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José Antonio Marina y su equipo de detectives no cesan de indagar en la nueva temporada de Los casos de Mermelada. Agencia de detectives”. Hoy en el programa de Pe a pa con Pepa Fernandez  os presentamos una nueva investigación: «El caso del programa de radio megalómano: Este«.

Hace unos días me preguntaron cómo se escribe un libro. Me pareció que me lo preguntaban como si fuera un misterio insondable. He estudiado en varios libros como aparecen las ocurrencias.
Pero en vez de contarles  como se les ha ocurrido a los autores la idea de escribir un libro, les animo a que lo comprueben en primera persona.
Todos tenemos una colosal maquinita para inventar historias. A todos se nos pueden ocurrir más cosas de las que creemos. Un programa de radio como De Pe a Pa puede ser una escuela de creatividad.

¿Se animan a escribir el argumento de un relato que comenzara así: “Sólo Andrea se dio cuenta de que a medianoche el reloj de la torre había dado solo once campanadas”.

Entre los participantes vamos a sortear cinco ejemplares del libro que escribí con María de la Válgoma: La magia de escribir.

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Puedes escuchar  «El caso del programa de radio megalómano: Este« en los casos de mermelada del Programa de Pepa Fernández en la web o app de rtve.

Únete 10 Comments

  • José Antonio Marina dice:

    ¿Se animan a escribir el argumento de un relato que comenzara así? “Sólo Andrea se dio cuenta de que a medianoche el reloj de la torre había dado solo once campanadas”

    • E.B.R. dice:

      LAS ONCE EN EL RELOJ

      Sólo Andrea se dio cuenta de que a medianoche el reloj de la torre había dado sólo once campanadas.
      Aquel reloj de la torre, que siempre habían buscado las pupilas escarchadas de su abuelo para poner en hora el suyo de bolsillo. Aquel reloj despertaba su memoria cada noche. Lo veía más allá de los visillos de la ventana de su alcoba y no se dormía hasta oír sus doce campanadas

      Y ahora… Ahora algo extraño le sucedía. Era como si el tiempo se hubiera detenido despertando mundos interiores.
      Y recordó. La mano del abuelo parecía de cuero viejo, áspera, acartonada, pero segura. Aquel día caminaban como tantas tardes bajo la sombra de los viejos álamos de la plaza. Las horas transcurrían rápidas. Era un 27 de abril de 1937 y había que regresar a casa. “Ya son las once, dijo el abuelo”, señalando a su nieta la gran rueda con números romanos del reloj de la torre. Andrea alzó la vista… y entonces una terrible explosión aturdió el aire y borró el contorno de todo en derredor. Sólo se veían, entre nubes de polvo, las agujas de un reloj marcando las once.
      Y ahora… lejos de aquel tiempo, Andrea esboza una sonrisa entre ácida y dulce: “Mi médico se equivoca, todavía conservo la memoria a pesar del Alzheimer”

      PD.: La memoria es lo que hace al ser, humano. Y es inhumano ignorarla.

    • e.b.r. dice:

      MINIFÚ

      Sólo Andrea se dio cuenta de que a medianoche el reloj de la torre había dado sólo once campanadas.
      Y descubrió con horror el motivo. Su vecina Gertrudis lo había buscado por doquier. Incluso había avisado a los municipales sobre su desaparición hacía ya tres días. Y es que Gertrudis vivía sola desde que se quedó viuda. Tenía hijos, pero como si no los tuviera. Uno vivía en Australia, otro en Mongolia y de la hija ignoraba el paradero desde que se enrolló con un trotamundos callejero. La anciana Gertrudis sólo tenía a su gato Minifú. Un gatito blanco precioso pero muy travieso. Gertrudis decía que a su gato le gustaba andar por los tejados buscando gatas. Algo lógico estando en época de celo. La anciana había ofrecido una recompensa de 500 euros a quien diese información de Minifú.
      Andrea miró tras los visillos de la ventana de su alcoba. El reloj de la torre señalaba las once. Enganchado a las agujas colgaba inerte una gato blanco. Era sin duda Minifú. No sería ella quien reclamase los 500 euros de recompensa.

    • Carolina dice:

      El resto del grupo caminaba indiferente y ajeno a aquel hecho.Sin embargo, Andrea notó que un latigazo recorría su columna y el vello de los brazos se erizaba por momentos.
      Dirigió su mirada hacia la torre y comprobó que una sombra blanca detenía la aguja.Intentó, no sin esfuerzo, comprobar qué era eso.
      Lentamente, avanzó hacia la torre y subió con determinación las escaleras que llevaban al campanario. La sombra blanca advirtió su presencia y le tendió la mano. Ya todo había concluido.
      Cuando el resto del grupo advirtió su ausencia, el reloj de la torre daba las doce.

