La necesidad de comprender
1.- Reivindicación de la Filosofía como ciencia
Escribo este artículo para la revista JU’UNEA el día en que cumplo ochenta y cinco años. Es un buen pretexto para examinar mi vida profesional, que ha estado dedicada a estudiar la inteligencia humana, sus creaciones, y los criterios para evaluarlas. Este es, a mi juicio, el objetivo de la Filosofía como ciencia estricta y rigurosa. No pretendo escribir un relato autobiográfico, sino explicar a los alumnos de esta Universidad que la propia marcha del conocimiento impulsa a una visión total y sistemática de la realidad. Conviene insistir en ello, porque, en un momento en que la ciencia se hace inexorablemente más especializada, necesitamos recuperar una visión más amplia si queremos comprender lo que estamos haciendo, y lo que deberíamos hacer. Lo importante es comprender. Podría resumir mi objetivo filosófico en una frase: Hay que conocer para comprender, y hay que comprender para tomar buenas decisiones y actuar. Es fácil darse cuenta de que la expresión “buenas decisiones”, introduce la evaluación (es decir, los valores) en la entraña misma de la inteligencia, lo que no dejará de plantear problemas complejos, pero inevitables.
Conviene recuperar la necesidad de comprender, de integrar nuestros conocimientos, nuestra experiencia, dentro de un marco en el que encuentren significado. En uno de sus últimos libros, De las bacterias a Bach, Daniel Dennet ha mostrado su inquietud ante el desdén por la comprensión que muestra la cultura actual. Nos basta con usar las cosas, o con tener una idea fragmentaria, inconexa, impresionista, de la realidad. El sujeto es un conjunto de experiencias y de relaciones sin consistencia ni estructura, un collage, y el yo es una ficción. En filosofía se desconfía de lo universal, se glorifica la opinión subjetiva, el relato identitario, y se condena todo intento de elaborar un sistema, como si fuera una pretensión imperialista. Sin embargo, la ciencia es un sistema, no un chisporroteo de ocurrencias, y mi idea es que la Filosofía debe ser una ciencia, buscar lo universal y considerar las “filosofías subjetivas” como un interesante género autobiográfico, en el que los autores nos describen su propia concepción del mundo, y en el que lo interesante sustituye a lo verdadero. Cuando Francisco de Asís nos dice que ve en la naturaleza el esplendor divino y Jean Paul Sartre que ve una proliferación superflua y repelente, están dándonos sus opiniones, están hablando de ellos, no de la naturaleza. La Filosofía debe conocerlas como ejemplo de experiencias humanas, como también debe conocer las diferentes culturas. Individuos y culturas se han enfrentado a los mismos problemas a lo largo de la historia, pero los han solucionado de diferentes maneras, que la Filosofía debe conocer para compararlas y comprobar si unas son mejores que otras. Después de la campaña que la filosofía posmoderna ha hecho contra el concepto de verdad, me parece necesario reivindicar su posibilidad no solo en ciencia, sino también en Filosofía. Además, frente a la idea de que en Filosofía no hay progreso, porque es un mero debatirse con problemas irresolubles, defiendo que podemos hablar de un progreso filosófico. Un ejemplo: nadie duda de la genialidad de Platón, pero la descripción aristotélica del conocimiento supera la suya, y la de Kant supera la de Aristóteles.
2.- La necesidad de aprender
La pretensión de ir más allá de las filosofías subjetivas me ha obligado a recorrer un largo proceso de aprendizaje, que me ha ido guiando, y en el que he ido de sorpresa en sorpresa. Quiero contar esa experiencia a los alumnos de la Universidad La Salle para que comprendan que la búsqueda de una visión sistemática de la Filosofía no es un capricho. La realidad no es un agregado de trozos inconexos, sino una totalidad estructurada, lo que hace que la división en dominios científicos sea meramente pragmática y que el proceso investigador tenga que pasar inevitablemente de un tema a otro. Como estudiante de filosofía estudié con aplicación la filosofía griega, la escolástica medieval (ahora desdeñada en los estudios universitarios), los minuciosos empiristas ingleses, al gran Spinoza, a Kant y el idealismo alemán. Pero fue la figura de Edmund Husserl la que me impactó más. Para mí tenía el atractivo adicional de haber comenzado su obra con una “Filosofía de la Aritmética”, un campo que me apasionaba. Lo mismo me sucedía con la ciencia. De hecho, el primer artículo que publiqué fue sobre Física, entusiasmado por su colosal revolución durante el primer tercio del siglo XX. Los descubrimientos de Planck, Einstein, Heisenberg, Bohr, de Broglie, Schrödinger, Dirac, me parecían sorprendentes y misteriosos. Me planteaban unas preguntas que he intentado responder durante decenios: ¿Cómo funciona la inteligencia humana cuando elabora teorías de tanta complejidad? ¿Cuál es la relación de esas teorías con la realidad?
