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Una educación para la polis

José Antonio Marina Catedrático de Filosofía Premio Nacional de Ensayo (Coordinación)

Resumen: Este es un monográfico necesario y comprometido. La educación política es un tema que activa todo tipo de alertas. Las mismas que despierta la “educación moral”, con la que está estrechamente relacionada. Los fantasmas del adoctrinamiento, de la utilización partidista de los sistemas educativos, el enfrentamiento entre los ámbitos familiares y públicos de la educación, se yerguen amenazadores, y con razón, porque en nombre de ambas -política y moral- se han cometido toda suerte de disparates. Con razón Jonathan Haidt ha subtitulado su gran libro “La mente de los justos” preguntándose por qué la política y la religión dividen a la gente sensata, y Pablo Malo ha podido titular su libro “Los peligros de la moralidad”. Estos miedos afectan al sistema educativo, que siente la tentación de retirarse a un territorio axiológicamente neutral, dedicándose a la mera instrucción, como si esto no supusiera ya una elección axiológica.

La polémica que hubo hace veinte años sobre la asignatura de “educación para la ciudadanía” es un buen ejemplo de esa confusión. Se la atacó considerándola una intrusión estatal en un campo que debía estar reservado para las familias. Esta postura implicaba que no era posible defender una moral social universal, es decir, una ética. Lo que iba a ser una asignatura importante quedó reducida a unos temas poco comprometidos, mezcla de educación emocional y teoría descafeinada de los valores. Después de la Conferencia de Lisboa, la Unión Europea había recomendado la introducción de esa asignatura preocupada por el desinterés y desafección política de la juventud. La situación ha empeorado. Ha aumentado la desconfianza hacia la democracia, la polarización ideológica, el desinterés por la cosa pública, el descrédito de la política y de los políticos, y un escepticismo ético incapaz de justificar un sistema normativo universal. Un respeto mal entendido a las diferentes culturas y a las opiniones individuales ha llevado a una devaluación de los objetivos de la ilustración, a una exaltación de las identidades y de las opiniones subjetivas, acompañadas de la desconfianza hacia todo conocimiento universal, incluidas la ciencia y la ética. En este momento, el sistema de los derechos humanos está siendo atacado como eurocéntrico, la democracia pasa por horas bajas, aumentan los integrismos políticos y religiosos, y gana adeptos el modelo chino para el que la libertad no es el valor supremo, sino que debe ser precedida por la búsqueda de la armonía o de la justicia. La presión de las redes sociales y la potencia de las industrias de la persuasión están debilitando la capacidad crítica de los ciudadanos, como ponen de manifiesto obras como “En defensa de la Ilustración”, de Steven Pinker; “El olvido de la razón”, de Juan José Sebreli, o “La masa enfurecida”, de Douglas Murray.

Todas estas corrientes ideológicas hacen más vulnerables a los ciudadanos, menos capaces de librarse del adoctrinamiento y de defender su autonomía, y parece necesario que la escuela recupere uno de sus grandes objetivos que es formar buenos ciudadanos. Siempre que surge un problema social: el acoso, la violencia, las drogas, la discriminación, la gente se vuelve a la escuela, se organizan actividades, clases, talleres, sin reconocer que solo tienen sentido dentro de una profunda educación ética y política, que nadie se atreve a emprender. Esa educación trata de la justicia, que es la buena resolución de los problemas que surgen de la convivencia en la ciudad. Una dramática equivocación ha convertido la Política en la lucha y el ejercicio del poder, cuando su objetivo es, como decían los ilustrados, conseguir la “pública felicidad”. La educación política forma parte de la educación ética. Para Aristóteles era superior a esta, porque la ética trata de la felicidad individual mientras que la política se ocupa de la felicidad de la sociedad entera. Debemos por ello reivindicar la nobleza de la actividad política, que implica a todos los ciudadanos, y de la actividad de los gobernantes, encargados de la gestión de la cosa pública.