    • Pilar Lasanta dice:

      Solo Andrea se dio cuenta de que a media noche el reloj de la torre había dado solo 11 campanadas.
      Faltaban 5 minutos para la media noche del 8 de agosto, día del Santo Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de los Predicadores, dominicos. También un 8 de agosto, pero de 1883 en Santo Domingo de la Calzada, el regimiento de lanceros Numancia acampado en santo Domingo y más concretamente en el convento de San Francisco participo en una sublevación militar sin éxito que acabo con el asesinato que dirigió la operación además de ser fusilados cuatro de sus seguidores.
      Andrea trabaja en la recepción del parador de Santo Domingo de la Calzada, hoy está viviendo un día complicado por muchos y diversos motivos, mira a su alrededor y le parece, a pesar de todo un privilegio trabajar en ese lugar, aún en el turno de noche. El parador ocupa un antiguo hospital del siglo XII, levantado por santo Domingo junto a la catedral para acoger a los peregrinos que hacían el Camino Francés a Santiago de Compostela, siendo esta localidad ubicada en un gran bosque de encinas a orillas del rio Oja que corría por las montañas de la Sierra de la demanda y donde Domingo un ermitaño dedicó su vida a facilitar el paso a aquellos peregrinos.
      Muy cerca del parador esta la torre exenta, una torre de 70 metros de altura que acoge el reloj de la ciudad, una maquina magnifica del siglo XVIII con sonería a la francesa de cuartos y enteros, escape de péndulo y clavijas que originariamente serían de ancora. Las pesas de este reloj tardan 8 días en recorrer el foso de 70 metros. Su creador un herrero llamado Martin Pasco.
      En la localidad siempre hubo un relojero para su mantenimiento y ajustarlo de vez en cuando, el sacristán Horo Logium ayudante del padre Dad García, se encargaba de ello desde hacía más de 10 años.
      Andrea respira profundamente hace un repaso del funesto día. Hoy su jornada comenzó a las 10 de la noche y se alargará hasta las siete de la mañana, como todas las noches que le toca trabajar cuenta las horas y las campanadas de la Torre Exenta, separada de la catedral por 8 metros de distancia. Cuando vuelva a su casa por la mañana ya no estará él. Lo que por otra parte considera un alivio, volverle a ver podría hacer que se echase atrás en su decisión. Andrea vive en Bañares a 11 km de Santo Domingo en una casita heredada de su abuela y a partir de esta noche residirá allí sola.
      A punto de dar las doce, el reloj comienza su canto, primero los cuartos y después los enteros, Andrea inicia al cuenta con el reloj, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, ………¿qué pasa no llega el doce? ¿Me habré equivocado? ¿He contado mal? Comienza su inquietud, se asoma a la puerta del parador, es una noche calurosa, hay gente todavía por las calles, los ve ajenos al número de campanadas dadas por el reloj. No puede abandonar su puesto de trabajo, hoy además está sola, no está compañera Puri, un catarro de verano la ha dejado en casa. Cuando decide salir para ir a ver el reloj, entra un cliente alojado en el Parador, le solicita su llave e inicia una conversación trivial que exaspera a Andrea, un señor elegante, solo, está alojado sin motivo aparente salvo el turismo, finalmente el cliente va a su habitación y ella puede ir a mirar la esfera del reloj, el reloj está parado, son las 12 en punto, pero el reloj dio 11 campanadas, ¿que habrá podido pasar? Decide llamar a la Policía Local, está muy cerca de donde ella trabaja, han tenido que darse cuenta.
      El teléfono lo coge Bartolomé Castillo, hoy al igual que Andrea haciendo el turno de noche, le informa de lo sucedido y Bartolomé decide ir a echar un vistazo.
      Accede a la Torre Exenta, la puerta estaba abierta lo que le animo a gritar el nombre del sacristán que se encarga del mantenimiento.
      Horo? ¿Estás ahí?, no obtiene respuesta y decide subir las escaleras, ¡132 peldaños! El reloj está a medio camino. Bartolomé iba pensando en la torre y su construcción, construida con piedra arenisca, y sus cimientos llevan una mezcla de cal, arena, pequeñas piedras y cornamenta de vacuno. Todo esto pretendía contrarrestar la falta de firmeza del terreno y el exceso de agua en el subsuelo sobre el que está edificada. Y es que esta falta de firmeza fue una de las razones por la cual tuvo que desmantelarse la torre predecesora a esta.
      La torre está dividida en tres cuerpos: dos de planta cuadrada y un tercero, el campanario, de planta octogonal y con cuatro pequeñas torres en los ángulos. Culmina en una cúpula.
      Por fin llega al reloj, se queda mirando la placa que la visto millones de veces y vuelve a releerla:
      Es el único reloj histórico de Catedral en activo, mediante el remontaje manual. Reloj del herrero Martin Pasco – natural de Huércanos – de ocho días de cuerda. Lo mando hacer el Cabildo Catedralicio en acuerdo timado el 25 de julio de 1780 con un precio de 6.800 reales. La inscripción en latín de la esfera exterior reza: “Hecha esta restauración el año del señor de 2005”. Y haciendo referencia a la fugacidad del tiempo, en el centro: “Tempus Fugit”.
      Todo esto para disipar el miedo y la tensión que se apoderaba de sus músculos, no veía con claridad salvo lo que enfocaba con su linterna, el reloj no hacia tic tac, el escape estaba bloqueado, estaba detenido como se veía desde el exterior, el peso, la cadena del péndulo se encontraba enganchada, estaba enganchado con el cuerpo de Horo, el sacristán, estaba muerto. Habían marcado en la pared más cercana un símbolo .¿que era ese símbolo? Parecía una marca de cantero como las que había por toda la catedral, sobre todo por el deambulatorio la zona más antigua de la Catedral S.XII.
      A partir de aquí todo paso como si de una película se tratase, policía nacional, expertos en homicidios, en cirugía forense, en símbolos y arte sacro, un despliegue de medios modernos que contrastaba con la serenidad de un lugar como Santo Domingo de la Calzada.
      A las pocas horas transcendió por toda la Villa que el Arca de San Formerio que se custodiaba en la Iglesia Parroquial de la Santa Cruz, había desaparecido y en su lugar habían dibujado el mismo símbolo que aparecía en la Torre Exenta al lado de Horo Logium el sacristán.
      Bartolomé fue a ver a Andrea y compartió el asunto del Arca con ella, sabiendo que ella reside en Bañares y lo importante del hecho en sí. Los dos fueron conscientes de que ambos hechos estaban conectados. Andrea se preguntaba ¿porque se habrían llevado la urna cineraria? De todos es conocido su valor, es una caja de madera recubierta de cobre decorado con esmaltes con numerosos y a veces desordenados motivos geométricos, heráldicos y figurativos, entre los que se encuentran las figuras de un rey y de un obispo, se especulaba con que el Rey podía ser Teobaldo. Una de las caras del arca, simboliza el sacrificio de la Misa y otra el sacrificio de la Cruz. Datada en el mismo siglo que el deambulatorio de la Catedral.
      Andrea y Bartolomé estudiaron juntos Historia del Arte en la Universidad de la Rioja, el devenir de la vida y el paro, los llevó a ambos a sus actuales trabajos, no por ello habían abandonado el amor por todo el patrimonio artístico que les rodeaba y por conocer más allá lo que aun permanecía oculto.
      Andrea y Bartolomé pensaron que esos signos lapidarios no eran meras marcas de cantero sino también signos mágicos, religiosos o conmemorativos. Sus funciones eran varias, entre ellas las de indicar la dirección al peregrino, protegerle, e incluso representar lo que sucedió en el momento en que se finaliza una obra.
      El símbolo encontrado se lo dibujo Bartolomé en una hoja del Parador con un bolígrafo del Parador, la aventura acababa de empezar para ambos.