Husserl me interesaba porque quiso describir la genealogía de la conciencia, es decir, los procesos por los que la inteligencia va constituyendo su representación de la realidad, ingenua o científica. Fue el comienzo de mi aventura investigadora. Pensé que necesitaba completar esa genealogía con la que en aquel momento elaboraba en Ginebra el gran Jean Piaget, desde un enfoque de psicología empírica. Su objetivo era lograr una “epistemología genética”, estudiando cómo el niño “construye lo real” al mismo tiempo que va desarrollando su inteligencia. A pesar de sus años, Piaget seguía en plenitud de facultades. En sus seminarios entré en relación con personajes como Seymour Papert, que fue después una de las grandes figuras de la Inteligencia Artificial, y el matemático y lógico Evert Beth, pero sobre todo con la obra de un genio de la Psicología ya fallecido, Lev Vygotsky, de quien muy pocos habían oído hablar, porque trabajó en la Rusia soviética, de donde apenas llegaban noticias a Occidente. Había llamado la atención sobre la influencia que tiene la cultura -en especial el lenguaje- en la configuración de nuestro sistema mental, un asunto que Piaget apenas había tratado. Vygotsky murió muy joven, pero de desarrollar su obra se encargó un discípulo suyo, extraordinario neurólogo, Alexander Luria, que influyó decisivamente en mi formación. Hizo que me interesara por el campo fascinante y difícil de la neurología, y también por el lenguaje y su capacidad de estructurar la propia inteligencia. Me pareció deslumbrante la idea de Vygotsky de que el cerebro del niño se reorganiza al aprender a hablar, porque el lenguaje interior es una herramienta ejecutiva para guiar el propio comportamiento. Era precisamente el “lenguaje interior” lo que había provocado una polémica entre Piaget y Vygotsky y, a pesar de mi admiración por Piaget, me pareció que era Vygotsky quien tenía razón. Mis escritos sobre el lenguaje y sobre la “inteligencia ejecutiva” tuvieron ahí su punto de partida.
3.- La revolución cognitiva
En aquellos lejanos años sesenta, se consideraba que la función principal de la inteligencia era conocer, y su culminación, la ciencia. No se estudiaba el mundo emocional, y la acción se explicaba por la teoría conductista que imperaba en la mayoría de las Universidades. La revolución cognitiva alteró el panorama. Los procesos mentales que precedían a la acción recuperaron su importancia, pero no bastaba con ese reconocimiento: los psicólogos cognitivos tenían que demostrar que los conductistas no tenían razón al negar la posibilidad de entrar en la caja negra de la mente humana.
Recuerdo el entusiasmo con que leí la Cognitive Psychology (1967) de Ulric Neisser, donde apareció por primera vez el término, y las obras de Frederic Bartlett y de Jerome Bruner. Dos acontecimientos casi simultáneos influyeron profundamente, en la psicología y en mí. En 1956, en la Conferencia de Darmouth apareció el concepto de “Inteligencia Artificial”. Tuve la suerte de que un profesor de matemáticas me hablara de ella, y desde entonces no me abandonó la fascinación por sus logros y sus múltiples fracasos. Los nombres de John McCarthy, Claude Shannon, Marvin Minski, Allan Newell y Herbert Simon -protagonistas de esa conferencia- me acompañaron durante decenios. La Inteligencia Artificial, al pretender que máquinas tontas realizaran operaciones inteligentes, obligó a analizar los procesos mentales con una precisión desconocida hasta entonces. El segundo acontecimiento fue la aparición en 1957 de Estructuras sintácticas, de Noam Chomsky, que abría el camino de la gramática generativa, que está en el origen de gran parte de los avances de la Inteligencia artificial. La lingüística me pareció esencial para la Filosofía, por ello escribí La selva del lenguaje (Anagrama, Barcelona, 2006).
Para comprobar las posibilidades del nuevo modelo cognitivo, me centré en estudiar el fenómeno que me ha parecido más específicamente humano: la creatividad. Crear es producir novedades valiosas. Ambos factores son necesarios. La novedad por la novedad no es un criterio válido porque no nos permite diferenciar la creación de la extravagancia. Lo más interesante de la creatividad es su capacidad de hacer grandes cosas con medios muy pequeños. Con un lápiz y un papel, un dibujante hace maravillas. Tras analizar los actos creadores en literatura, artes plásticas, música, economía, matemáticas y ciencia me pareció justificado pensar que el creador no tiene cualidades excepcionales, sino que usa las facultades universales de forma excepcional, elaborando proyectos novedosos que le exigen entrenarse para estar en condiciones de realizarlos. La versión mítica de la “inspiración” o la romántica del “Genio” confunden en vez de aclarar. En el modo de alcanzar la excelencia, un gran escritor no se diferencia mucho de un gran jugador de baloncesto o de tenis. Estos tienen el mismo sistema muscular que el resto de los mortales, aunque más eficiente, pero no conseguirán su destreza sino después de un duro entrenamiento. Pues a los escritores les sucede algo semejante.
