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La justicia y el pueblo

HOLOGRAMA 12.


La expresión “la justicia emana del pueblo” es un ejemplo perfecto de holograma. Resume una parte importante de la historia política europea. Si se lo acepta sin saber su contenido, uno puede ser forzado a conclusiones que no quería, pero cuyas premisas había admitido. La Constitución española  afirma: “La justicia emana del Pueblo y se administra en nombre del Rey por jueces y magistrados integrantes del poder judicial”(CE art.117). En el reciente Comentario mínimo a la Constitución Española (Crítica, 2018), dirigido por Santiago Muñoz Machado, Luis Aguiar de Luque reconoce “el carácter eminentemente retórico” de esta referencia al origen y fundamento de la justicia.  La redacción es equívoca. Puede entenderse que del pueblo emana la distinción entre ”justo” e “injusto”, o simplemente el “poder jurisdiccional”, el poder de impartir justicia. A tenor del resto de la Constitución esta última interpretación es la correcta. El art.1 de la CE dice:” La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”(Art.1). Uno de esos poderes es el judicial. Es el poder legislativo el encargado, a través de las leyes, de señalar lo justo y lo injusto. Lo hace mediante el derecho positivo, que el poder ejecutivo debe encargarse de realizar. La arquitectura constitucional parece clara, pero deja sin resolver un asunto endiablado. Las leyes positivas señalan lo que es legal, pero no está asegurado que todo lo legal sea justo. La historia de las injusticias legales es larga y horrible. ¿A qué instancia reclamamos entonces para que dictamine sobre lo que es justo o injusto dentro del edificio constitucional?

En este holograma se ha colado una palabra que en sí misma es otro holograma: soberanía. En su origen, es la capacidad de mandar y de exigir obediencia. A quien ostenta este poder se le denomina “soberano”. Cuando se elaboró la teoría de la soberanía política, su titular solía ser el monarca que siempre se enfrentó a la necesidad de conseguir la obediencia del súbdito. Conseguirlo por la fuerza era demasiado costoso y se inventaron otros métodos que implicaban la obligación moral de obedecer. Esto se hizo uniendo la realeza con la aplicación de la ley, y la ley directamente con Dios. Obedecer al soberano se convertía en obedecer a Dios. Así sucede desde los primeros códigos babilónicos. Los dioses – Anun, Enlis, Ningirsu- designan al rey, para que imponga la ley, pero el verdadero soberano es el dios.  Él  dice lo que es justo o injusto. El rey, el gobernante, debe someterse a esa ley. Eso le libraba de caer en la arbitrariedad y el despotismo.

Empieza así una curiosa historia conceptual. El origen divino del poder político confería al rey una autoridad especial. Respecto de sus súbditos, absoluta. Respecto  a la divinidad, limitada. Esa fue la concepción medieval del poder. El poder del soberano estaba sometido a una doble limitación. Por una parte, tenía que conjugar el suyo con otros poderes: las costumbres, los nobles, los privilegios de las ciudades,  y, en especial, la Iglesia, que en este juego de controles jugó un papel esencial. Incluso en tiempo de Luis XIV se admitía que el rey estaba sometido a una “heureuse impotence”, porque no podía cambiar las instituciones, y eso se consideraba bueno. Por otra parte, el rey, que no estaba sometido a sus propias leyes, estaba, sin embargo, sometido a la ley divina, que se manifestaba en los derechos naturales. Además, el poder llegaba al monarca de Dios, pero bajo la mediación y la supervisión de la Iglesia. Ella se encargaba de que el soberano no olvidase su obediencia a la ley divina. San Isidoro de Sevilla ya invocaba un antiguo precepto: “Tu serás rey si eres justo. Si no, no”. Y el obispo Jonas, en el siglo IX, proclama: “rex a recte dicitur”. Sin rectitud no hay realeza. Recuerden que en 1077, el emperador Enrique IV peregrina a Canossa para pedir al Papa que le levante la excomunión, sometiéndose a la penitencia que ordene.