    • Miguel A. Gómez Lacal dice:

      Sólo Andrea se dio cuenta de que a medianoche el reloj de la torre había dado solo 11 campanadas. Sí, sólo ella, nadie más.
      Evidentemente, no era esa noche en la que dan las campanadas que anuncian el nuevo año; pues, esa noche que cierra el calendario, todo el mundo se muestra expectante. Y nadie está pendiente el resto de noches del año de contar las campanadas del reloj. Pero ella, sí, solo ella, aquella noche parecía impaciente por escuchar el sonido de la doceava.
      Todo estaba profundamente estudiado y planeado hasta el último detalle, no cabía el menor fallo, ¿o sí ? Todos los cabos se habían atado y bien atado ¿o no del todo?
      En esos momentos su mente era un hervidero que no paraba de dar vueltas a un pensamiento:
      ~¡No puede ser, no puede ser…!
      Y sin embargo, ella sabía bien que la ausencia de la última campanada era el aviso de que lo que se desencadenaría justo después de la última campanada de medianoche, no llegaría a suceder. Esa campanada silenciada era la señal acordada con Julián para abortar el plan en caso de detectar algún fallo que los pusiera en peligro.
      ~¡No puede ser, no puede ser… !
      Ella estaba tan segura de que había contado bien once campanadas y, sin embargo, su cabeza era un mar de dudas.
      ~¡No puede ser…!
      Un pensamiento repentino le vino a la mente: y si el reloj se había detenido de forma accidental y quizás no se tratara del aviso de su compañero y compinche.
      ~Tengo que ir a la torre y comprobarlo pero… ¿y si él no lo ha parado? Puede que ni siquiera sepa que las campanadas se han detenido. Puede que no sepa que el plan trazado con tanto mimo, se ha suspendido y él, por su cuenta, ha comenzado a desarrollarlo. Y, sin mi aportación, el fracaso también está asegurado. ¡no puede ser… necesito pensar, necesito comprobar porqué no ha sonado la última campanada o el plan perfecto diseñado durante años se irá al traste. ¡Tengo que ir allí…!
      Las dudas la dejaban paralizada y sin embargo, no podía estar parada, necesitaba ir a la torre.
      Abrió la puerta y cuando ya se disponía a bajar las escaleras… súbitamente, un sonido retumbó en sus oídos y le hizo tomar conciencia de la realidad en la que se encontraba. Una campanada se escuchó nítidamente, con un sonido metálico tan claro como las once anteriores.
      Pronto descubrió que a su alrededor todo continuaba igual que antes. Nadie se había inquietado, nadie había notado nada especial. En seguida pudo darse cuenta, de que sólo habían pasado apenas 2 segundos (los segundos habituales entre una campanada y otra); apenas 2 segundos que en su imaginación habían durado un espacio de tiempo muchísimo más largo, tiempo en el que su imaginación no había cesado de volar.
      Y es que, a veces, en unos segundos bien vividos pueden caber un sinfín de sensaciones y emociones.
      Y es que, un segundo vivido con pasión, da para mucho. Y, si no, que se lo pregunten a Andrea.