4.- La inteligencia y el uso de la inteligencia
Esto suponía reconocer algo que ahora me parece evidente. Una cosa es la inteligencia y otra el uso que hacemos de la inteligencia. Para designar el buen uso de la inteligencia utilicé una palabra del lenguaje popular, sin contenido científico: talento. Lo definí como el uso de la inteligencia para elegir bien las metas, y manejar la información, gestionar las emociones, y activar las funciones ejecutivas necesarias para alcanzarlas. La inteligencia -para entendernos, la que miden los test de inteligencia- tiene un fuerte condicionamiento genético. El talento, en cambio, necesita un entorno adecuado para desarrollarse. Podríamos decir que es un fenómeno epigenético. Hay niños que nacen con altas capacidades- pero que solo se convierten en talento mediante la educación. A mis alumnos más jóvenes suelo decirles que el talento se parece al juego del póker. Tanto en el juego como en la vida se nos reparten unas cartas que no podemos elegir. En un caso, los naipes; en otro, nuestro genoma, la situación socioeconómica de nuestra familia, el país en que nacemos. En ambos casos, hay cartas mejores y peores, y es mejor, sin duda, tener buenas cartas, pero no siempre gana quien las tiene. Gana quien juega mejor. Pues bien, la educación consiste en aprender a jugar de la mejor manera posible con las cartas que se tienen, es decir, a desarrollar el talento.
5.- ¿Es verdad que el sujeto ha muerto?
La filosofía postmoderna, por boca de Foucault, decretó la muerte del sujeto. Un famoso grafitti de la época decía: “Dios ha muerto, el sujeto ha muerto, y yo no me encuentro nada bien”. Empezó a hablarse de sujeto frágil, ameboide, fractal, fragmentado, mientras que la neurociencia marchaba en sentido contrario, elaborando una teoría integradora del sujeto: la “teoría dual” de la inteligencia, que la estudia como una arquitectura en dos niveles: una maquinaria que capta, guarda y genera información de manera no consciente, y un nivel consciente que aprovecha, suscita y dirige el trabajo del anterior.
Daniel Kahneman, el único psicólogo premio Nobel de Economía, ha popularizado la teoría en su libro Thinking Fast and Slow (2011). Los conceptos de “inconsciente cognitivo”, “sistemas generativos”, “memoria de trabajo” y “funciones ejecutivas”, procedentes de la neurociencia nos permiten elaborar una teoría del sujeto humano y de sus creaciones más completa. La obra de Antonio Damasio es buena prueba de ello. Ha sabido integrar el mundo emocional (áreas límbicas del cerebro) con la toma de decisiones (lóbulos frontales), cosa que no había logrado la psicología cognitiva, que no estudiaba la motivación ni el campo emocional. Las teorías de la motivación no acababan de despegar, hasta tal punto que, en uno de los Coloquios de Nebraska, dedicados monográficamente a este tema, se debatió si había que prescindir del concepto. El mundo emocional no entraba dentro de los intereses de la psicología académica. Sin embargo, era necesario integrarlo en una teoría del sujeto. La aparición en 1987 de la revista Cognition and Emotion fue una prueba del interés por el tema. Decidí explorar ese nuevo campo y de aquellas investigaciones ya lejanas surgieron El laberinto sentimental (Anagrama, Barcelona,1996), El misterio de la voluntad perdida, (Anagrama, Barcelona, 1997), Diccionario de los sentimientos (Anagrama, Barcelona,1999) y Los secretos de la motivación (Ariel, Barcelona, 2011). Muchos años después, asistí a otro “giro emocional”, esta vez en el campo de la Historia. A partir del trabajo de la escuela francesa de Annales se despertó un gran interés en los historiadores por estudiar la historia de las emociones y el papel de las emociones en la Historia. Me apunté a esa corriente, porque pensé que los acontecimientos históricos son la agregación de comportamientos individuales y que si estos solo pueden comprenderse conociendo las ideas y las emociones que están en su origen, con la historia tiene que suceder lo mismo.
6.- Pero ¿esto es Filosofía?
