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Artículos en prensa

Espacio de materiales de contrucción donde encontrarás los artículos de prensa de José Antonio Marina.

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La necesidad de comprender

1.- Reivindicación de la Filosofía como ciencia 

Escribo este artículo para la revista JU’UNEA el día en que cumplo ochenta y cinco años. Es un buen pretexto para  examinar mi vida profesional, que ha estado dedicada a estudiar la inteligencia humana, sus creaciones, y los criterios  para evaluarlas. Este es, a mi juicio, el objetivo de la Filosofía como ciencia estricta y rigurosa. No pretendo escribir un  relato autobiográfico, sino explicar a los alumnos de esta Universidad que la propia marcha del conocimiento impulsa a  una visión total y sistemática de la realidad. Conviene insistir en ello, porque, en un momento en que la ciencia se hace  inexorablemente más especializada, necesitamos recuperar una visión más amplia si queremos comprender lo que estamos  haciendo, y lo que deberíamos hacer. Lo importante es comprender. Podría resumir mi objetivo filosófico en una frase:  Hay que conocer para comprender, y hay que comprender para tomar buenas decisiones y actuar. Es fácil darse cuenta de  que la expresión “buenas decisiones”, introduce la evaluación (es decir, los valores) en la entraña misma de la inteligencia,  lo que no dejará de plantear problemas complejos, pero inevitables. 

Conviene recuperar la necesidad de comprender, de integrar nuestros conocimientos, nuestra experiencia, dentro de un  marco en el que encuentren significado. En uno de sus últimos libros, De las bacterias a Bach, Daniel Dennet ha mostrado  su inquietud ante el desdén por la comprensión que muestra la cultura actual. Nos basta con usar las cosas, o con tener  una idea fragmentaria, inconexa, impresionista, de la realidad. El sujeto es un conjunto de experiencias y de relaciones  sin consistencia ni estructura, un collage, y el yo es una ficción. En filosofía se desconfía de lo universal, se glorifica la  opinión subjetiva, el relato identitario, y se condena todo intento de elaborar un sistema, como si fuera una pretensión  imperialista. Sin embargo, la ciencia es un sistema, no un chisporroteo de ocurrencias, y mi idea es que la Filosofía debe  ser una ciencia, buscar lo universal y considerar las “filosofías subjetivas” como un interesante género autobiográfico, en  el que los autores nos describen su propia concepción del mundo, y en el que lo interesante sustituye a lo verdadero.  Cuando Francisco de Asís nos dice que ve en la naturaleza el esplendor divino y Jean Paul Sartre que ve una proliferación  superflua y repelente, están dándonos sus opiniones, están hablando de ellos, no de la naturaleza. La Filosofía debe  conocerlas como ejemplo de experiencias humanas, como también debe conocer las diferentes culturas. Individuos y  culturas se han enfrentado a los mismos problemas a lo largo de la historia, pero los han solucionado de diferentes  maneras, que la Filosofía debe conocer para compararlas y comprobar si unas son mejores que otras. Después de la  campaña que la filosofía posmoderna ha hecho contra el concepto de verdad, me parece necesario reivindicar su  posibilidad no solo en ciencia, sino también en Filosofía. Además, frente a la idea de que en Filosofía no hay progreso,  porque es un mero debatirse con problemas irresolubles, defiendo que podemos hablar de un progreso filosófico. Un  ejemplo: nadie duda de la genialidad de Platón, pero la descripción aristotélica del conocimiento supera la suya, y la de  Kant supera la de Aristóteles. 

2.- La necesidad de aprender 

La pretensión de ir más allá de las filosofías subjetivas me ha obligado a recorrer un largo proceso de aprendizaje, que me ha ido guiando, y en el que he ido de sorpresa en sorpresa. Quiero contar esa experiencia a los alumnos de la  Universidad La Salle para que comprendan que la búsqueda de una visión sistemática de la Filosofía no es un capricho.  La realidad no es un agregado de trozos inconexos, sino una totalidad estructurada, lo que hace que la división en dominios  científicos sea meramente pragmática y que el proceso investigador tenga que pasar inevitablemente de un tema a otro.  Como estudiante de filosofía estudié con aplicación la filosofía griega, la escolástica medieval (ahora desdeñada en los  estudios universitarios), los minuciosos empiristas ingleses, al gran Spinoza, a Kant y el idealismo alemán. Pero fue la  figura de Edmund Husserl la que me impactó más. Para mí tenía el atractivo adicional de haber comenzado su obra con  una “Filosofía de la Aritmética”, un campo que me apasionaba. Lo mismo me sucedía con la ciencia. De hecho, el primer  artículo que publiqué fue sobre Física, entusiasmado por su colosal revolución durante el primer tercio del siglo XX. Los  descubrimientos de Planck, Einstein, Heisenberg, Bohr, de Broglie, Schrödinger, Dirac, me parecían sorprendentes y  misteriosos. Me planteaban unas preguntas que he intentado responder durante decenios: ¿Cómo funciona la inteligencia  humana cuando elabora teorías de tanta complejidad? ¿Cuál es la relación de esas teorías con la realidad? 

