Si tuviera el talento narrativo de Pérez Galdós me tentaría la idea de escribir una serie de “episodios pasionales”, para contar las corrientes emocionales que han impulsado la historia. En parte lo intenté sobre el tormentoso periodo de la Revolución francesa Los sueños de la razón. Desde entonces, mi interés por el tema ha ido nutriendo mis archivos, reforzando mi convicción de que, sin conocer el clima emocional, los intereses en juego, los miedos y las esperanzas no podemos comprender nuestra historia y, lo que es más llamativo, nuestra participación en ella.
En estos años de investigación he encontrado compañeros imprevistos, por ejemplo, Karl Marx, que comprendió que las pasiones políticas eran decisivas para la marcha de la historia. Solo la intensidad emocional -que llama “energía revolucionaria”-, sólo cuando las pasiones populares están “sobreexcitadas”, se puede producir una revolución. A pesar de la importancia que daba a las condiciones materiales, estas solas no podían provocarla. Lo indica claramente en 1870 cuando hablando de los obreros ingleses dice: “Los ingleses tienen toda la materia necesaria para la revolución social, lo que les falta es la pasión revolucionaria”. (Circular del Consejo general de la A.I.T.).
Volviendo a la Revolución Francesa, llama la atención la excitación sentimental en que se vivía, y que Guillaume Mazeau ha documentado. Había un sentimiento de prisa, de aceleración, de desbordamiento. En junio de 1789 el diputado Duquesnoy escribe: “El tiempo presiona, todo nos ordena avanzar”. Babeuf, el revolucionario que, como los jacobinos y los “sans-culottes” pensaban que el fin de la sociedad era «la dicha común» y que se debía asegurar «la igualdad de goces», es decir una especie de comunismo de la felicidad, escribe a su mujer al llegar a París en julio; “Todo a mi alrededor esta vuelto del revés y en tal fermentación que, aunque sea uno testigo de lo que pasa, no es posible creer lo que se ve”. Dos años más tarde Robespierre recordará con nostalgia la “conmoción salvadora que electrizó París” en el verano de 1789. Un buen revolucionario debía inflamar los ánimos. La energía era lo importante. Sade pensaba que la revolución debería llevara la insurrección permanente. “Los acontecimientos se suceden con tanta rapidez que cuesta ponerlos en orden. Las horas se escapan”, dice Jean Dusaulx, otro diputado. Algo parecido escribe Adrian Duquesnoy: “Era un delirio, una ebriedad. (…) Soy incapaz de escribir; estoy demasiado agitado por todos los sentimientos. (Mazeau, G. “Émotions politiques: la Révolution française (Corbin, A (ed), Histoire des émotions, Seuil, 2016, II 138). Napoleón encarnará esa energía incansable.
Madame Roland escribe a Gilbert Romme: “No sé si está usted enamorado, pero se bien que en las circunstancias en que estamos, si un hombre honesto puede seguir los fuegos del amor es solo después de haberlos encendido en el fuego sagrado de la Patria”. (Memoires de madame Roland, ed. Claude Perroud, Plon, París, 1905, I, 340).
Los acontecimientos despiertan manifestaciones explosivas de alegría o de tristeza. Las lágrimas corren con facilidad. Cuatro días después de la toma de la Bastilla, una delegación de los diputados marcha de Versalles para París a informar sobre la Asamblea. Son recibidos por una atmósfera de entusiasmo, de alegría colectiva, “Los hombres, las mujeres, los niños de todas las clases se empujaban para verlos, abrazarlos, tocarlos, besarles las manos”.
La pedagogía de la Revolución es extremadamente emocional.
Durante 1789 y 1790 los “patriotas se reúnen alrededor de los “altares de la patria”, los decoran con símbolos, y los hacen bendecir. Se erigen “árboles de la libertad”, un símbolo que se respeta casi hasta la idolatría. En el pueblo de Bédouin por arrancar uno de esos árboles sesenta y tres de sus habitantes son condenados a muerte y barrios enteros arrasados.
Se vive la utopía de la fusión colectiva, que se manifiesta efímera. El júbilo se mezcla con la crueldad. Las masacres unen atrocidad y júbilo. Babeuf al contar a su mujer los horrores de la ejecución de Bertier de Sauvigny escribe:” ¿Cuánto dolor me producía esa alegría?”
Pero la exaltación cansa. En 1795 el pueblo está ya harto de sangre. Robespierre cae bajo el mismo terror que implantó. Babeuf también. El Directorio intenta aplacar los ánimos. Durante la Revolución francesa se exaltó la “competence sensible” del pueblo, su capacidad de juzgar sobre lo tolerable e intolerables, sobre lo justo y lo injusto. (Wahnich, S. Les Émotions, la revolution française et le Présent. Editions du CNR, Pris, 2009). Pero rápidamente, con el Directorio (1795-1799) la “política razonada” adquiere protagonismo. Tras el golpe del 18 brumario, Napoleón se hace con el poder. Su afirmación es tajante: “La revolución ha terminado”.
Lo que no acaba es la hiperestesia emocional. La Revolución se prolonga en el romanticismo, y Napoleón es un héroe romántico. Sustituyó un proxismo emocional por otro. Pero eso merece otro “episodio pasional”.