Henry Kissinger ejerció como asesor de varios organismos de la administración americana antes de que en 1968 Richard Nixon le nombrase consejero de Seguridad Nacional, y posteriormente Secretario de Estado. Su participación en todas las áreas del gobierno le hizo indispensable, como explica Robert Greene en su libro Las 48 leyes del poder, Atlántida, 1999: «Henry Kissinger se las ingenió para sobrevivir a las muchas sangrías en la Casa Blanca ocurridas durante la administración de Nixon, no porque haya sido el mejor diplomático que éste pudo encontrar -había otros negociadores excelentes-, no porque ambos se llevaran bien- eso no era así. Tampoco porque compartieran convicciones o ideas políticas. Kissinger sobrevivió porque se afianzó en tantas áreas de la estructura política que eliminarlo habría llevado al caos.». Su influencia en la política exterior estadounidense fue profunda y duradera, pero estuvo sometida a fuertes críticas. En un editorial de The Atlantic Monthly, Thomas Griffith afirmaba que “Kissinger es un hombre fascinado por el poder, estudioso del poder y, a veces, intoxicado por él”.
A Kissinger le interesan fundamentalmente los mecanismos del liderazgo. De hecho, su último libro, que ya he mencionado en este Diario, se titula Liderazgo (Debate, 2023). Piensa que, aunque la historia está influida por fuerzas impersonales (economía, capacidad militar, geografía, et.) escapa al determinismo porque algunos líderes con intuición y coraje han comprendido el sistema y utilizado sus dinámicas para sus propósitos. Este es el esquema básico de Kissinger: los grandes estadistas cambian la historia, gracias a que comprenden las fuerzas en juego, y saben encontrar los puntos en que apoyarse para cambiar el rumbo. También Isaah Berlin admitía esa intuición. Las grandes figuras políticas, decía, tienen “una capacidad para integrar una vasta amalgama de circunstancias en constante cambio, con distintos aspectos, a veces evanescentes, datos que se superponen constantemente, demasiados, demasiado rápidos, demasiado entremezclados para poderse comprender y entender y discernir, como si se tratara de un enjambre de mariposas distintas. Ser capaz de integrar todo ello es ser capaz de ver los datos (los que se identifican con el conocimiento científico y también los que dependen de la percepción directa) como elementos de un modelo o un paisaje único, con sus implicaciones, para apreciarlos como síntomas de posibilidades pasadas y futuras, es verlos pragmáticamente, esto es, en términos de lo que uno y otro pueden hacer o podrían hacer con ellos, y lo que ellos pueden hacerte a ti o a otros”. Lo peculiar de Kissinger es que pensaba que esa intuición se adquiría mediante el conocimiento histórico.
Además, creía que la Historia nos indica lo que debemos evitar y cómo hacerlo. La Primera Guerra Mundial estalló porque no hubo estadistas capaces de bloquear los “doomsday mechanism”, los mecanismos que nos llevan a la destrucción. En Biografía de la Inhumanidad, estudié alguno de ellos. La guerra podría haber sido detenida por la diplomacia personal, pero ninguno de los Estados tuvo la lucidez y la valentía necesarias para parar el descenso a los infiernos. El continente sufrió la carencia de grandes líderes como Metternich o Bismark. Es probable que Kissinger estuviera pensando también en él mismo.
“La historia es una inspiración para imaginar iniciativas diplomáticas que puedan empujar el equilibrio de poder en una nueva dirección. Es también una licencia para lideres creativos, dinámicos y a veces algo radicales”.(Kissinger, H.)
La confianza de Kissinger en la diplomacia incansable guio la política exterior americana. Abrió la era de la distensión (detente). Pensaba que los grandes estadistas ven el poder de una manera dinámica. Deben modular sus preferencias para tener en cuenta las oportunidades y los límites impuestos por la situación. Leen el sistema de esa manera y hacen algo más: reconocen que la historia no es determinista, que presenta un rango de posibilidades. El estadista persigue esas posibilidades creativas buscando el interés nacional, usando la diplomacia y la coerción para conseguir un particular resultado. Kissinger lo intentó con la política de acuerdos con China y Rusia. Para él, “la historia es una inspiración para imaginar iniciativas diplomáticas que puedan empujar el equilibrio de poder en una nueva dirección. Es también una licencia para lideres creativos, dinámicos y a veces algo radicales”.
Kissinger entiende la política en el marco conceptual de la “realpolitik”. Este concepto tiene una interesante historia que ha estudiado John Bew (Realpolitik. A history, Oxford University Press, 2016). Se opone al idealismo político y también al moralismo en política. Es el modelo Nixon-Kissinger frente al modelo del presidente Carter o del presidente Wilson. En una referencia más antigua, la oposición se da entre el Príncipe de Maquiavelo y la Utopía de Tomás Moro. El concepto de “realpolitik” nació en Alemania y por eso se ha generalizado el uso del término alemán. Según Bew, su autor fue Von Rochau en 1869 al tratar el tema “idealismo político y realidad”. La realpolitik es una propuesta que no renuncia a las metas ideales, pero asume que se hace necesario analizar con detenimiento las circunstancias históricas para saber con precisión qué es posible construir en el presente.
Desde el Panóptico se contempla la permanente disyuntiva entre dirigir la acción política por medios éticos o dirigirla por la búsqueda descarnada del poder.
Hans Joachim Morgenthau (1904-1980) dio una versión cruda de la realpolitik en las relaciones internacionales. En su juventud había confiado en la ley internacional como medio para resolver los conflictos, pero ese optimismo desapareció. El escenario internacional le pareció una lucha continua por el poder. En su libro de 1948, Politics among Nations, llega a una conclusión pesimista: ”El realismo mantiene que los principios morales universales no pueden ser aplicados a la acción de los estados” (Brew, p.209). Desde el Panóptico se contempla la permanente disyuntiva entre dirigir la acción política por medios éticos o dirigirla por la búsqueda descarnada del poder. Kissinger piensa lo mismo que Morgenthau. Busca el equilibro entre las convicciones morales a largo plazo y la adaptación caso a caso que requiere la seguridad nacional. La política no es el arte de buscar lo mejor, sino de evitar lo peor (Suri, J. “Henry Kissinger, the Study of History and the Modern Stateman”, en Brands y Suri (eds) The power of the Past, pp. 27-47).
La revisión de las ideas sobre la Historia de Kissinger me proporciona varias propuestas interesantes para mi proyecto. La primera es usar la Historia como fuente para desarrollar la “intuición política”, que permite descubrir posibilidades donde otros no ven nada. En segundo lugar, después de una corriente social de los estudios históricos, la necesidad de repensar el papel de las individualidades poderosas en los giros históricos. Por último, Kissinger corrobora lo que denomino “el gran escándalo de la política internacional”. Mientras que en los países democráticos la política está sometida al imperio de los derechos, las relaciones internacionales han permanecido en un escenario pre-moral, en el que la fuerza continúa siendo aceptada.
¿Por qué la evolución que llevó a moralizar la vida de las naciones no ha servido para moralizar las relaciones internacionales? La desaparición del colonialismo y de la filosofía que lo justificaba ha sido un gran paso, pero aún continúa siendo imposible la resolución de los conflictos internacionales con instrumentos jurídicos, como se hace en el interior de las naciones.
Tal vez podamos aprender algo de la guerra de Ucrania. Si una potencia agresora viera que el resto de la comunidad internacional condenaba su agresión y tomaba medidas para impedirla, tal vez pudiéramos empezar a pensar en la posibilidad de un mundo más pacífico.