Husserl me interesaba porque quiso describir la genealogía de la conciencia, es decir, los procesos por los que la  inteligencia va constituyendo su representación de la realidad, ingenua o científica. Fue el comienzo de mi aventura  investigadora. Pensé que necesitaba completar esa genealogía con la que en aquel momento elaboraba en Ginebra el gran  Jean Piaget, desde un enfoque de psicología empírica. Su objetivo era lograr una “epistemología genética”, estudiando  cómo el niño “construye lo real” al mismo tiempo que va desarrollando su inteligencia. A pesar de sus años, Piaget seguía  en plenitud de facultades. En sus seminarios entré en relación con personajes como Seymour Papert, que fue después una  de las grandes figuras de la Inteligencia Artificial, y el matemático y lógico Evert Beth, pero sobre todo con la obra de un  genio de la Psicología ya fallecido, Lev Vygotsky, de quien muy pocos habían oído hablar, porque trabajó en la Rusia  soviética, de donde apenas llegaban noticias a Occidente. Había llamado la atención sobre la influencia que tiene la cultura  -en especial el lenguaje- en la configuración de nuestro sistema mental, un asunto que Piaget apenas había tratado.  Vygotsky murió muy joven, pero de desarrollar su obra se encargó un discípulo suyo, extraordinario neurólogo, Alexander  Luria, que influyó decisivamente en mi formación. Hizo que me interesara por el campo fascinante y difícil de la  neurología, y también por el lenguaje y su capacidad de estructurar la propia inteligencia. Me pareció deslumbrante la  idea de Vygotsky de que el cerebro del niño se reorganiza al aprender a hablar, porque el lenguaje interior es una  herramienta ejecutiva para guiar el propio comportamiento. Era precisamente el “lenguaje interior” lo que había  provocado una polémica entre Piaget y Vygotsky y, a pesar de mi admiración por Piaget, me pareció que era Vygotsky quien tenía razón. Mis escritos sobre el lenguaje y sobre la “inteligencia ejecutiva” tuvieron ahí su punto de partida.  

3.- La revolución cognitiva 

En aquellos lejanos años sesenta, se consideraba que la función principal de la inteligencia era conocer, y su culminación,  la ciencia. No se estudiaba el mundo emocional, y la acción se explicaba por la teoría conductista que imperaba en la  mayoría de las Universidades. La revolución cognitiva alteró el panorama. Los procesos mentales que precedían a la  acción recuperaron su importancia, pero no bastaba con ese reconocimiento: los psicólogos cognitivos tenían que  demostrar que los conductistas no tenían razón al negar la posibilidad de entrar en la caja negra de la mente humana. 

Recuerdo el entusiasmo con que leí la Cognitive Psychology (1967) de Ulric Neisser, donde apareció por primera vez el  término, y las obras de Frederic Bartlett y de Jerome Bruner. Dos acontecimientos casi simultáneos influyeron  profundamente, en la psicología y en mí. En 1956, en la Conferencia de Darmouth apareció el concepto de “Inteligencia  Artificial”. Tuve la suerte de que un profesor de matemáticas me hablara de ella, y desde entonces no me abandonó la  fascinación por sus logros y sus múltiples fracasos. Los nombres de John McCarthy, Claude Shannon, Marvin Minski,  Allan Newell y Herbert Simon -protagonistas de esa conferencia- me acompañaron durante decenios. La Inteligencia  Artificial, al pretender que máquinas tontas realizaran operaciones inteligentes, obligó a analizar los procesos mentales con una precisión desconocida hasta entonces. El segundo acontecimiento fue la aparición en 1957 de Estructuras  sintácticas, de Noam Chomsky, que abría el camino de la gramática generativa, que está en el origen de gran parte de los  avances de la Inteligencia artificial. La lingüística me pareció esencial para la Filosofía, por ello escribí La selva del  lenguaje (Anagrama, Barcelona, 2006). 

Para comprobar las posibilidades del nuevo modelo cognitivo, me centré en estudiar el fenómeno que me ha parecido  más específicamente humano: la creatividad. Crear es producir novedades valiosas. Ambos factores son necesarios. La  novedad por la novedad no es un criterio válido porque no nos permite diferenciar la creación de la extravagancia. Lo  más interesante de la creatividad es su capacidad de hacer grandes cosas con medios muy pequeños. Con un lápiz y un  papel, un dibujante hace maravillas. Tras analizar los actos creadores en literatura, artes plásticas, música, economía,  matemáticas y ciencia me pareció justificado pensar que el creador no tiene cualidades excepcionales, sino que usa las  facultades universales de forma excepcional, elaborando proyectos novedosos que le exigen entrenarse para estar en  condiciones de realizarlos. La versión mítica de la “inspiración” o la romántica del “Genio” confunden en vez de aclarar.  En el modo de alcanzar la excelencia, un gran escritor no se diferencia mucho de un gran jugador de baloncesto o de tenis.  Estos tienen el mismo sistema muscular que el resto de los mortales, aunque más eficiente, pero no conseguirán su destreza  sino después de un duro entrenamiento. Pues a los escritores les sucede algo semejante. 