  • Miguel A. Gómez Lacal dice:

    Sólo Andrea se dio cuenta de que a medianoche el reloj de la torre había dado solo 11 campanadas. Sí, sólo ella, nadie más.
    Evidentemente, no era esa noche en la que dan las campanadas que anuncian el nuevo año; pues, esa noche que cierra el calendario, todo el mundo se muestra expectante. Y nadie está pendiente el resto de noches del año de contar las campanadas del reloj. Pero ella, sí, solo ella, aquella noche parecía impaciente por escuchar el sonido de la doceava.
    Todo estaba profundamente estudiado y planeado hasta el último detalle, no cabía el menor fallo, ¿o sí ? Todos los cabos se habían atado y bien atado ¿o no del todo?
    En esos momentos su mente era un hervidero que no paraba de dar vueltas a un pensamiento:
    ~¡No puede ser, no puede ser…!
    Y sin embargo, ella sabía bien que la ausencia de la última campanada era el aviso de que lo que se desencadenaría justo después de la medianoche, no llegaría a suceder. Esa campanada silenciada era la señal acordada con Julián para abortar el plan en caso de detectar algún fallo que los pusiera en peligro.
    ~¡No puede ser, no puede ser… !
    Ella estaba tan segura de que había contado bien once campanadas y, sin embargo, su cabeza era un mar de dudas.
    ~¡No puede ser…!
    Un pensamiento repentino le vino a la mente: y si el reloj se había detenido de forma accidental y quizás no se tratara del aviso de su compañero y compinche.
    ~Tengo que ir a la torre y comprobarlo pero… ¿y si él no lo ha parado? Puede que ni siquiera sepa que las campanadas se han detenido. Puede que no sepa que el plan trazado con tanto mimo, se ha suspendido y él, por su cuenta, ha comenzado a desarrollarlo. Y, sin mi aportación, el fracaso también está asegurado. ¡no puede ser… necesito pensar, necesito comprobar porqué no ha sonado la última campanada o el plan perfecto diseñado durante años se irá al traste. ¡Tengo que ir allí…!
    Las dudas la dejaban paralizada y sin embargo, no podía estar parada, necesitaba ir a la torre.
    Abrió la puerta y cuando ya se disponía a bajar las escaleras… súbitamente, un sonido retumbó en sus oídos y le hizo tomar conciencia de la realidad en la que se encontraba. Una campanada se escuchó nítidamente, con un sonido metálico tan claro como las once anteriores.
    Pronto descubrió que a su alrededor todo continuaba igual que antes. Nadie se había inquietado, nadie había notado nada especial. En seguida pudo darse cuenta, de que sólo habían pasado apenas 2 segundos (los segundos habituales entre una campanada y otra); apenas 2 segundos que en su imaginación habían durado un espacio de tiempo muchísimo más largo, tiempo en el que su imaginación no había cesado de volar.
    Y es que, a veces, en unos segundos bien vividos pueden caber un sinfín de sensaciones y emociones.
    Y es que, un segundo vivido con pasión, da para mucho. Y, si no, que se lo pregunten a Andrea.

  • Milagros Fernandez dice:

    gracias por impulsar a la escritura… y mas gracias por el excelente programa. En realidad la radio de España me ha acompañado durante decadas… desde tener una radio satelite hasta esta maravilla de internet… un medio maravilloso de poder tener contacto con el mundo… pues si tiene mil cosas malas… pero siempre ha sido asi. nuestra humanidad tiene de todo!!! un abrazo desde Suecia, Estocolmo.