La suerte de la política va unida a la de la ética y viceversa, aunque parece haberse olvidado desde Maquiavelo. Al desligarlas, como hace la “Realpolitik”, esta se convierte en mero ejercicio del poder, que es una nueva forma de absolutismo. El poder, sin embargo, siempre ha necesitado justificarse con una ideología, y es en ese momento cuando la escuela se convierte en instrumento de la política. El adoctrinamiento entra a formar parte de la lucha por el poder. Para muchos, la solución podría ser una escuela neutra, dedicada solo a la instrucción, a la transmisión de conocimientos, ajena a todo tipo de valores. Pero de esa manera, con el propósito de ponerlos a salvo del adoctrinamiento lo que se consigue es dejar a nuestros alumnos a merced de cualquier adoctrinamiento. Se hunde así el proyecto ilustrado que confería a la educación la tarea de hacer ciudadanos libres y responsables.

Necesitamos fortalecer la educación para la polis, la inteligencia ética, el pensamiento crítico, las virtudes intelectuales y prácticas, la creatividad social, en una palabra, la capacidad de enfrentarse con los problemas de la convivencia.

Pero la escuela no tiene en este momento potencia intelectual para enfrentarse a esos retos. La educación siempre ha sido correa de transmisión de las ideologías vigentes y se ha plegado a las instrucciones de los diferentes gobiernos. Solo la ilustración quiso hacer de ella una escuela de hombres y mujeres libres. Por eso, deberíamos desarrollar desde la escuela un pensamiento autónomo, que pensara lo que es mejor para sus alumnos, que meditara sobre el futuro de la sociedad, puesto que es la cuidadora de ese futuro. En un momento en que se habla tanto del “interés superior del menor”, la escuela debe ser su gran defensora, frente a las modas, el Estado, las creencias no justificadas, las tecnologías invasivas. Y para eso debemos desarrollar nuestro talento educativo y pensar en nombre de la sociedad.

Este monográfico va en esa dirección. Es una reivindicación de la razón práctica, de la posibilidad de elaborar un cuerpo de nociones, principios y comportamientos legitimados de manera universal, y que, por ello, pueden y deben formar parte de la educación. Para conseguirlo hay que desmontar muchos prejuicios, argumentar pacientemente, justificar todas las afirmaciones. El número comienza con un artículo de Rafael López Meseguer, dedicado a hacer una historia de la “educación política”. A continuación, José Antonio Marina trata el tema de si es posible una educación política y ética a salvo de la ideología. Una de las posibilidades de esa educación se concreta en el desarrollo de las “virtudes cívicas”, que conduce a los modelos centrados en la “formación del carácter”, que es estudiado por Concepción Naval. La educación de las virtudes -que procede de la gran tradición de la filosofía griega, y que no tiene connotaciones religiosas- ha sido sustituida por la “educación en valores”, que es meramente conceptual. Las virtudes eran hábitos prácticos que facilitaban el comportamiento excelente, es decir, estructuras psicológicas guiadas por valores, pero orientadas a la acción. Capacitan para la buena resolución de los problemas prácticos, de los conflictos íntimos o sociales. Amplían las posibilidades de las personas.

Un artículo elaborado por el Equipo de investigación de la Fundación UP estudia el enfoque de la política y de la ética como grandes solucionadoras de los problemas surgidos de la convivencia. Forma parte de un enfoque heurístico de toda la educación. Así como llamamos Verdad a la mejor solución de los problemas teóricos, podemos llamar Justicia a la mejor solución de los problemas de la acción humana.

La democracia adquiere su legitimidad por ser la institución que permite resolver mejor los problemas de la convivencia y acercarse así al ideal de justicia. Pero, como señala en su artículo Daniel Innerarity, “la democracia no está teniendo la capacidad de formar a los ciudadanos que necesita para cumplir sus objetivos”. El autor señala que la formación del juicio individual no basta, que la solución democrática para resolver los problemas que la misma democracia plantea pasa por fortalecer la inteligencia política colectiva y cuidar las instituciones que deben fomentar y asegurar su racionalidad.