4.- La inteligencia y el uso de la inteligencia 

Esto suponía reconocer algo que ahora me parece evidente. Una cosa es la inteligencia y otra el uso que hacemos de la  inteligencia. Para designar el buen uso de la inteligencia utilicé una palabra del lenguaje popular, sin contenido científico:  talento. Lo definí como el uso de la inteligencia para elegir bien las metas, y manejar la información, gestionar las  emociones, y activar las funciones ejecutivas necesarias para alcanzarlas. La inteligencia -para entendernos, la que miden  los test de inteligencia- tiene un fuerte condicionamiento genético. El talento, en cambio, necesita un entorno adecuado  para desarrollarse. Podríamos decir que es un fenómeno epigenético. Hay niños que nacen con altas capacidades- pero  que solo se convierten en talento mediante la educación. A mis alumnos más jóvenes suelo decirles que el talento se  parece al juego del póker. Tanto en el juego como en la vida se nos reparten unas cartas que no podemos elegir. En un  caso, los naipes; en otro, nuestro genoma, la situación socioeconómica de nuestra familia, el país en que nacemos. En  ambos casos, hay cartas mejores y peores, y es mejor, sin duda, tener buenas cartas, pero no siempre gana quien las tiene.  Gana quien juega mejor. Pues bien, la educación consiste en aprender a jugar de la mejor manera posible con las cartas  que se tienen, es decir, a desarrollar el talento. 

5.- ¿Es verdad que el sujeto ha muerto? 

La filosofía postmoderna, por boca de Foucault, decretó la muerte del sujeto. Un famoso grafitti de la época decía: “Dios  ha muerto, el sujeto ha muerto, y yo no me encuentro nada bien”. Empezó a hablarse de sujeto frágil, ameboide, fractal,  fragmentado, mientras que la neurociencia marchaba en sentido contrario, elaborando una teoría integradora del sujeto: la “teoría dual” de la inteligencia, que la estudia como una arquitectura en dos niveles: una maquinaria que capta, guarda  y genera información de manera no consciente, y un nivel consciente que aprovecha, suscita y dirige el trabajo del anterior. 

Daniel Kahneman, el único psicólogo premio Nobel de Economía, ha popularizado la teoría en su libro Thinking Fast  and Slow (2011). Los conceptos de “inconsciente cognitivo”, “sistemas generativos”, “memoria de trabajo” y “funciones  ejecutivas”, procedentes de la neurociencia nos permiten elaborar una teoría del sujeto humano y de sus creaciones más completa. La obra de Antonio Damasio es buena prueba de ello. Ha sabido integrar el mundo emocional (áreas límbicas  del cerebro) con la toma de decisiones (lóbulos frontales), cosa que no había logrado la psicología cognitiva, que no  estudiaba la motivación ni el campo emocional. Las teorías de la motivación no acababan de despegar, hasta tal punto  que, en uno de los Coloquios de Nebraska, dedicados monográficamente a este tema, se debatió si había que prescindir  del concepto. El mundo emocional no entraba dentro de los intereses de la psicología académica. Sin embargo, era  necesario integrarlo en una teoría del sujeto. La aparición en 1987 de la revista Cognition and Emotion fue una prueba  del interés por el tema. Decidí explorar ese nuevo campo y de aquellas investigaciones ya lejanas surgieron El laberinto  sentimental (Anagrama, Barcelona,1996), El misterio de la voluntad perdida, (Anagrama, Barcelona, 1997), Diccionario  de los sentimientos (Anagrama, Barcelona,1999) y Los secretos de la motivación (Ariel, Barcelona, 2011). Muchos años  después, asistí a otro “giro emocional”, esta vez en el campo de la Historia. A partir del trabajo de la escuela francesa de  Annales se despertó un gran interés en los historiadores por estudiar la historia de las emociones y el papel de las  emociones en la Historia. Me apunté a esa corriente, porque pensé que los acontecimientos históricos son la agregación  de comportamientos individuales y que si estos solo pueden comprenderse conociendo las ideas y las emociones que están  en su origen, con la historia tiene que suceder lo mismo. 

6.- Pero ¿esto es Filosofía? 