Este periplo por las ciencias de vanguardia era, sin duda, apasionante, pero ¿estaba haciendo Filosofía? Rotundamente, sí, porque estaba estudiando el sujeto humano, su relación con la realidad, la estructura de su comportamiento, y el conjunto de sus creaciones. Las estudiaba desplegándose entre dos polos que les daban relevancia filosófica. Por una parte, el sujeto que las produce; por otro, los criterios de evaluación de esas creaciones, es decir, las nociones de verdad, bien, belleza, y otros valores. La ciencia busca la verdad, pero es la Filosofía la que tiene que encargarse de fundamentar los criterios de verificación. Esta red de temas forma un sistema que yo no buscaba expresamente, sino que iba dibujándose a partir de la misma investigación. El conocimiento científico tiene una teleología íntima que le impulsa a avanzar, especialmente la Filosofía, un saber de frontera que debe colonizar nuevos territorios. Un tema me llevaba a otro, forzándome a veces a ocuparme de asuntos que me parecían poco atractivos. Así tropecé con la Ética.
En Teoría de la inteligencia creadora (Anagrama, Barcelona, 1993) había estudiado los mecanismos del talento creador, la articulación de un proyecto, las actividades de búsqueda, la selección de las ocurrencias. Una vez terminado el libro caí en la cuenta de que me había dejado fuera un enorme sector de la creatividad humana: los sistemas normativos, la moral, el derecho, la política, en una palabra, el “talento ético”. No lo había comprendido. Fascinado por la brillantez de la creación artística, por su capacidad transgresora, la norma, la repetición, la obligación, la costumbre, me parecían su opuesto. Me equivoqué. Sabía que toda actividad creadora tiene que ver con problemas, porque consiste en solucionar problemas nuevos, o en solucionar de manera nueva problemas viejos. Es por lo tanto una actividad esencialmente heurística. Pero no me había percatado de que los problemas más universales, profundos y novedosos tienen que ver con la felicidad y la dignidad, y que de resolverlos debe ocuparse la Ética. La cenicienta de la creatividad se convertía así en su máxima manifestación. Nietzsche había dicho “el hombre es un ser en busca de definición”. Pues bien, creo que constituye esa definición mediante la creación ética (ya sé que la expresión “constituir una definición” resulta rara, pero ya explicaré por qué la uso).
7.- La máxima creación de la inteligencia humana
De nuevo me enfrentaba a una investigación genealógica, un retorno a las fuentes, pero en este caso centrada en la evolución de los sistemas normativos, en averiguar cómo la inteligencia humana los ha ido creando, seleccionando y perfeccionando. Lawrence Kohlberg lo había intentado dentro de la escuela de Piaget, pero solo había hecho una “psicología del desarrollo del razonamiento moral”, y eso no era bastante. Un “sistema normativo” es el que organiza la
acción de los miembros de un grupo. Los animales grupales tienen sus propias normas instintivas de jerarquía. Los humanos las hemos expandido por nuestra capacidad de crear y obedecer normas simbólicas. El niño aprende muy pronto a obedecer las órdenes de sus cuidadores, y comienza así a construir sus funciones ejecutivas (nombre moderno de lo que tradicionalmente se denominaba “voluntad”). Comprobar el papel de las normas en la constitución del propio sujeto humano fue para mí una sorpresa mayúscula. Mientras que el resto de creaciones humanas -arte, ciencia, técnica- amplían su conocimiento o su eficiencia, los sistemas normativos revierten sobre las mismas competencias básicas del ser humano, exigen una nueva definición porque le imponen una “segunda naturaleza”. El estudio de los sistemas autopoiéticos, que se crean a sí mismos, estaba en auge en diferentes campos: Biología (Humberto Maturana), Psicología (Francisco Varela), Sociología (Niklas Luhmann). A esta luz, la sequedad y dureza de la moral o del derecho se transformaban en una aventura ontológica: cambian la naturaleza humana. Kant lo había visto ya al fundar la dignidad en la capacidad de autolegislarse que tiene el ser humano y los grandes idealistas alemanes habían expandido esa idea hasta llegar a una glorificación del yo casi divina, pero me interesaba elaborar una genealogía más humilde, más pegada a los hechos, más empírica, más parecida a la fenomenología husserliana y a la psicología genética de Piaget. Inesperadamente, la gran ayuda me llegó de otro campo científico: la psicología evolucionista, que en cierto sentido prolongaba la obra de Lev Vygotsky, porque estudiaban cómo la cultura recreaba al sujeto creador de cultura. Las investigaciones de Peter J. Richerson, Robert Boyd, Joseph Henrich, Luigi Cavalli Sforza, Kevin Laland, Cecilia Heyes, Michael Tomasello, Steven Pinker mostraban que la especie humana añade a los mecanismos evolutivos biológicos -mutación y selección- otro exclusivamente suyo: el aprendizaje. Considerar el aprendizaje como factor evolutivo biológico me pareció al principio el retorno a un lamarckquismo que la ciencia había rechazado, al negar la posibilidad de transmisión genética de los caracteres aprendidos. Pero estos investigadores dan una versión distinta. Hablan del “efecto Baldwin”, un modo de transmisión hereditaria no genética, mediante mecanismos como la “creación del nicho” (John Odling-Smee,1988), un efecto que Geoffrey Hinton y Steven Nowlan corroboraron desde las ciencias de la computación. Los humanos crean la cultura (que es su nicho vital) y acaban sobreviviendo los que se adaptan mejor a esa cultura. Esa ha sido la función evolutiva de la educación, el bucle prodigioso entre las facultades psicológicas y el entorno cultural, que debemos tener muy en cuenta porque las nuevas tecnologías están cambiando nuestro nicho.