Hay dos disciplinas que pueden colaborar eficazmente a la mejora del juicio político individual y colectivo: la Historia y la Filosofía. La Historia, porque conserva la experiencia de la Humanidad y es el banco de prueba de sus creaciones éticas y políticas. Es el tema tratado por José Luis Villacañas. La Filosofía, porque debería encargarse de fomentar el pensamiento crítico, hábito esencial para la construcción de la democracia. Es el tema escogido por Jesús Conill.

Este monográfico defiende el papel de la escuela como creadora de conocimientos y de prácticas sociales, no solo como transmisora. Es una reivindicación del proyecto ilustrado, sometido en este momento a ataques que de triunfar conducirían la educación a un nuevo servilismo. La pregunta que debería preocuparnos es si la escuela será capaz de generar el talento que la sociedad necesita.

Palabras clave: Democracia. Polarización ideológica. Desafección política. Juventud. Redes sociales. Adoctrinamiento. Educación. Principios.

Cuadernos de Pedagogía >> n.º 561_febrero 2025 >> 79

Abstract: This is a necessary and committed monograph. Political education is a subject that triggers all kinds of alerts. The same alerts are raised by ‘moral education’, with which it is closely related. The ghosts of indoctrination, of the partisan use of education systems, of the confrontation between the family and public spheres of education, loom large, and rightly so, because in the name of both – politics and morality – all sorts of absurdities have been committed. Jonathan Haidt has rightly subtitled his great book ‘The Mind of the Righteous’ asking why politics and religion divide sensible people, and Pablo Malo has been able to title his book ‘The Dangers of Morality’. These fears affect the education system, which is tempted to retreat into axiologically neutral territory, devoting itself to mere instruction, as if this were not already an axiological choice.

The controversy twenty years ago over the subject of ‘education for citizenship’ is a good example of this confusion. It was attacked as a state intrusion into a field that should be reserved for families. This position implied that it was not possible to defend a universal social morality, that’s to say, an ethic. What was to be an important subject was reduced to a few uncommitted topics, a mixture of emotional education and a watered-down theory of values. After the Lisbon Conference, the European Union had recommended the introduction of this subject out of (a) concern for the disinterest and political disaffection of young people. The situation has worsened. Distrust of democracy, ideological polarisation, disinterest in public affairs, discrediting of politics and politicians, and an ethical scepticism unable to justify a universal normative system have increased. A misunderstood respect for different cultures and individual opinions has led to a devaluation of the aims of the Enlightenment, an exaltation of identities and subjective opinions, accompanied by a distrust of all universal knowledge, including science and ethics. At this time, the human rights system is being attacked as Eurocentric, democracy is going through a low point, political and religious fundamentalism is on the rise, and the Chinese model is gaining adherents, for which freedom is not the supreme value, but must be preceded by the search for harmony or justice. The pressure of social networks and the power of the persuasion industries are weakening the critical capacity of citizens, as works such as Steven Pinker’s ‘In Defence of Enlightenment’, Juan José Sebreli’s ‘The Oblivion of Reason’, or Douglas Murray’s ‘The Enraged Mass’.

All these ideological currents make citizens more vulnerable, less capable of freeing themselves from indoctrination and defending their autonomy, and it seems necessary for the school to recover one of its great objectives, which is to form good citizens. Whenever a social problem arises: bullying, violence, drugs, discrimination, people turn to school, activities, classes, workshops are organised, without recognising that they only make sense within a profound ethical and political education, which nobody dares to undertake. This education is about justice, which is the good resolution of problems arising from living together in the city. A dramatic mistake has turned politics into a struggle and the exercise of power, when its aim is, as the Enlightenment said, to achieve ‘public happiness’. Political education is forms part of an ethical education. For Aristotle it was superior to ethics, because ethics is concerned with individual happiness while politics is concerned with the happiness of society as a whole. We must therefore vindicate the nobility of political activity, which involves all citizens, and the activity of rulers, who are responsible for the management of public affairs.

