que se convierte así en parte esencial del talento. Nos interesa, por ello, saber si puede desarrollarse.

Descubrimos posibilidades en las cosas cuando vamos hacia ellas con un proyecto en la cabeza. Son las distintas acciones que puedo realizar con una cosa o una idea, el conjunto de operaciones transformadoras, de esquemas de acción, de modelos distintos, en los que puedo integrarlas. Para una mente pasiva no existen posibilidades.

Un proyecto es una irrealidad pensada, a la que quiero convertir en realidad. Desde el punto de vista psicológico, cuando me propongo uno es como si desplegara una antena que me permite captar aspectos de la realidad que antes me parecían insignificantes. En este se asemeja a la percepción de lo relevante, de la que hablé en los post anteriores.

Un proyecto desencadena actividades de búsqueda. Quiero aumentar la productividad de una fábrica y necesito reducir costes. Analizo las partidas: salarios, gastos financieros, gastos de mantenimiento del stock, mejoras técnicas, etc. Los directivos de Toyota se fijaron en el coste de los stocks de piezas para alimentar las cadenas de producción. Descubrieron la posibilidad de eliminar ese coste haciendo llegar las piezas desde los fabricantes a la línea de montaje. Just at time.

Las preguntas son una técnica eficaz para dirigir la búsqueda. Por eso, el talento de una persona se detecta con facilidad en las preguntas que hace. Determinan la marcha del pensamiento. Imaginad que en medio de una carretera desierta tenéis un pinchazo. Abrís el maletero y comprobáis que no tenéis gato. Ante esta situación, podéis haceros dos preguntas: ¿Dónde podría encontrar un gato? O, ¿cómo podría elevar el coche sin un gato? Cada una de ellas os lanza por un camino diferente. Las preguntas son, pues, una manera de conseguir que la realidad nos explique sus posibilidades: ¿Qué pasaría si…? ¿Cómo podría…? ¿Con qué podría relacionarlo…? ¿A qué otro problema se parece…? Un “tratado del preguntar” debería ser parte esencial de la educación del talento. Una de las funciones del pensamiento es encontrar posibilidades en la realidad iniciando proyectos y respondiendo a preguntas.

Voy a transcribirles un caso extraordinario y divertido. Sir Ernest Rutherford, padre de la física nuclear y Premio Nobel de Química en 1908, solía contar la siguiente anécdota:

“Hace algún tiempo, recibí la llamada de un colega. Estaba a punto de poner un cero a un estudiante por la respuesta que había dado en un examen de física, pese a que éste afirmaba con rotundidad que su respuesta era absolutamente acertada. Profesores y estudiantes acordaron pedir arbitraje de alguien imparcial y fui elegido yo.

La pregunta del examen era: Demuestre como es posible determinar la altura de un edificio con la ayuda de un barómetro. La respuesta del estudiante fue la siguiente: lleve el barómetro a la azotea del edificio y átele una cuerda muy larga. Descuélguelo hasta la base del edificio; marque y mida. La longitud de la cuerda es igual a la altura del edificio.

Realmente el estudiante había planteado un serio problema con la resolución del ejercicio, porque había respondido a la pregunta correcta y completamente. Por otro lado, si se le concedía la máxima puntuación, podría alterar el promedio de su año de estudios, obtener una nota mas alta y así certificar su alto nivel en física; pero la respuesta no confirmaba que el estudiante tuviera ese nivel. Sugerí que se le diera al alumno otra oportunidad. Le concedí seis minutos para que me respondiera la misma pregunta pero esta vez con la advertencia de que en la respuesta debía demostrar sus conocimientos de física.

Habían pasado cinco minutos y el estudiante no había escrito nada. Le pregunté si deseaba marcharse, pero me contestó que tenía muchas respuestas al problema; su dificultad era elegir la mejor de todas. Me excusé por interrumpirle y le rogué que continuara. En el minuto que le quedaba escribió la siguiente respuesta: coja el barómetro, láncelo al suelo desde la azotea del edificio y mida el tiempo de caída con un cronómetro. Después aplique la formula altura = 0,5 por la gravedad y por el tiempo al cuadrado, y así obtenemos la altura del edificio. En este punto le pregunté a mi colega si el estudiante se podía retirar. Le dio la nota más alta.

Tras abandonar el despacho, me reencontré con el estudiante y le pedí que me contara sus otras respuestas a la pregunta.
-Bueno, hay muchas maneras. Por ejemplo, coges el barómetro en un día soleado y mides la altura del barómetro y la longitud de su sombra. Si medimos a continuación la longitud de la sombra del edificio y aplicamos una simple proporción, obtendremos también la altura del edificio.
-Perfecto, ¿y de otra manera?
-Sí. Este es un procedimiento muy básico para medir un edificio, pero también sirve. En este método, coges el barómetro y te sitúas en las escaleras del edificio en la planta baja. Según subes las escaleras, vas marcando la altura del barómetro y cuentas el numero de marcas hasta la azotea. Multiplicas al final la altura del barómetro por el número de marcas que has hecho y ya tienes la altura.
-Ese es un método muy directo.
-Por supuesto. Si lo que quiere es un procedimiento mas sofisticado, puede atar el barómetro a una cuerda y moverlo como si fuera un péndulo. Si consideramos que cuando el barómetro está a la altura de la azotea, la gravedad es cero y si tenemos en cuenta la medida de la aceleración de la gravedad al descender el barómetro en trayectoria circular al pasar por la perpendicular del edificio, de la diferencia de estos valores, y aplicando una sencilla fórmula trigonométrica, podríamos calcular, sin duda, la altura del edificio. En este mismo estilo de sistema, atas el barómetro a una cuerda y lo descuelgas desde la azotea a la calle. Usándolo como un péndulo puedes calcular la altura midiendo su periodo de oscilación.

En fin, concluyó, existen otras muchas maneras. Probablemente, la mejor sea coger el barómetro y golpear con él la puerta de la casa del conserje, y cuando abra, decirle: ‘Señor conserje, aquí tengo un bonito barómetro. Si usted me dice la altura de este edificio, se lo regalo’.

En este momento de la conversación, le pregunté si no conocía la respuesta convencional al problema. Dijo que la conocía, pero que durante sus estudios, sus profesores habían intentado enseñarle a pensar”.

La respuesta convencional al problema era que la diferencia de presión marcada por un barómetro en dos puntos diferentes nos proporciona la diferencia de altura entre estos puntos.

Aquel estudiante, a quien sus profesores habían enseñado a pensar, se llamaba Niels Bohr, físico danés, quien se basaría en las teorías de Rutherford, para publicar su modelo atómico en 1913, obteniendo el premio Nobel de Física en 1922.

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