De estas investigaciones emerge la idea de que la especie humana se autodomesticó, aprendiendo a regir sus impulsos por normas simbólicas (Richard Wragham, Nicholas Wade). Los que aprendieron con más rapidez y fueron capaces de colaborar mejor, sobrevivieron. Desde este punto de vista, creaciones culturales, como las religiones, adquirían una relevancia evolutiva. De nuevo me veía obligado adentrarme en un dominio que no había previsto -la historia de las religiones-, un dominio extraordinariamente complejo, del que me interesó especialmente la llamada “era axial”, el periodo en que aparecieron las grandes religiones que aún persisten (800-200 años a.C.). El resultado fue Dictamen sobre Dios (Anagrama, Barcelona, 2001) y posteriormente Biografía de la Humanidad (Ariel, Barcelona, 2018).
8.- La moral hizo al hombre
Ese modelo evolutivo encajaba perfectamente con la idea de que los sistemas normativos, al domesticar la naturaleza animal, constituyeron la naturaleza humana. Los estudios del genetista ruso Dimitri Beliayev confirmaron que la domesticación cambiaba, con bastante rapidez, rasgos anatómicos en las especies domesticadas. Al identificar los sistemas normativos como el “nicho” que dirige la evolución humana tenemos que interpretarlos de una manera radicalmente distinta. En vez de pensar que nuestra especie se encuentra con un sistema normativo y debe acomodar a él su comportamiento, resulta que es una especie in fieri, haciéndose, que crea sistemas normativos que reobran sobre sus propios creadores y lo cambian. Lo importante es comprender que no se trata de que la especie humana cree cultura, sino que esa cultura recrea la especie humana.
La posición que he defendido en mis libros es que en vez de decir que el hombre hace las morales, resulta que la moral hizo al hombre. En primer lugar, haciéndole capaz de actuar de una manera que denominamos “libre”. Parece una contradicción decir que la obligación produjo la libertad. También yo lo pensé cuando Daniel Wegner escribió que “puede ser libre quien tiene capacidad de obedecer” (The Illusion of Conscious Will, 2002). Sin embargo, creo que tenía razón. Obedecer la orden de alguien significa bloquear los propios impulsos y dirigir la acción por un mensaje exterior simbólicamente transmitido. La autonomía se deriva de la heteronomía. Eso permite salir del callejón sin salida de la neurociencia que, sobre todo después de los experimentos de Benjamín Libet, niega que exista la libertad, porque sería una excepción a las leyes de la naturaleza. En efecto, según la expresión escolástica, el ser libre es “causa sui”, su propia causa, como un dios en miniatura. Debemos ser más humildes y en vez de hablar de “libertad” como una propiedad innata, abstracta y no sometida a las leyes de la naturaleza, pensarla como un “proceso de liberación”, más o menos logrado en el que el sujeto humano va independizándose de la tiranía del estímulo (mediante el uso de representaciones guardadas en la memoria), de la tiranía de los impulsos (desarrollando sistemas de control primero exteriores y luego íntimos), de la tiranía de la presión social (creando modelos de inteligencia crítica y de autonomía). En Proyecto Centauro (Ed. KHAF, Madrid, 2020) intenté mostrar que un “sistema determinista” como es el cerebro puede producir comportamientos a los que denominamos libres.
El proceso es sencillo. Cuando un adiestrador consigue que un perro hambriento no empiece a comer hasta que reciba la orden de hacerlo ¿qué ha sucedido en el cerebro del can? Que se ha establecido una relación de dependencia entre el animal y su entrenador. Los niños aprenden a dominar su propio sistema nervioso de la misma manera: obedeciendo las órdenes de su cuidador. Pero hacia los cuatro años, esa relación de obediencia se interioriza. Este es el gran salto. El niño empieza a darse órdenes a sí mismo y a obedecerlas (o no). Fue otro gran descubrimiento de Vygotsky: una relación intersubjetiva se convierte en una relación intrasubjetiva. La Teoría dual de la inteligencia explica este hecho. El nivel generador produce intenciones de acción que el nivel ejecutivo compara con su sistema de valores y acepta o rechaza.
Ese “sistema comparador” está presente en todas las teorías modernas de la inteligencia.