  • Laosiblue dice:

    Sólo Andrea se dió cuenta de que, a medianoche, el reloj de la torre había dado solo once campanadas.
    Se había quedado repasando el exámen que tendría mañana de Selectividad, por eso al oír las campanadas de la torre de la iglesia, sin darse cuenta, las contó mentalmente. Se había puesto una alarma para que sonara a las 11’45 y así tener tiempo de recoger los apuntes, dejar preparada la mochila y acostarse poco después de las 12 y en ello estaba cuando contó 11.
    No podía ser, algo estaba mal, pensó. Miro la hora y vió las 00,02, ¿entonces? Algo raro le había pasado a Vicente el campanero, un buen hombre, formal y cumplidor que desde joven se dedicaba altruistamente y con ilusión a tener informada a la aldea de la hora, haciendo tañir las campanas. Los vecinos no se habrían percatado de esta irregularidad porque en su mayoría se acostaban temprano pues sus labores ganaderas y agrícolas así lo requerían, o sea, con el gallo y los que no, estarían viendo la tele y o no las oyeron o confiando que al ser muchas serían 12 las que Vicente habría tocado.
    Desde hacía un tiempo, a éste se le veía andar ensimismado, como si estuviera en otro planeta. Su mujer había fallecido por coronavirus, fué todo muy rápido, demasiado rápido. Casi no se pudo despedir de ella. Además el banco le apremiaba con la hipoteca de su casa, una casona que compraron para hacer realidad su sueño, su proyecto de final de vida. Una casa donde vivir y que fuera su negocio. Una casa de turismo rural. Pero que por la pandemia ya no tenían clientes, el turismo y la movilidad estaban parados y la deuda con el banco seguía creciendo. Nadie les ofrecía ninguna solución. Estaba abatido y a punto de perder lo poco que tenía. Sus sueños se venían abajo y su tristeza y desánimo se apoderaban de él.
    Andrea corrió hacia la iglesia y al entrar, con la tenue luz de un candil, adivinó un bulto en el suelo. Era el campanero que yacía desmayado, como supo después, por una ingesta letal y no tuvo fuerzas para dar el último tirón a la cuerda que ahora se mecía lentamente. Llamó a emergencias y gracias a la rápida actuación pudiendo salvar su vida.
    Aunque eran tiempos difíciles y extraños debido a la situación sanitaria por el coronavirus, Andrea había aprobado el exámen con muy buena nota y pudo elegir la carrera que siempre había soñado: Sicología. Le atraía la idea de poder ayudar a la gente con problemas o desnortada, aportándoles una luz y ánimo para seguir adelante. Estaba muy contenta, se esforzó mucho para ello y además le concedieron una Beca lo cual le permitía estudiar en la capital.
    Pasados unos meses, cuando empezaban a amarillear y caer las hojas, sonó el teléfono de Andrea. Era una mañana fría y gris. Su padre, al otro lado del teléfono, con la voz entrecortada por el dolor le daba la triste noticia. Vicente por fin lo había conseguido, no podía más. Pero esta vez no quiso fallar, la dosis fue brutal y la doceava campanada tampoco sonó.

    In memoriam, 22 noviembre 2021

  • E.B.R. dice:

    EL ULTIMÁTUM

    Era un ultimátum. O aceptaba o se olvidaba. No había vuelta atrás. Y es que Pedro era así de rotundo. La paciencia no era una de sus cualidades. Aunque, quizá sí, paciencia había demostrado tener porque ya llevaba más de seis meses esperando una respuesta. Pero jugaba con ventaja, no tenía nada que perder… sólo a ella. Y ella…
    Ella, Andrea, de la que se había enamorado perdidamente, era una mujer casada, que le llevaba más de trece años. Y aunque todavía podía considerarse atractiva y deseable por cualquier hombre, sí tenía mucho que perder.
    Llueve a rachas esta noche de julio. Andrea ve hilachos de agua resbalar tras los cristales de las ventanas. Deforman caprichosamente los perfiles de la torre que se vislumbra a lo lejos, y las agujas de hierro de su gran reloj parecen tremolar y retorcerse como culebras negras bajo cegadores relámpagos. Más allá, un horizonte de cielos foscos se va cerrando hasta borrar la línea del mar, clavándose en su abismo una maraña de palos y cordajes. Son los mástiles de barcos atracados en el pequeño puerto pesquero. Andrea oye las campanadas del reloj. Esta noche las cuenta una a una mientras sirve al personal. Son las diez. y, poco a poco, van quedando menos clientes en el bar. Mentalmente, Andrea hace un rápido repaso de los vestidos y enseres más necesarios que ha guardado en sus maletas.

