“Epifanía” es una palabra griega muy bella. Significaba “brillar”, manifestarse algo luminosamente. Me interesa la importancia que dio a esa palabra un famoso escritor James Joyce. Llamaba “epifanías” a esos acontecimientos tal vez insignificantes, pero que pueden resultar admirables porque son luminosos.
Por eso quiero poner otro reto a nuestros escuchantes, a los que invito a formar parte del Club de escritores de Mermelada agencia de detectives. Voy a proponerles que colaboren en un proyecto que se va a llamar “Historias de cosas”. En Mermelada investigamos cosas muy extrañas, pero de gran importancia. Pueden enviar una historia sobre un objeto que tengan en casa. No más de doscientas palabras. No tiene por qué ser un objeto especial, puede ser una sartén, o unas zapatillas viejas que se resisten a tirar, o una planta que intentan que sobreviva en una ventana… Espero que nuestros “cazadores de epifanías” se animen.
Voy a poner un ejemplo. Rafael Sanchez Ferlosio fue un gran escritor, pero de su obra mi preferida es Industrias y andanzas de Alfanhui, y de esta obra un párrafo en que cuenta la historia de una puerta:
“La puerta de la pensión era oblicua, porque el descansillo se vencía un poco hacia el vano de la escalera. Cuando empezó a vencerse, la puerta primitiva no congeniaba bien con aquel marco torcido y desvencijado. Pero cuando hicieron la puerta nueva, le dieron ya esa forma de romboide, para que cerrara como es debido. Esto tampoco dejó de tener sus complicaciones, porque al abrir, la punta de abajo iba rozando el suelo hasta que llegaba a un punto del que no pasaba. Y hubo que dar un poco de peralte a las hembras de las bisagras para que la puerta subiera al abrirse, y acanalar un poquito el suelo del descansillo. Entre una y otra cosa la puerta marchó bien, no sin que antes fuera preciso rebajar con el cepillo la parte interna del montante para que al levantarse la puerta no topara también allí. Todo esto lo hizo un carpintero de Atocha que se llamaba Andrés García”
Lámpara de ganchillo
Ahí está, en un rincón en el suelo de mi habitación, escondida, esperando ser de nuevo resucitada.
Le regalé a mi hija siendo pequeña una lámpara de mesilla que con deslizar la mano por su base se encendía. Su base era cónica de acero y un globo de cristal blanco, luminosa y sencilla. Unos años después un jerbo “pelusa” que paso unos días en casa se escapó de su jaula y en su búsqueda, el globo de la lámpara se rompió. Sin repuestos, obsolescencia temprana, la idea fue hacer un globo de ganchillo que lo sustituyera. Un globo y un poco de cola transparente hizo el resto, manteniendo la rigidez. Fue mi madre quien con hilo del nº 2 de ancora creo la ilusión. ¿Quién hará “globos” dentro de unos años?
Pasó el tiempo y un nuevo inconveniente, no siempre que acariciabas la lámpara se encendía, el azar hizo que, si tocaba algo metálico a la vez que la lámpara, ésta funcionara, también tuvo fecha de caducidad. La lámpara un objeto con un valor acumulado pero abstracto esperando una nueva idea ingeniosa que la saque del aquel rincón. Aún tengo pendiente aprender electrónica.
La Providencia
Hacía ya muchos años que no visitaba la Feria del Libro de Madrid y decidí que aquel domingo de junio de 2008 no iba a dejarlo pasar. Llegué al parque del Retiro por la tarde, temprano, y me puse a pasear, como hacía años lo había hecho muchas veces con mi hermana Paloma. Siempre llovía cuando íbamos a la Feria, pero ésta era una tarde soleada, preciosa.
Al azar, iba eligiendo el pasillo de casetas que la dirección de la riada de gente me permitía, pero trataba de evitar las que tenían colas interminables de personas que esperaban a que les fuese firmado un libro por algún autor venido a más para el momento y ampliamente publicitado por los medios. Me producía una especie de rechazo tanto fanatismo cultural. Así que empecé a optar por los pasillos menos concurridos en busca de uno de esos libros que vienen a ti cuando dejas que te encuentren.
Liberada de la multitud, miré en lo alto de una caseta donde colgaba un cartel: «Emilio Aragón firma su libro». Lo leí una vez, como había leído otros muchos carteles. Volví a leerlo… ¡Emilio Aragón! Bajé la vista despacio, como si se tratase del plano lento de una película y vi a un hombre mayor sentado, solo, dentro de la caseta. Tardé unos segundos, o quizás nada, no sé, en darme cuenta de que era él, Miliki: allí estaba el que tanta ilusión había repartido entre mi generación.
Me acerqué a él y se puso de pie adivinando en mis ojos a una de «sus niñas de treinta años» un poco pasados ya. Le di la mano y le llamé de usted. ¿Cómo se puede llamar de usted a un payaso, a un duende, a Papá Noel? Era pura admiración y respeto.