9.- La libertad como hábito aprendido
Llamamos “libertad” a la capacidad de un individuo para obedecer sus propias órdenes en vez de seguir su impulso, deseos, u órdenes de otros. Es lo que significa la palabra “autonomía”. Esa capacidad de obedecer las propias órdenes es un hábito aprendido. Se adquiere o no se adquiere. Me pareció que esa conclusión era extraordinariamente novedosa, pero me equivocaba. La había expresado ya en el siglo XIII Tomás de Aquino, aunque fueron Vygotsky y Luria quienes aclararon el proceso, relacionándolo con la aparición del “habla interior”, con el que nos damos órdenes a nosotros mismos. La consecuencia es que los sistemas normativos tienen como primera función desarrollar las funciones ejecutivas del sujeto. Forman parte de su psicogénesis. La genealogía del sujeto, que estaba estudiando desde hacía tanto tiempo, daba un paso más. Los anteriores habían sido la “fenomenología constituyente” de Husserl, la “epistemología genética” de Piaget, la “Teoría dual de la inteligencia” de la neurología, la psicología evolucionista, y ahora la “psicogénesis del sujeto activo”, que conocí sobre todo a través de las obras de Friedrich Hayek y de Norbert Elias.
10.- Una nueva definición del ser humano
Además de su papel en la constitución del sujeto libre, los sistemas normativos han evolucionado hasta proporcionarnos una nueva definición del ser humano, una manera de comprendernos a nosotros mismos. Pensemos en la teoría del sujeto de la filosofía budista, taoísta, socrática o cristiana. La Filosofía debe estudiarlas, compararlas y comprobar si cumplen los criterios de verificación que previamente ha tenido que elaborar. En concreto, los sistemas normativos son fáciles de comparar porque se enfrentan a un elenco reducido de problemas universales: (1) el valor de la vida, (2) la relación entre individuo y tribu, (3) la participación en el poder, (4) la propiedad, su adquisición y distribución, (5) la sexualidad, la procreación y la familia, (6) la relación con los débiles, enfermos, niños, ancianos, etc., (7) la relación con los extranjeros y (8) la relación con los dioses, la muerte y el más allá. Cada cultura los ha resuelto a su manera, creando su propia moral, pero la comparación entre las diferentes soluciones permite seleccionar las mejores, que constituirían una Ética como moral transcultural. Creo que el relativismo cultural no está justificado ni es irremediable. El estudio de la evolución moral, que emprendí en Ética para náufragos (Anagrama, Barcelona, 1995) y La lucha por la dignidad (Anagrama, Barcelona, 2000), lo he continuado veinte años más tarde con El deseo interminable (Ariel, Barcelona, 2022) e Historia universal de las soluciones (Ariel, Barcelona, 2024). Esas investigaciones apoyan la idea de que las distintas morales siguen una evolución convergente, de acuerdo con una Ley del Progreso ético de la Humanidad, que dice así: “Toda sociedad, toda cultura y toda religión, cuando se libera de cinco obstáculos -la pobreza extrema, la ignorancia, el fanatismo, el miedo al poder y el odio al vecino- evoluciona convergentemente hacia un modelo ético caracterizado por el reconocimiento de derechos subjetivos, el rechazo de discriminaciones no justificadas, la participación en el poder, la razón como función crítica, las garantías jurídicas y las políticas de ayuda”.
En este modelo tienen especial importancia los “derechos subjetivos”, que pueden parecer un tecnicismo legal ajeno a los temas centrales de la Ética. Lo mismo me sucedió la primera vez que leí sobre ellos. Sin embargo, constituyen una nueva visión del ser humano. No son una afirmación jurídica, sino ontológica. Fueron elaborados en parte por los juristas españoles de los siglos XVI y XVII, pero alcanzaron su definición en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. Tradicionalmente los derechos eran conferidos por el legislador -en el caso de los derechos naturales, por Dios-, pero para protegerse mejor contra el poder fue emergiendo la idea de romper esa relación con el legislador y afirmar que los seres humanos tenían “derechos previos al legislador”, por su propia naturaleza. Al prescindir esa relación con el Dios legislador y con la noción de derecho natural de estirpe teológica, la noción de derecho natural quedaba sin fundamento. La solución fue crear un nuevo “derecho natural” basado en la “dignidad humana”, como fuente de los derechos. Así se recogió en la mayor parte de las Constituciones promulgadas después de la II Guerra Mundial. Se trata, por supuesto, de una afirmación “performativa”, que crea lo que afirma, lo mismo que hace una promesa o un compromiso. Es una ficción jurídica pero una ficción salvadora. Una ficción jurídica no es un error, ni una mentira. Es un concepto inventado para resolver un problema. Afirmamos que el ser humano por el hecho de serlo, haga lo que haga, está dotado de dignidad, de la que derivan los derechos subjetivos universales. ¿Es esto verdad? No lo es, si entendemos la verdad en sentido científico. Sí lo es si la entendemos como una “promesa verdadera”. En este caso quiere decir que nuestro compromiso es real. Así sucede con la “dignidad humana”: es una afirmación constituyente, que crea lo que afirma, mientras lo está afirmando. La Historia nos dice que no se nos ha ocurrido una forma mejor de proteger al ser humano. Cada vez que nos hemos separado de ella, emerge imparable la atrocidad. Es lo que he llamado “argumento ad horrorem”, copiado del matemático “argumento ad absurdum”. Cuando no podemos demostrar directamente la verdad de un teorema, podemos hacerlo si probamos que su negación conduce al absurdo. En el caso de la dignidad, negarla lleva al horror.