Las revoluciones democráticas de finales del XVIII admitieron el modelo medieval de la soberanía, y lo único que hicieron fue cambiar el titular del poder. El soberano ya no era el monarca, sino el conjunto de los ciudadanos, que heredaba las características del monarca, es decir, la soberanía, la capacidad de impartir justicia y, también, la sujeción a principios morales que están por encima del soberano, en este caso, del pueblo. El pueblo recibe la soberanía de Dios, igual que el monarca, cosa que ya habían afirmado muchos teólogos y juristas. La noción de “soberanía popular” se había empezado a diseñar mucho antes. La historia la han contado magníficamente dos historiadores: Bertrand de Jouvenel, en Sobre el poder (Unión editorial,1998) y en De la Souveraneité,(acaba de ser reeditado por Calman Levy, 2019) y Edmund S.Morgan, La invención del pueblo. El surgimiento de la soberanía popular en Inglaterra y Estados Unidos,(Siglo XXI, 2008).

En ese juego de poder, reyes absolutistas como Jacobo I de Inglaterra, comprendió que la forma de afianzar su poder absoluto (librándose de las coacciones del  Parlamento y de la Iglesia) era enlazando directamente con el pueblo, como mediador entre la divinidad y él. Con esto, se reconocía la soberanía del pueblo que se la transfería al monarca. Cuando la CE menciona que la justicia se ejercerá en nombre del Rey, mantiene un resto de esa maniobra simbólica. Afirmar que la soberanía residía en el pueblo, pero que el pueblo la transfería al monarca, fue el centro de la teoría democrática de Rousseau, y uno de los saltos mortales más arriesgados del circo de la teoría política. Al redactar la constitución para Córcega,  Rousseau imponía que cada corso abandonara sus derechos a favor del soberano, y que firmase la siguiente declaración: “Me uno en cuerpo, en bienes y en voluntad y con todas mis fuerzas a la nación corsa, para pertenecerle íntegramente, yo y todo lo que de mi depende”. La mayor afirmación de la soberanía popular se había convertido en la máxima defensa del soberano absoluto. La vida conceptual da muchas vueltas.

Como he dicho, en el Antiguo régimen, la arbitrariedad del rey estaba limitada por el poder popular y por la sumisión a la ley eterna. Los autores de las Constituciones democráticas aceptaron ese mismo modelo, conscientes de que poner la voluntad popular como única fuente para dictaminar lo que es  justo no libraba a las naciones de la arbitrariedad. Tenían que admitir una instancia que impusiera su norma al soberano, fuese el monarca o el pueblo. Sin embargo, había una pieza en ese modelo que no casaba bien: Dios. Reconocer el origen divino del poder no resultaba aceptable en naciones que pretendían ser laicas. Se buscó una solución muy ingeniosa. La ley divina que estaba por encima del soberano real, también debía estar por encima del soberano popular. De acuerdo. Pero la manifestación de la ley divina eran los derechos naturales, y la solución que se buscó fue situar a los derechos naturales como marco normativo que libraba a todos los soberanos –monarcas o pueblo- de la arbitrariedad y el despotismo, pero rompiendo su lazo teológico. Se aceptó la ficción de que los derechos naturales tenían existencia propia, y no necesitaban un legislador. La Declaración de Independencia de Estados Unidos, de 1776, lo hizo a medias, al afirmar: Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad. Los aceptaban porque, muy ingenuamente, los consideraban evidentes, pero la raíz religiosa de esos derechos está clara. La Declaración de derechos del hombre y del ciudadano francés, de 1789, ya no menciona al Creador, pero mantiene el mismo esquema: Considerando que la ignorancia, el olvido o el menosprecio de los derechos del Hombre son las únicas causas de las calamidades públicas y de la corrupción de los Gobiernos, han resuelto exponer, en una Declaración solemne, los derechos naturales, inalienables y sagrados del Hombre, para que esta declaración, constantemente presente para todos los Miembros del cuerpo social, les recuerde sin cesar sus derechos y sus deberes.