Este periplo por las ciencias de vanguardia era, sin duda, apasionante, pero ¿estaba haciendo Filosofía? Rotundamente,  sí, porque estaba estudiando el sujeto humano, su relación con la realidad, la estructura de su comportamiento, y el  conjunto de sus creaciones. Las estudiaba desplegándose entre dos polos que les daban relevancia filosófica. Por una  parte, el sujeto que las produce; por otro, los criterios de evaluación de esas creaciones, es decir, las nociones de verdad,  bien, belleza, y otros valores. La ciencia busca la verdad, pero es la Filosofía la que tiene que encargarse de fundamentar  los criterios de verificación. Esta red de temas forma un sistema que yo no buscaba expresamente, sino que iba  dibujándose a partir de la misma investigación. El conocimiento científico tiene una teleología íntima que le impulsa a  avanzar, especialmente la Filosofía, un saber de frontera que debe colonizar nuevos territorios. Un tema me llevaba a otro, forzándome a veces a ocuparme de asuntos que me parecían poco atractivos. Así tropecé con la Ética. 

En Teoría de la inteligencia creadora (Anagrama, Barcelona, 1993) había estudiado los mecanismos del talento creador,  la articulación de un proyecto, las actividades de búsqueda, la selección de las ocurrencias. Una vez terminado el libro  caí en la cuenta de que me había dejado fuera un enorme sector de la creatividad humana: los sistemas normativos, la  moral, el derecho, la política, en una palabra, el “talento ético”. No lo había comprendido. Fascinado por la brillantez de  la creación artística, por su capacidad transgresora, la norma, la repetición, la obligación, la costumbre, me parecían su  opuesto. Me equivoqué. Sabía que toda actividad creadora tiene que ver con problemas, porque consiste en solucionar problemas nuevos, o en solucionar de manera nueva problemas viejos. Es por lo tanto una actividad esencialmente  heurística. Pero no me había percatado de que los problemas más universales, profundos y novedosos tienen que ver con  la felicidad y la dignidad, y que de resolverlos debe ocuparse la Ética. La cenicienta de la creatividad se convertía así en  su máxima manifestación. Nietzsche había dicho “el hombre es un ser en busca de definición”. Pues bien, creo que  constituye esa definición mediante la creación ética (ya sé que la expresión “constituir una definición” resulta rara, pero  ya explicaré por qué la uso). 

7.- La máxima creación de la inteligencia humana 

De nuevo me enfrentaba a una investigación genealógica, un retorno a las fuentes, pero en este caso centrada en la  evolución de los sistemas normativos, en averiguar cómo la inteligencia humana los ha ido creando, seleccionando y  perfeccionando. Lawrence Kohlberg lo había intentado dentro de la escuela de Piaget, pero solo había hecho una  “psicología del desarrollo del razonamiento moral”, y eso no era bastante. Un “sistema normativo” es el que organiza la 

acción de los miembros de un grupo. Los animales grupales tienen sus propias normas instintivas de jerarquía. Los  humanos las hemos expandido por nuestra capacidad de crear y obedecer normas simbólicas. El niño aprende muy pronto  a obedecer las órdenes de sus cuidadores, y comienza así a construir sus funciones ejecutivas (nombre moderno de lo que  tradicionalmente se denominaba “voluntad”). Comprobar el papel de las normas en la constitución del propio sujeto  humano fue para mí una sorpresa mayúscula. Mientras que el resto de creaciones humanas -arte, ciencia, técnica- amplían  su conocimiento o su eficiencia, los sistemas normativos revierten sobre las mismas competencias básicas del ser humano,  exigen una nueva definición porque le imponen una “segunda naturaleza”. El estudio de los sistemas autopoiéticos, que  se crean a sí mismos, estaba en auge en diferentes campos: Biología (Humberto Maturana), Psicología (Francisco Varela),  Sociología (Niklas Luhmann). A esta luz, la sequedad y dureza de la moral o del derecho se transformaban en una aventura  ontológica: cambian la naturaleza humana. Kant lo había visto ya al fundar la dignidad en la capacidad de autolegislarse  que tiene el ser humano y los grandes idealistas alemanes habían expandido esa idea hasta llegar a una glorificación del  yo casi divina, pero me interesaba elaborar una genealogía más humilde, más pegada a los hechos, más empírica, más parecida a la fenomenología husserliana y a la psicología genética de Piaget. Inesperadamente, la gran ayuda me llegó de otro campo científico: la psicología evolucionista, que en cierto sentido prolongaba la obra de Lev Vygotsky, porque  estudiaban cómo la cultura recreaba al sujeto creador de cultura. Las investigaciones de Peter J. Richerson, Robert Boyd,  Joseph Henrich, Luigi Cavalli Sforza, Kevin Laland, Cecilia Heyes, Michael Tomasello, Steven Pinker mostraban que la  especie humana añade a los mecanismos evolutivos biológicos -mutación y selección- otro exclusivamente suyo: el  aprendizaje. Considerar el aprendizaje como factor evolutivo biológico me pareció al principio el retorno a un  lamarckquismo que la ciencia había rechazado, al negar la posibilidad de transmisión genética de los caracteres  aprendidos. Pero estos investigadores dan una versión distinta. Hablan del “efecto Baldwin”, un modo de transmisión  hereditaria no genética, mediante mecanismos como la “creación del nicho” (John Odling-Smee,1988), un efecto que  Geoffrey Hinton y Steven Nowlan corroboraron desde las ciencias de la computación. Los humanos crean la cultura (que  es su nicho vital) y acaban sobreviviendo los que se adaptan mejor a esa cultura. Esa ha sido la función evolutiva de la  educación, el bucle prodigioso entre las facultades psicológicas y el entorno cultural, que debemos tener muy en cuenta  porque las nuevas tecnologías están cambiando nuestro nicho.  