Estuvimos hablando un rato de su libro, La Providencia, ambientado en Cuba, donde él había vivido casi treinta años. Me preguntó si conocía la isla porque así entendería mejor el mensaje del libro. No, yo no había estado nunca en Cuba. Entonces, cogió un rotulador negro que tenía al lado de su mano ligeramente temblorosa y escribió. Me compré aquel libro para envolver delicadamente la dedicatoria de un payaso.
Pasó el tiempo y el libro de Emilio A. Foureaux, que fue como lo firmó, estuvo de aquí para allá. Lo presté. Lo leyeron. Me lo devolvieron. Lo empecé. Lo dejé… Pero yo sabía que ese libro tenía que leerlo.
Años después, un sábado de noviembre entrada la noche, volví a pensar en Miliki: ¿qué habría sido de él? Ya era un hombre muy mayor. Pensé que era el momento de volver a empezar el libro. Dejé el que estaba leyendo y volví a La Providencia. Abrí la portada y allí estaba él, mirándome de frente con la mano apoyada en la barbilla y sonriendo. Pasé la primera página para encontrarme con la dedicatoria: «Para Begoña con mi cariño. Miliki. 2008». Me produjo una enorme ternura y la acaricié suavemente. Pasé la página del título y de nuevo otra dedicatoria, esta vez impresa: «A Rita, ese todo en mi vida». Cuánto debe quererla, pensé. Y comencé a leer sintiendo que cada palabra salía de su mente, de su pluma, hasta que me dormí.
El domingo por la mañana recibí un mensaje de Paloma: «Ha muerto Miliki. Qué pena. Descansa en paz, mi querido payaso amigo».
¿Qué había ocurrido la noche anterior? Dicen que cuando mueres pasa toda tu vida por delante, y yo quiero pensar que aquella conversación en el Retiro también le gustó a él. Miliki me recordó en un flash, una chispa imperceptible pero que formaba parte de sus recuerdos. Y yo lo recibí.
Aquel encuentro en el Retiro cuatro años atrás había sido obra de la providencia. Imposible olvidarlo.
En un artículo de Vicente Coves, un erudito del periodismo, veo citado un texto mio de hace veinte años que, por supuesto, había olvidado. Me ha hecho gracia porque acababa de hablar en DE PE A PA sobre las “epifanías”, y me descubría escribiéndolas hace ya tanto tiempo:
Por la ventana veo el prunus, que ha florecido estrepitosamente, como siempre. En su
afán de apresurar la primavera, las flores adelantan a las hojas y se adueñan del árbol.
Sólo veo sus enjambres rosados, en torno a las ramas oscuras. Mi mirada se vuelve al inte
rior. Estoy tomando un whisky. Tengo frente a mí un vaso con licor, agua y unos cubitos
de hielo. Me sorprende la belleza del espectáculo. El cristal brilla, aparece y desaparece, es
blanco, luz, gris, incoloro. Su fulgor rachea. A mis años, no me he acostumbrado todavía
al prodigio del cristal, a su aire limpio de manantial detenido, a su riguroso anonadarse
para dejar ver. Dia-fano significa eso: lo que permite que la luz alumbre a través suyo. En
el agua dorada, los trozos de hielo imitan el cristal, con su transparencia consistente, y
fragmentan el color. El vaso está ligeramente empañado, anublado, neblinoso. Si lo miro
con ojos de pintor, tengo frente a mí un bodegón minúsculo, cotidiano e inagotable.
(El Semanal, 17/03/2002).
La camisa de los viernes
Me compré una camisa con de algodón que tenía estampadas unas flores; me la ponía todos los viernes. Era holgada y ligera. Tengo en mi móvil alguna que otra foto en la que aparezco con ella.
Me recordaba a una compañera de facultad que llevaba camisas con flores pequeñas. Coincidí con ella unos años y luego se fue a vivir a otra ciudad. Pasó el tiempo, no escribíamos, nos mandábamos fotos y dejé de saber de ella. Y al cabo de unos años cuando supe de ella había fallecido.
Mi camisa se fue rompiendo poco a poco. Y la fui arreglando hasta que no fue posible ponerla más. Me dio mucha pena deshacerme de ella. Intenté darle una segunda vida. Y se la terminé dando a otra persona porque no me atrevía a tirarla.
Certeza:
Le he dado muchas vueltas. La mayoría de las veces para tapar los agujeros de algún cigarro despistado o una mancha inoportuna. Pese a todo, sigue siendo naranja. Un poco mas apagado que cuando intentó entrar por primera vez en casa y hubo que devolverlo porque era demasiado grande. Fue una de las primeras contrariedades. Las demás, sucedieron al compás de ilusiones que se turnaban para aparecer y desaparecer. Como luces tenues de noches parpadeantes. Él podría contar mi vida. Hacerlo con la certeza de que es el único que siempre ha estado ahí, sobreviviendo a los vaivenes que ahora me tambalean. Muchas veces he pensado en cambiarlo. Podría ser más grande, más cómodo. ¿Quién no lo ha hecho alguna una vez? Pero si sucumbo, borraré gran parte de las imágenes que se pelean por el papel principal. Y ahora, lo único que quiero es tomarme un café en mi querido y gastado sofá.
Patricia Bernardo.