Como resultado de la evolución que he descrito, el ser humano deja de ser un animal listo para “constituirse” como un animal dotado de dignidad, que debe ser protegida por derechos. Esta es la razón de haber utilizado antes la extraña expresión “constituir la definición”. La especie en busca de definición, que decía Nietzsche, la ha encontrado, por ahora. Si el primer logro de los sistemas normativos es ayudar a crear el sujeto libre, el segundo es darle un contenido -la dignidad como segunda naturaleza- y una guía de conducta: el reconocimiento de los derechos propios del sujeto, anteriores a cualquier legislación.
11.- El motor de la evolución humana: la búsqueda de la Felicidad
La acción está impulsada por necesidades, deseos, expectativas. En el caso humano esta tensión hacia un objetivo la designamos con una expresión simbólica: la búsqueda de la Felicidad. La Felicidad sería el fin de todos los fines, la satisfacción de todos los deseos, una experiencia de plenitud. Por desgracia, nuestra inteligencia ha ampliado indefinidamente nuestras necesidades y por ello somos espoleados por un “deseo interminable”, que nos mantiene en permanente acción. Para comprender nuestros comportamientos debemos bucear para descubrir los deseos o los proyectos que los mueven.
¿Cuáles son los que han movido la creación de los sistemas normativos? Sin conocerlos, no podemos comprender nuestra evolución cultural, que es indiscernible de nuestra evolución biológica, porque somos híbridos de natura y cultura. Los humanos buscamos nuestra felicidad individual. Hacerlo es perfectamente razonable, pero de esa razonabilidad individual no podemos sacar ninguna argumentación moral. No, la razón privada va a lo suyo. Sin embargo, somos seres sociales, y eso nos obliga a hacer compatibles las búsquedas privadas de felicidad. La “razón privada” debe completarse con el “uso público de la razón”, con la “búsqueda de evidencias universales” o con la “inteligencia compartida”. Los sistemas normativos intentan resolver los problemas, para que la vida en la polis facilite, proteja y ayude la realización de los proyectos privados de felicidad, siempre que sean compatibles con los de los demás. Ese estado ideal es lo que los ilustrados denominaron “felicidad pública” o “felicidad política”. A mi juicio es la clave de bóveda que mantiene en pie todo el edificio sistemático que he descrito.
La distinción entre “felicidad privada” y “felicidad pública o política” es esencial. Aquella es una experiencia subjetiva, que cada uno va a cifrar en una cosa. La felicidad pública es una situación objetiva, mensurable. Es el conjunto de las mejores soluciones que se nos han ocurrido para resolver los problemas de la convivencia, de la vulnerabilidad y de las esperanzas humanas. Para conseguirlo tienen que “ajustar” todas las pretensiones legítimas. Y el resultado de ese “ajustar” es la justicia, que, como han recordado muchos filósofos, desde Aristóteles a Kelsen, es otro nombre para la “felicidad pública”. Este es el proceso que resume la Ley del progreso ético de la Humanidad que he mencionado antes. Cada vez que uno de los obstáculos desaparece, estamos colaborando en esa teleología salvadora. Por desgracia, ese progreso es frágil. Periódicamente la Humanidad sufre colapsos éticos, progresos descivilizatorios, como los que estudió Norbert Elias y yo documenté en Biografía de la inhumanidad. Hasta ahora nos hemos recuperado de esos fracasos, pero nada nos asegura que eso vaya a suceder siempre. Por eso conviene estar prevenidos.
12.- Vivimos en la encrucijada
Hasta este momento, la evolución de las culturas tiende hacia una nueva definición de la naturaleza humana: somos animales inteligentes dotados de dignidad, de la que se derivan derechos fundamentales que deben ser respetados. Sobre este principio constituyente debemos construir la “felicidad política”, y las normas que rigen la conducta individual. Es obvio que esta no es una definición de la ciencia positiva, que se limita a afirmar que somos animales más inteligentes que los demás. Para la zoología hablar de la superior dignidad del hombre resulta tan extraño como que en Matemáticas se afirmara que unos números son más dignos que otros. La nueva definición deriva de la ciencia filosófica, que conoce la evolución humana, y que comprende que nuestra especie tiene como facultad exclusiva la de poder definirse a sí misma.