    Pedro es pescador. Lleva lustros faenando en Terranova y año tras año, con mucho sacrificio y renunciando a una vida más cómoda, había logrado hacerse con un modesto capital. Su habilidad en los juegos de azar y algún que otro trapicheo, también ayudaron en hacer posible un sueño: ser patrón de su propio barco y tener marineros bajo su mando. Las dilatadas singladuras desde el Cantábrico a la Península del Labrador le obligan a permanecer durante interminables semanas en la mar, razón que impide o limita sobremanera la relación con otras personas que no sean los integrantes de su tripulación… y así ha venido sucediendo hasta que conoció a Andrea. Y ahora, apoyado sobre la borda de estribor, espera y recuerda. Se oyen diez campanadas que acompasan la cadencia anárquica atronadora de esta tormenta de verano. Llueve, aunque no lo hace tan intensamente como en la noche que la conoció.
    ____________________

    Aquel día, su barco no iba a poder partir hasta que la borrasca cediese. Era febrero. Salvó la pasarela de su pesquero y saltó al muelle poniendo cuidado en no tropezar en la maraña de redes extendidas en el suelo. Rebasó la plazuela y luego de subir por una estrecha y empinada calle, entró en el “Albatros Azul”, la única taberna que aún permanecía abierta. Sonaron diez campanadas en el gran reloj de la torre. Andrea estaba allí, detrás de la barra, sirviendo a un reducido grupo de hombres trasnochadores. Algunos eran del pueblo y otros marinos de paso.
    No se sabe cómo, ni por qué, los ojos de Andrea y Pedro sucumbieron enlazados a una magia inesperada y no buscada. Ocurrió como si ambos se estuvieran esperando desde siempre, desde antes de que la mano grácil y atezada de Andrea acercase el primer vaso de vino tinto a Pedro. Luego vendrían muchos más vasos, más miradas y muchas más noches, tantas como noches hicieron posible las escalas en el puerto y… las manos acabaron tocándose.

    Los encuentros furtivos se sucedieron desde que se inició aquella tórrida relación que ya duraba seis meses. Los comentarios y guiños cómplices entre los marinos eran continuos y no podían disimularse. El patrón ya había enseñado el barco demasiadas veces a la mujer de cabello oscuro y siempre rondando la medianoche. Era inevitable. No tardaría en saberse en todo el pequeño pueblo y surgiría un escándalo de consecuencias imprevisibles. Los amantes agotaron sus coartadas. Las excusas de Andrea justificando sus salidas y tardanzas no daban más de si.
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    Ayer, después de una ausencia de tres semanas faenando en alta mar, el barco de Pedro atracó en el puerto. Habían vuelto a hacer el amor. Iba a ser su última noche de pasión y de sexo desenfrenado. Y Pedro se lo dijo. Ya no podía soportar por más tiempo aquella situación. Pidió a su amante que lo dejara todo y que se fuese con él. Juntos iniciarían una nueva vida, lejos de allí. Fue un ultimátum y la respuesta sólo podría ser un sí o un no.

    Con los brazos cruzados, apoyados sobre la borda de estribor, Pedro no deja de mirar hacia la cuesta sombría y angosta que se interna en el pueblo. La bombilla de la única farola que guarda la esquina se había fundido hacía semanas y la oscuridad es sólo interrumpida por flases relampagueantes. Sigue la lluvia formando espejos en los charcos con cada resplandor y el agua al caer eleva unos centímetros una alfombra opalescente. Y Andrea no aparece. Hace ya casi una hora que el reloj de la torre había marcado las diez. Un fulgente descosido cruza el cielo. Suenan once campanadas. Pero, Pedro no las oye. El eco de un prolongado trueno lo impide. Ese eco y el universo de abstracciones que bulle en su pensamiento.
    ______________________