De estas investigaciones emerge la idea de que la especie humana se autodomesticó, aprendiendo a regir sus impulsos por  normas simbólicas (Richard Wragham, Nicholas Wade). Los que aprendieron con más rapidez y fueron capaces de  colaborar mejor, sobrevivieron. Desde este punto de vista, creaciones culturales, como las religiones, adquirían una  relevancia evolutiva. De nuevo me veía obligado adentrarme en un dominio que no había previsto -la historia de las  religiones-, un dominio extraordinariamente complejo, del que me interesó especialmente la llamada “era axial”, el  periodo en que aparecieron las grandes religiones que aún persisten (800-200 años a.C.). El resultado fue Dictamen sobre  Dios (Anagrama, Barcelona, 2001) y posteriormente Biografía de la Humanidad (Ariel, Barcelona, 2018). 

8.- La moral hizo al hombre 

Ese modelo evolutivo encajaba perfectamente con la idea de que los sistemas normativos, al domesticar la naturaleza  animal, constituyeron la naturaleza humana. Los estudios del genetista ruso Dimitri Beliayev confirmaron que la  domesticación cambiaba, con bastante rapidez, rasgos anatómicos en las especies domesticadas. Al identificar los sistemas normativos como el “nicho” que dirige la evolución humana tenemos que interpretarlos de una manera  radicalmente distinta. En vez de pensar que nuestra especie se encuentra con un sistema normativo y debe acomodar a él  su comportamiento, resulta que es una especie in fieri, haciéndose, que crea sistemas normativos que reobran sobre sus  propios creadores y lo cambian. Lo importante es comprender que no se trata de que la especie humana cree cultura, sino  que esa cultura recrea la especie humana.  

La posición que he defendido en mis libros es que en vez de decir que el hombre hace las morales, resulta que la moral  hizo al hombre. En primer lugar, haciéndole capaz de actuar de una manera que denominamos “libre”. Parece una  contradicción decir que la obligación produjo la libertad. También yo lo pensé cuando Daniel Wegner escribió que “puede  ser libre quien tiene capacidad de obedecer” (The Illusion of Conscious Will, 2002). Sin embargo, creo que tenía razón.  Obedecer la orden de alguien significa bloquear los propios impulsos y dirigir la acción por un mensaje exterior  simbólicamente transmitido. La autonomía se deriva de la heteronomía. Eso permite salir del callejón sin salida de la  neurociencia que, sobre todo después de los experimentos de Benjamín Libet, niega que exista la libertad, porque sería  una excepción a las leyes de la naturaleza. En efecto, según la expresión escolástica, el ser libre es “causa sui”, su propia  causa, como un dios en miniatura. Debemos ser más humildes y en vez de hablar de “libertad” como una propiedad innata,  abstracta y no sometida a las leyes de la naturaleza, pensarla como un “proceso de liberación”, más o menos logrado en  el que el sujeto humano va independizándose de la tiranía del estímulo (mediante el uso de representaciones guardadas  en la memoria), de la tiranía de los impulsos (desarrollando sistemas de control primero exteriores y luego íntimos), de la  tiranía de la presión social (creando modelos de inteligencia crítica y de autonomía). En Proyecto Centauro (Ed. KHAF, Madrid, 2020) intenté mostrar que un “sistema determinista” como es el cerebro puede producir comportamientos a los  que denominamos libres.  

El proceso es sencillo. Cuando un adiestrador consigue que un perro hambriento no empiece a comer hasta que reciba la  orden de hacerlo ¿qué ha sucedido en el cerebro del can? Que se ha establecido una relación de dependencia entre el  animal y su entrenador. Los niños aprenden a dominar su propio sistema nervioso de la misma manera: obedeciendo las  órdenes de su cuidador. Pero hacia los cuatro años, esa relación de obediencia se interioriza. Este es el gran salto. El niño  empieza a darse órdenes a sí mismo y a obedecerlas (o no). Fue otro gran descubrimiento de Vygotsky: una relación  intersubjetiva se convierte en una relación intrasubjetiva. La Teoría dual de la inteligencia explica este hecho. El nivel  generador produce intenciones de acción que el nivel ejecutivo compara con su sistema de valores y acepta o rechaza. 

Ese “sistema comparador” está presente en todas las teorías modernas de la inteligencia. 