The fate of politics goes hand in hand with that of ethics and vice versa, although this seems to have been forgotten since Machiavelli. By separating the two, as ‘Realpolitik’ does, it becomes a mere exercise of power, which is a new form of absolutism. Power, however, has always needed to be justified by an ideology, and it is at this point that the school becomes an instrument of politics. Indoctrination becomes part of the struggle for power. For many, the solution could be a neutral school, dedicated only to instruction, to the transmission of knowledge, free of any kind of values. But in this way, in order to make them safe from indoctrination, what is achieved is to leave our pupils at the mercy of any indoctrination. The Enlightenment project, which gave education the task of making free and responsible citizens, thus collapses.

We need to strengthen education for the polis, ethical intelligence, critical thinking, intellectual and practical virtues, social creativity, in short, the ability to deal with the problems of coexistence. But schools do not currently have the intellectual power to meet these challenges. Education has always been a transmission belt for the ideologies in force, and it has always obeyed the instructions of the different governments. Only the Enlightenment wanted to make it a school of free men and women. For this reason, schools should develop autonomous thinking, thinking about what is best for their pupils, meditating on the future of society, since it is the caretaker of that future. At a time when there is so much talk about the ‘best interests of the child’, the school must be its great defender, in the face of fashions, the State, unjustified beliefs and invasive technologies. And for that we must develop our educational talent and think on behalf of society.

This monograph goes in that direction. It is a vindication of practical reason, of the possibility of developing a body of universally legitimised notions, principles and behaviours, which can and must therefore form part of education. To achieve this, many prejudices must be dismantled, patiently argued, and all assertions must be justified. The issue begins with an article by Rafael López Meseguer, devoted to a history of ‘political education’. Next, José Antonio Marina addresses the question of whether a political and ethical education safe from ideology is possible. One of the possibilities of such education is the development of ‘civic virtues’, which leads to models centred on the ‘formation of character’, which is studied by Concepción Naval. The education of virtues – which comes from the great tradition of Greek philosophy, and which has no religious connotations – has been replaced by ‘education in values’, which is merely conceptual. Virtues were practical habits facilitating excellent behaviour, that is, psychological structures guided by values, but oriented towards action. They enable the good resolution of practical problems, of intimate or social conflicts. They broaden people’s possibilities.

An article by the UP Foundation’s research team explores the approach of politics and ethics as major problem-solvers in the field of coexistence. It is part of a heuristic approach to all education. Just as we call Truth the best solution to theoretical problems, we can call Justice the best solution to the problems of human action.

Democracy acquires its legitimacy as the institution that can best solve the problems of coexistence and thus come closer to the ideal of justice. But, as Daniel Innerarity points out in his article, ‘democracy is not having the capacity to train the citizens it needs to fulfil its objectives’. The author points out that the formation of individual judgement is not enough, that the democratic solution to solve the problems that democracy itself poses involves strengthening collective political intelligence and taking care of the institutions that should promote and ensure its rationality.

There are two disciplines that can collaborate effectively in improving individual and collective political judgement: history and philosophy. History, because it preserves mankind’s experience and is the testing ground for its ethical and political creations. This is the subject addressed by José Luis Villacañas. Philosophy, because it should be responsible for fostering critical thinking, an essential habit for the construction of democracy. This is the subject chosen by Jesús Conill.

This monograph defends the role of the school as a creator of knowledge and social practices, not only as a transmitter. It is a vindication of the Enlightenment project, which is currently under attack and which, if successful, would lead education to a new servility. The question that should concern us is whether the school will be able to generate the talent that society needs.

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