    Carlo es un hombre fornido. Aún no ha cumplido los 56 años; pero su cabello abundante está completamente blanco y aparenta más edad. Y no puede dormir. Esta noche no. Recuerda brevemente algunos pasajes de su vida. Cómo heredó la cantina de Claudio, su padre, y éste a su vez de su abuelo italiano. “Albatros Azul” es la única taberna del pequeño puerto y ocupa la planta baja de una casa de dos pisos. Es conocida en la zona por permanecer abierta hasta altas horas de la madrugada y es frecuentada preferentemente por pescadores del pueblo y por otros de otros lugares. La rutina es terminar el día agotado y acostarse pronto, antes de las 9. Aunque su sueño es reparador y profundo, a veces precisa ayudarse de pastillas para dormir. Es él quien abre a las cinco de la madrugada para servir a los clientes los primeros cafés. Abajo, Andrea sigue atendiendo el bar y lo hará, como siempre hasta las 12… o hasta que el último cliente se retire a descansar. En realidad, la hora de cierre no es la misma siempre.
    Andrea… su Andrea, con la que se casó hacía ya casi treinta años. Andrea apareció en su vida con el sol caribeño en la piel. Nunca había sentido tanto amor por una mujer. Llegó al pueblo con apenas veinte años y venía de un país de guerra y hambre. Donde la vida no valía nada o muy poco. Una tarde se presentó en el bar solicitando trabajo. A Claudio le cayó bien y la empleó primero como limpiadora y más tarde como responsable de mantenimiento. Y es que Andrea demostró, después de unos pocos meses de adaptación, ser muy diligente y eficaz. Además, su encanto, su sonrisa abierta, la cantarina voz de su acento, sus expresivos ojos color esmeralda y, por qué no decirlo, la exuberancia de sus curvas, ayudaron mucho. Tanto fue así que se convirtió en un verdadero reclamo para atraer clientela, y muchos marinos y hombres del pueblo se prendaron de ella. Y Carlo no fue una excepción.
    Un pensamiento obsesivo martilleaba la mente de Carlo. No podía creer en los chismorreos de la gente. Llevaba semanas oyéndolos y no haciendo caso. Nunca había dudado de la fidelidad de su mujer. Sabía que ella le quería. O eso pensaba. Después de haber compartido tanto y tantos años de convivencia, quizá su única tristeza o decepción fuera el hecho de no haber podido tener hijos…
    Ayer, Carlo se había ido a la cama a la hora acostumbrada. Y a pesar de su cansancio permaneció despierto. Desde abajo subían algunas voces de clientes que jugaban al mus y a los dados. Pero él estaba habituado al ajetreo y no era esto lo que le impedía dormir. Era el plan que bullía en su cabeza. Un plan que iba a cambiar su vida… quizá para siempre.
    Una tras otra se oyeron doce campanadas. Oculto entre las sombras, Carlo vio cómo Andrea apagaba una a una las lámparas de la taberna. No se dirigió a las escaleras que conducen a la primera planta, sino a la puerta principal que da a la calle. Salió y cerrando sigilosamente tras de si, dirigió sus pasos hacia el puerto. Empezaba a lloviznar. Nubes negras ennegrecían aún más la noche. Carlo la seguía a distancia. Andrea pasó bajo el arco de piedra que une la gran torre a un arbotante de la iglesia. La plazoleta que lleva a los muelles apareció ante ella… y más allá varios barcos atracados. Su Andrea se dirigió a uno de ellos. Era el de Pedro. El reloj de la torre marcaba ya las 12 y cuarto en sus números romanos. Carlo tembló y contuvo la respiración. El corazón se le heló en el pecho. Apenas pudo ahogar su llanto. Lloró internamente, de rabia, de despecho y también de impotencia y de orgullo herido, al ver que un hombre tomaba la mano de su mujer y la ayudaba a no enredarse en la maraña de redes esparcidas en el muelle, ni a perder el equilibrio sobre la estrecha pasarela. Los chismorreos eran verdad. La vida, su vida, ya no tenía razón de ser… dio media vuelta y se perdió entre las frías sombras de la noche.
    ______________________

    Andrea no se llevaría más que dos maletas de mano. No le iba a hacer falta más. Pedro le había asegurado que en el barco tendría de todo y más aún en su nuevo hogar. Pedro era pasional. Tenía fuego en la mirada y sus brazos la abrazaban como nunca nadie lo hizo antes. Vibraba bajo el contacto de sus recias manos curtidas por la sal del mar. Le había dicho una y otra vez que ella era la mujer de su vida y que la edad no importaba, que siempre, siempre iba a ser joven para él…

    El sol de su mar era hermoso. La luz lo invadía todo y el pueblo en el que nació hubiese sido el mismísimo Paraíso de haber tenido hombres justos que lo gobernaran. Casi toda la riqueza del país estaba, desde siempre, en manos de clanes familiares privilegiados. Tres cuartas partes de los habitantes pasaba hambre y carencias de toda índole. Y la joven Andrea era una víctima más de aquella pobreza. Sus padres, humildes campesinos, sacrificaron sus vidas para salvar la de ella. Ahorraron dinero mes a mes, año tras año hasta que juntaron la cantidad suficiente que pudieran pagarle un pasaje a la esperanza. Y esa esperanza se llamaba España. Al fin y al cabo, sus antepasados procedían de ese lejano país y suponía una ventaja que en él se hablara el mismo idioma. Andrea tenía diecinueve años cuando embarcó en aquel paquebote mercante.
    Los recuerdos se atropellan en la memoria. Escasamente un mes después de llegar a España, buscó trabajo y tuvo suerte. La encontró en un pueblecito costero del norte. Un hombre generoso llamado Claudio la contrató. Y con el tiempo, aquel contrato se tornó en un enlace familiar al desposarse con su único hijo Carlo, un joven no muy apuesto, algo rudo pero con un gran corazón. Y a lo largo de los años la familia permaneció unida y sin fisuras.