9.- La libertad como hábito aprendido 

Llamamos “libertad” a la capacidad de un individuo para obedecer sus propias órdenes en vez de seguir su impulso,  deseos, u órdenes de otros. Es lo que significa la palabra “autonomía”. Esa capacidad de obedecer las propias órdenes es un hábito aprendido. Se adquiere o no se adquiere. Me pareció que esa conclusión era extraordinariamente novedosa, pero  me equivocaba. La había expresado ya en el siglo XIII Tomás de Aquino, aunque fueron Vygotsky y Luria quienes aclararon el proceso, relacionándolo con la aparición del “habla interior”, con el que nos damos órdenes a nosotros  mismos. La consecuencia es que los sistemas normativos tienen como primera función desarrollar las funciones ejecutivas  del sujeto. Forman parte de su psicogénesis. La genealogía del sujeto, que estaba estudiando desde hacía tanto tiempo,  daba un paso más. Los anteriores habían sido la “fenomenología constituyente” de Husserl, la “epistemología genética”  de Piaget, la “Teoría dual de la inteligencia” de la neurología, la psicología evolucionista, y ahora la “psicogénesis del  sujeto activo”, que conocí sobre todo a través de las obras de Friedrich Hayek y de Norbert Elias. 

10.- Una nueva definición del ser humano 

Además de su papel en la constitución del sujeto libre, los sistemas normativos han evolucionado hasta proporcionarnos  una nueva definición del ser humano, una manera de comprendernos a nosotros mismos. Pensemos en la teoría del sujeto  de la filosofía budista, taoísta, socrática o cristiana. La Filosofía debe estudiarlas, compararlas y comprobar si cumplen  los criterios de verificación que previamente ha tenido que elaborar. En concreto, los sistemas normativos son fáciles de  comparar porque se enfrentan a un elenco reducido de problemas universales: (1) el valor de la vida, (2) la relación entre  individuo y tribu, (3) la participación en el poder, (4) la propiedad, su adquisición y distribución, (5) la sexualidad, la  procreación y la familia, (6) la relación con los débiles, enfermos, niños, ancianos, etc., (7) la relación con los extranjeros  y (8) la relación con los dioses, la muerte y el más allá. Cada cultura los ha resuelto a su manera, creando su propia moral,  pero la comparación entre las diferentes soluciones permite seleccionar las mejores, que constituirían una Ética como  moral transcultural. Creo que el relativismo cultural no está justificado ni es irremediable. El estudio de la evolución  moral, que emprendí en Ética para náufragos (Anagrama, Barcelona, 1995) y La lucha por la dignidad (Anagrama,  Barcelona, 2000), lo he continuado veinte años más tarde con El deseo interminable (Ariel, Barcelona, 2022) e Historia  universal de las soluciones (Ariel, Barcelona, 2024). Esas investigaciones apoyan la idea de que las distintas morales  siguen una evolución convergente, de acuerdo con una Ley del Progreso ético de la Humanidad, que dice así: “Toda  sociedad, toda cultura y toda religión, cuando se libera de cinco obstáculos -la pobreza extrema, la ignorancia, el  fanatismo, el miedo al poder y el odio al vecino- evoluciona convergentemente hacia un modelo ético caracterizado por  el reconocimiento de derechos subjetivos, el rechazo de discriminaciones no justificadas, la participación en el poder, la  razón como función crítica, las garantías jurídicas y las políticas de ayuda”. 

En este modelo tienen especial importancia los “derechos subjetivos”, que pueden parecer un tecnicismo legal ajeno a los  temas centrales de la Ética. Lo mismo me sucedió la primera vez que leí sobre ellos. Sin embargo, constituyen una nueva  visión del ser humano. No son una afirmación jurídica, sino ontológica. Fueron elaborados en parte por los juristas  españoles de los siglos XVI y XVII, pero alcanzaron su definición en la Declaración de los derechos del hombre y del  ciudadano. Tradicionalmente los derechos eran conferidos por el legislador -en el caso de los derechos naturales, por  Dios-, pero para protegerse mejor contra el poder fue emergiendo la idea de romper esa relación con el legislador y afirmar que los seres humanos tenían “derechos previos al legislador”, por su propia naturaleza. Al prescindir esa relación con el  Dios legislador y con la noción de derecho natural de estirpe teológica, la noción de derecho natural quedaba sin  fundamento. La solución fue crear un nuevo “derecho natural” basado en la “dignidad humana”, como fuente de los  derechos. Así se recogió en la mayor parte de las Constituciones promulgadas después de la II Guerra Mundial. Se trata,  por supuesto, de una afirmación “performativa”, que crea lo que afirma, lo mismo que hace una promesa o un  compromiso. Es una ficción jurídica pero una ficción salvadora. Una ficción jurídica no es un error, ni una mentira. Es un  concepto inventado para resolver un problema. Afirmamos que el ser humano por el hecho de serlo, haga lo que haga,  está dotado de dignidad, de la que derivan los derechos subjetivos universales. ¿Es esto verdad? No lo es, si entendemos  la verdad en sentido científico. Sí lo es si la entendemos como una “promesa verdadera”. En este caso quiere decir que  nuestro compromiso es real. Así sucede con la “dignidad humana”: es una afirmación constituyente, que crea lo que  afirma, mientras lo está afirmando. La Historia nos dice que no se nos ha ocurrido una forma mejor de proteger al ser  humano. Cada vez que nos hemos separado de ella, emerge imparable la atrocidad. Es lo que he llamado “argumento ad  horrorem”, copiado del matemático “argumento ad absurdum”. Cuando no podemos demostrar directamente la verdad de  un teorema, podemos hacerlo si probamos que su negación conduce al absurdo. En el caso de la dignidad, negarla lleva  al horror.  