En este momento la idea de cambio en la naturaleza humana ha cogido fuerza y se empieza a hablar del advenimiento de la “Singularidad” o del “transhumanismo” como la aparición de una nueva especie por la confluencia de cuatro tecnologías: ingeniería genética, nanotecnología, neurociencia e inteligencia artificial.
Nos encontramos en un punto crucial, donde el camino se bifurca. Como estudié en Historia visual de la inteligencia (Conecta, Barcelona, 2019) tenemos que tomar una decisión. La historia humana nos muestra dos evoluciones trenzadas: la científico tecnológica y la moral. La relación entre ambas ha sido y es complicada, y todo hace prever que lo será más. Como recurso retórico para clarificar el argumento voy a simplificar: Debemos elegir un futuro basado en la ciencia positiva y la tecnología, o basado en la ciencia filosófica, que asimila las ciencias positivas pero las prolonga al comprender su sentido. Tenemos que elegir si el futuro va a apoyarse fundamentalmente en la tecnología o si va a apoyarse en la ética, es decir, en la idea del ser humano que ha emergido de la evolución de los sistemas normativos. Oponer estas dos líneas evolutivas no es una ocurrencia mía. Procede de una tradición secular que ha mantenido que la ciencia y la tecnología deben estar “libres de valores morales”. Esto, que debería entenderse como el reconocimiento de que no se pueden falsear los resultados de una investigación para adecuarlos a la moral, suele entenderse como una separación de dos dominios irreconciliables: el de los datos y el de los valores.
Elegir la vía de la ciencia y de la tecnología puede suponer olvidar la otra vía evolutiva y su definición del ser humano. Skinner, el principal representante de la psicología conductista, pidió que prescindiéramos de las nociones de libertad y dignidad porque estaban impidiendo aplicar la ingeniería social a la resolución de problemas de convivencia. Lo explicó en un libro titulado Más allá de la libertad y de la dignidad. En este momento estamos viviendo el triunfo de Skinner, al que muchos consideran el patrono de las nuevas tecnologías. No me refiero sólo a la aplicación en China del sistema de Crédito Social, que es una gigantesca “caja de Skinner” de distribución de refuerzos positivos y negativos, o al sistema de pequeños premios adictivos como los “like” en el móvil, sino a situaciones más generales como son el poder de las redes sociales y de la Inteligencia Artificial. Como explica la “teoría de grafos”, una red tiene dos componentes: los nodos y las líneas o aristas que los unen. El propio concepto de red nos anima a dar más importancia a los enlaces y a lo que transita por ellos, por lo que olvidamos que lo importante son los nodos, que representan a las personas. Si potenciamos las redes sin potenciar los nodos, devaluamos a los sujetos. Por otra parte, la Inteligencia Artificial, un mecanismo para manejar información, puede convertirse en un sistema que toma decisiones, con lo que también reduce el ámbito de decisión del sujeto.
Este es el problema que la situación actual nos plantea, y que la generación que actualmente está en la Universidad tendrá que resolver. ¿Estamos explicando bien la trascendencia del momento? Creo que no. La brillantez y fuerza de la línea evolutiva científica y tecnológica puede hacernos olvidar que el progreso más profundo de la Humanidad es el basado en la evolución de los sistemas normativos, en la afirmación constituyente de la dignidad humana, en el reconocimiento y defensa de los derechos derivados de ella, en la afirmación de un sujeto fuerte capaz de evaluación crítica. Sin esta guía evolutiva, la tradición científica y tecnológica puede conducir al horror. En cambio, la Ética acoge y garantiza la independencia de la ciencia, pero sometiéndola en su práctica a los límites impuestos por los derechos humanos. Es la Ética la encargada de establecer el nivel más alto de evaluación de la inteligencia. Pero estas ideas van en contra de las modas intelectuales presentes. Por eso, a la Filosofía corresponde, por una parte, ejercer la pesada tarea de verificación de conceptos, datos y argumentos que se utilizan en el debate público, y también de preparar a la ciudadanía para la trascendental decisión que inexorablemente tendremos que tomar, si no queremos que otros la tomen por nosotros. Todo lo que he expuesto en este artículo me hace pensar en la conveniencia de incluir en el primer curso de todas las carreras universitaria una asignatura titulada Ciencia de la evolución de las culturas, otro nombre para la ciencia filosófica que busco. Su meta será proporcionarnos los datos y argumentos suficientes para saber cómo hemos llegado hasta aquí, comprender nuestro presente, y desarrollar el talento suficiente para proyectar el futuro. La celeridad de los cambios nos urge a hacerlo con rapidez, para no quedarnos marginados por los acontecimientos.
Publicado en Ju’unea Revista de Investigación ,año 9, número 12, 2024