    Andrea escucha al reloj de la torre dar once campanadas. Las cuenta mentalmente una a una. Dispone sólo de una hora. Cierra la puerta de la taberna para que ya no pueda entrar ningún cliente rezagado. Esta noche lo hace una hora antes. Friega los últimos vasos y pasa un paño sobre cada mesa y sobre la encimera de la barra como siempre hace. Súbitamente, una violenta ráfaga de aire abre un postigo de una de las ventanas que dan al norte. La arista del marco le golpea con fuerza en la ceja izquierda, provocando una herida que, aunque no muy profunda, comienza a sangrar copiosamente. Aquel ruido podría haber despertado a Carlo, pensó; y sube para comprobar que duerme. Pero la cama está vacía. Carlo no está allí.

    Presa de los nervios y procurando no hacer demasiado ruido, recorre las demás estancias de la casa. Se lleva una mano a la frente para intentar parar la hemorragia. La sangre sigue brotando y algunas gotas caen sobre la tarima del suelo. Su marido no está en la casa, ya no hay duda. Consciente de que el tiempo transcurre veloz, vuelve sobre sus pasos y baja apresuradamente las escaleras. Fuera se oye el creciente chocar de la lluvia pertinaz que arrecia. Andrea rodea su frente con un fular a modo de turbante. Eso detiene la hemorragia. Cambia sus zapatos de verano por otros con suela de goma y gruesa y se endosa una trenca oscura de tres cuartos con capucha. Cuando cierra la puerta de la taberna ya son las doce, pero no han sonado las campanadas en el reloj. Andrea se da cuenta, pero no de que el tiempo ha pasado muy deprisa. Echa a correr calle abajo bajo una lluvia ahora torrencial, portando una maleta en cada mano. Y confía en que Pedro no haya zarpado ya…

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    Pedro ha saltado al muelle. Sus hombres le observan desde el barco pesquero que está listo para zarpar. Con los motores calentando sólo falta soltar amarras. No se explican que quiera partir bajo esta tormenta, pudiendo hacerlo cuando amaine y con la luz del día, pero donde manda capitán no manda marinero…
    Son las doce. Andrea debería haber llegado ya. Pedro se inquieta. Los nervios le reconcomen y decide ir a su encuentro. Avanza hacia la plazuela. De repente escucha gritos de gente. Son gritos altisonantes, desesperados. Algunos desgarradores. Curioso, más que alarmado, se aproxima al lugar. Un grupo indeterminado de personas mira angustiado hacia la torre del reloj. La lluvia arrecia, tanto que forma una cortina que impide ver con claridad. La oscuridad es casi completa y sólo los relámpagos permiten ver la escena: un hombre hace equilibrios sobre la estrecha cornisa que bordea la zona más alta de la torre. Al pronto, Pedro lo reconoce. Es Carlo. Tiene una soga rodeándole el cuello. El otro extremo de la soga está anudado a las agujas del inmenso reloj que está unos dos metros por encima de la cornisa.
    Los presentes gritan aterrados y suplican a Carlo que no cometa esa locura. El número de personas crece en pocos minutos.

    Alguien ve acercarse a Andrea. Desde la esquina, a punto de pisar la plaza, descubre con horror a su marido. Comprende lo que pretende hacer. La cabeza le da vueltas. El corazón se le desboca en el pecho. Y grita. Grita todo lo fuerte que le permiten sus pulmones y su garganta. Es más un alarido desgarrador, una súplica que quiebra la noche y que resuena más allá de la tormenta: ¡CARLO, NO LO HAGAS!! Perdóname, perdona mi ceguera y mi debilidad… ¡POR DIOS, NO LO HAGAS!!!
    Abandona las maletas y corre desesperadamente hacia el portón de la torre. Como si tuviera alas en los pies, sube las escaleras de caracol atropelladamente, dando trompicones. Por fin, con el corazón en el cuello, consigue llegar a la portilla por la que se accede a la cornisa. Pero ya es tarde. Carlo pende de una gruesa cuerda, oscilando entre relámpagos, como un fantasmagórico péndulo sobre el vacío. Sobre él las agujas del reloj se han detenido. Ya hace muchos minutos que deberían de haber marcado las doce.

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    Han pasado los años. Demasiados. Andrea ya no lleva la cuenta. No puede hacerlo. Tiene una nebulosa en su cabeza. Sin embargo, todavía es capaz de recordar algunos episodios de su vida. Y los ha contado muchas veces. Quizá para no olvidarlos, quizá como penitencia. Quizá por ambas razones… nunca olvidó que una noche lejana, sólo ella se dio cuenta de que a medianoche el reloj de la torre había dado sólo once campanadas

    Una auxiliar muy jovencita la da a tomar la tila con las pastillas de la mañana. Tiene la cara redonda y la nariz respingona. Le dice que a todas las cuidadoras de la residencia les ha contado ya esa historia, pero que nunca les ha dicho qué fue del marino, del pescador… Andrea no la escucha y deja que su mirada se pierda entre los colores de las flores del jardín. Quizá esperando que en la torre de algún reloj suenen doce campanadas.

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