Como resultado de la evolución que he descrito, el ser humano deja de ser un animal listo para “constituirse” como un  animal dotado de dignidad, que debe ser protegida por derechos. Esta es la razón de haber utilizado antes la extraña  expresión “constituir la definición”. La especie en busca de definición, que decía Nietzsche, la ha encontrado, por ahora. Si el primer logro de los sistemas normativos es ayudar a crear el sujeto libre, el segundo es darle un contenido -la dignidad  como segunda naturaleza- y una guía de conducta: el reconocimiento de los derechos propios del sujeto, anteriores a  cualquier legislación.  

11.- El motor de la evolución humana: la búsqueda de la Felicidad 

La acción está impulsada por necesidades, deseos, expectativas. En el caso humano esta tensión hacia un objetivo la  designamos con una expresión simbólica: la búsqueda de la Felicidad. La Felicidad sería el fin de todos los fines, la satisfacción de todos los deseos, una experiencia de plenitud. Por desgracia, nuestra inteligencia ha ampliado  indefinidamente nuestras necesidades y por ello somos espoleados por un “deseo interminable”, que nos mantiene en  permanente acción. Para comprender nuestros comportamientos debemos bucear para descubrir los deseos o los proyectos  que los mueven. 

¿Cuáles son los que han movido la creación de los sistemas normativos? Sin conocerlos, no podemos comprender nuestra  evolución cultural, que es indiscernible de nuestra evolución biológica, porque somos híbridos de natura y cultura. Los  humanos buscamos nuestra felicidad individual. Hacerlo es perfectamente razonable, pero de esa razonabilidad individual  no podemos sacar ninguna argumentación moral. No, la razón privada va a lo suyo. Sin embargo, somos seres sociales, y  eso nos obliga a hacer compatibles las búsquedas privadas de felicidad. La “razón privada” debe completarse con el “uso  público de la razón”, con la “búsqueda de evidencias universales” o con la “inteligencia compartida”. Los sistemas  normativos intentan resolver los problemas, para que la vida en la polis facilite, proteja y ayude la realización de los  proyectos privados de felicidad, siempre que sean compatibles con los de los demás. Ese estado ideal es lo que los  ilustrados denominaron “felicidad pública” o “felicidad política”. A mi juicio es la clave de bóveda que mantiene en pie  todo el edificio sistemático que he descrito.  

La distinción entre “felicidad privada” y “felicidad pública o política” es esencial. Aquella es una experiencia subjetiva,  que cada uno va a cifrar en una cosa. La felicidad pública es una situación objetiva, mensurable. Es el conjunto de las  mejores soluciones que se nos han ocurrido para resolver los problemas de la convivencia, de la vulnerabilidad y de las  esperanzas humanas. Para conseguirlo tienen que “ajustar” todas las pretensiones legítimas. Y el resultado de ese “ajustar”  es la justicia, que, como han recordado muchos filósofos, desde Aristóteles a Kelsen, es otro nombre para la “felicidad  pública”. Este es el proceso que resume la Ley del progreso ético de la Humanidad que he mencionado antes. Cada vez  que uno de los obstáculos desaparece, estamos colaborando en esa teleología salvadora. Por desgracia, ese progreso es  frágil. Periódicamente la Humanidad sufre colapsos éticos, progresos descivilizatorios, como los que estudió Norbert  Elias y yo documenté en Biografía de la inhumanidad. Hasta ahora nos hemos recuperado de esos fracasos, pero nada  nos asegura que eso vaya a suceder siempre. Por eso conviene estar prevenidos. 

12.- Vivimos en la encrucijada 

Hasta este momento, la evolución de las culturas tiende hacia una nueva definición de la naturaleza humana: somos  animales inteligentes dotados de dignidad, de la que se derivan derechos fundamentales que deben ser respetados. Sobre  este principio constituyente debemos construir la “felicidad política”, y las normas que rigen la conducta individual. Es  obvio que esta no es una definición de la ciencia positiva, que se limita a afirmar que somos animales más inteligentes  que los demás. Para la zoología hablar de la superior dignidad del hombre resulta tan extraño como que en Matemáticas  se afirmara que unos números son más dignos que otros. La nueva definición deriva de la ciencia filosófica, que conoce  la evolución humana, y que comprende que nuestra especie tiene como facultad exclusiva la de poder definirse a sí misma. 