Lo importante era librarse de la arbitrariedad o del despotismo, proviniera del monarca o del pueblo. Había que recuperar en nuestra sociedad laica los “derechos imprescriptibles y sagrados” que estuvieran por encima de la voluntad popular. Volvió a hacerlo la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 1948, que comienza: “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”. Los derechos fundamentales continúan siendo evidentes, por lo que parece  que no necesitan justificación alguna. Durante los trabajos preparatorios de la Declaración, se discutió si había que mencionar a Dios como origen de los derechos, postura que se rechazó. Jacques Maritain, filósofo católico, que participó en ellos, se extrañó de que los participantes se pusieran con bastante facilidad de acuerdo en reconocer los derechos, pero con una condición: que no se intentara justificarlos, porque en ese caso no se pondrían de acuerdo. Unos apelarían al Dios cristiano, otros a Alá, otros a la Razón, etc.

La Razón pareció una buena solución. Al fin y al cabo, incluso un teólogo como Tomás de Aquino había dicho que la ley eterna era “opus rationis”, obra de la razón. Pero tampoco fue suficiente. La Razón pasa por horas bajas, y, en cambio, sube con fuerza la idea de “voluntad”.  Se habla de “voluntad popular”, pero no de “Razón popular”. Ya el pesimista Hobbes lo había dicho:Auctoritas, non veritas, facit legem”. La ley no la hace la verdad, sino el poder. ¿Podríamos impulsar esa “Razón popular” como fundamento de la democracia? Lo dudo. La relación entre Razon y poder o entre Verdad y poder es harina de otro costal, es decir, es materia para otro holograma.


  1. Javier Rambaud y yo hemos contado esta fascinante historia con mas detenimiento en Biografía de la humanidad.
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Únete 5 Comments

  • Jorge dice:

    Buenos días:

    Yo discrepo una vez más de un posible existencia de «derechos» o de «justicia» fundamentales o naturales. Por una mera cuestión filosófica: si la justicia y el derecho son creaciones humanas, no pueden existir sin su intervención. No hay «leyes naturales» en el planeta o en el universo, y si las hubiera tampoco deberíamos estar obligados a aceptarlas (la única ley natural que parece existir es la muy salvaje de la mera supervivencia y depredación).
    Nosotros, como seres humanos, somos lo que definimos qué es justo y razonable…, y esto es una tarea que cada generación debe hacerse.

    También discrepo un tanto del origen moderno del concepto de soberanía popular. Muchos de los padres de la constitución americana eran masones, de ahí que usen el término de «Creador» y no de Dios; y muchos prohombres de la revolución francesa eran manifiestamente ateos, de ahí que ni lo mencionen.

    De lo que se trataba, en mi opinión, era de deslegitimizar el origen divino del poder del monarca. Había dos maneras: una, negar la existencia de Dios (solución francesa); otra, no negar a Dios pero negar que éste hubiera concedido al monarca la soberanía sobre sus súbditos (solución americana).

    Se necesita entonces buscar un nuevo origen de la soberanía. Y ambos coinciden en lo mismo: todo poder parte del pacto entre ciudadanos.

    Esto es el origen de la soberanía moderna y del concepto de derecho positivo.

    Cuando se dice que el poder emana del pueblo, se entiende que lo hace mediante pacto. En ese sentido, Rousseau era poco positivo, su pensamiento legal sigue siendo medieval.

    El pacto cristaliza en la elección de representantes que elaboren leyes, un gobierno que las ejecute y una administración de justicia que las aplique. En eso nada ha cambiado desde Montesquieu.