En este momento la idea de cambio en la naturaleza humana ha cogido fuerza y se empieza a hablar del advenimiento de  la “Singularidad” o del “transhumanismo” como la aparición de una nueva especie por la confluencia de cuatro  tecnologías: ingeniería genética, nanotecnología, neurociencia e inteligencia artificial. 

Nos encontramos en un punto crucial, donde el camino se bifurca. Como estudié en Historia visual de la inteligencia (Conecta, Barcelona, 2019) tenemos que tomar una decisión. La historia humana nos muestra dos evoluciones trenzadas:  la científico tecnológica y la moral. La relación entre ambas ha sido y es complicada, y todo hace prever que lo será más.  Como recurso retórico para clarificar el argumento voy a simplificar: Debemos elegir un futuro basado en la ciencia  positiva y la tecnología, o basado en la ciencia filosófica, que asimila las ciencias positivas pero las prolonga al  comprender su sentido. Tenemos que elegir si el futuro va a apoyarse fundamentalmente en la tecnología o si va a apoyarse  en la ética, es decir, en la idea del ser humano que ha emergido de la evolución de los sistemas normativos. Oponer estas  dos líneas evolutivas no es una ocurrencia mía. Procede de una tradición secular que ha mantenido que la ciencia y la  tecnología deben estar “libres de valores morales”. Esto, que debería entenderse como el reconocimiento de que no se  pueden falsear los resultados de una investigación para adecuarlos a la moral, suele entenderse como una separación de  dos dominios irreconciliables: el de los datos y el de los valores.  

Elegir la vía de la ciencia y de la tecnología puede suponer olvidar la otra vía evolutiva y su definición del ser humano.  Skinner, el principal representante de la psicología conductista, pidió que prescindiéramos de las nociones de libertad y  dignidad porque estaban impidiendo aplicar la ingeniería social a la resolución de problemas de convivencia. Lo explicó  en un libro titulado Más allá de la libertad y de la dignidad. En este momento estamos viviendo el triunfo de Skinner, al  que muchos consideran el patrono de las nuevas tecnologías. No me refiero sólo a la aplicación en China del sistema de  Crédito Social, que es una gigantesca “caja de Skinner” de distribución de refuerzos positivos y negativos, o al sistema  de pequeños premios adictivos como los “like” en el móvil, sino a situaciones más generales como son el poder de las  redes sociales y de la Inteligencia Artificial. Como explica la “teoría de grafos”, una red tiene dos componentes: los nodos  y las líneas o aristas que los unen. El propio concepto de red nos anima a dar más importancia a los enlaces y a lo que  transita por ellos, por lo que olvidamos que lo importante son los nodos, que representan a las personas. Si potenciamos las redes sin potenciar los nodos, devaluamos a los sujetos. Por otra parte, la Inteligencia Artificial, un mecanismo para  manejar información, puede convertirse en un sistema que toma decisiones, con lo que también reduce el ámbito de  decisión del sujeto. 

Este es el problema que la situación actual nos plantea, y que la generación que actualmente está en la Universidad tendrá  que resolver. ¿Estamos explicando bien la trascendencia del momento? Creo que no. La brillantez y fuerza de la línea  evolutiva científica y tecnológica puede hacernos olvidar que el progreso más profundo de la Humanidad es el basado en  la evolución de los sistemas normativos, en la afirmación constituyente de la dignidad humana, en el reconocimiento y  defensa de los derechos derivados de ella, en la afirmación de un sujeto fuerte capaz de evaluación crítica. Sin esta guía  evolutiva, la tradición científica y tecnológica puede conducir al horror. En cambio, la Ética acoge y garantiza la  independencia de la ciencia, pero sometiéndola en su práctica a los límites impuestos por los derechos humanos. Es la  Ética la encargada de establecer el nivel más alto de evaluación de la inteligencia. Pero estas ideas van en contra de las  modas intelectuales presentes. Por eso, a la Filosofía corresponde, por una parte, ejercer la pesada tarea de verificación  de conceptos, datos y argumentos que se utilizan en el debate público, y también de preparar a la ciudadanía para la  trascendental decisión que inexorablemente tendremos que tomar, si no queremos que otros la tomen por nosotros. Todo  lo que he expuesto en este artículo me hace pensar en la conveniencia de incluir en el primer curso de todas las carreras  universitaria una asignatura titulada Ciencia de la evolución de las culturas, otro nombre para la ciencia filosófica que  busco. Su meta será proporcionarnos los datos y argumentos suficientes para saber cómo hemos llegado hasta aquí,  comprender nuestro presente, y desarrollar el talento suficiente para proyectar el futuro. La celeridad de los cambios nos  urge a hacerlo con rapidez, para no quedarnos marginados por los acontecimientos. 

Publicado en Ju’unea Revista de Investigación ,año 9, número 12, 2024

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