    El pacto en un inicio se circunscribía no a todos los ciudadanos, sino sólo a una pequeña parte: aquellos que pagaba impuestos y eran hombres. Sólo poco a poco se fue evolucionando para que el derecho a voto fuera de todos (no sólo por censo), cosa que sucede en España a finales del XIX, y luego también el voto femenino (cosa que sólo sucede más tarde: en España en 1932 y en otros países como Francia aún más tarde.
    Esto por sí solo desmonta el Mito de la Razón como fuente de derecho: ni la solución francesa ni la americana, las dos aparentemente razonables, imaginaban siquiera que las mujeres y los pobres pudieran votar. Pongamos, pues, en barbecho, toda presunción de que la «Razón Humana» sea infalible.

    La otra aberración, que todavía padecemos, es acabar confundiendo el concepto de soberanía de la nación (es decir, del conjunto de ciudadanos de un determinado territorio) por soberanía del la Nación (es decir, un ente abstracto que las élites burguesas del siglo XIX crearon prácticamente de la nada para justificar la toma del poder). Esta Nación es un concepto parecido al de Dios: alguien que no se puede contradecir porque no dialoga más que a través de aquellos que se autoproclaman como sus demiurgos. Una hábil manera de seguir manipulando moralmente a las «masas». Dios en el Antiguo Régimen, Nación en el Nuevo.

    Esta aberración la explica muy bien el ilustre, ilustrado y casi desconocido Tomás Pérez Vejo en sus libros, que no me cansaré en recomendar.

    Si recapitulemos, tanto la Constitución Americana, como la Declaración Universal de la RF o la más reciente de la ONU…, son producto del pacto de los que la redactaron… Es puro derecho positivo.

    Pero como su «Razón» es muy humana, muy limitada, sólo podemos aceptar sus postulados si de manera democrática las aceptamos. La declaración de la ONU no es vinculante para ningún estado ni persona, excepto para aquellos que democráticamente la hayan incluido en sus constituciones.

    La conclusión a la que se llega es que, en una democracia, un Derecho Fundamental es aquel que está definido como tal en su Constitución, y que se distingue del resto de derechos y obligaciones en que para su modificación o supresión se precisa una mayoría cualificada, un amplio consenso, y no sólo una mayoría simple.

    A mí esta definición me vale. No creo que se precise buscar más allá, sinceramente. Es perdernos en un bosque de incertidumbres.

    Un saludo

    • Jorge dice:

      PS: una pequeña nota sobre esta frase mía:

      «Cuando se dice que el poder emana del pueblo, se entiende que lo hace mediante pacto. En ese sentido, Rousseau era poco positivo, su pensamiento legal sigue siendo medieval.»

      Rousseau presupone que al soberanía es un objeto que se puede transferir, que posee cada persona y que puede ceder a otro.

      Pero la soberanía no es objeto. Es el resultado de un pacto. Surge cuando se pacta y los que pacta se ven obligados a respetar ese pacto. Y como todo pacto, también se puede modificar mediante un nuevo pacto.

      En definitiva: la soberanía es el Pacto en sí, no otra cosa. Y por eso no se puede delegar ni transferir, como si fuera una mercancía.

  • jose antonio marina dice:

    Estoy de acuerdo con lo que dice, pero lo que me interesa es saber por qué se inventa la ficción de los derechos naturales. En su origen fue para poder limites la arbitrariedad del poder. Una vez descubierta la herramienta (el concepto) se la utilizo para otras cosas, es decir, se lo desnaturalizo. Hitler fue un acérrimo defensor de un peculiar iusnaturalismo, que encontraba en la naturaleza aria derechos imprescriptibles tambien. La declaraciones de derechos -americana, francesa y universal- buscan tambien liberarnos de la arbitrariedad. Hasta tal punto se apela a esa solución que cuando -sobre todo despues de Hume- se rechaza la posibilidad de deducir derechos de la naturaleza, (no hay paso del «ser» al «deber ser») la nocion de derecho natural que ha salido por la puerta entra por la ventana, con la noción de «dignidad humana». Es claramente una ficción constituyente. tan ficción como la idea de pacto. El pacto de Hobbes nunca existió, como nunca existió el hombre natural de Rousseau. El derecho natural entra, por ello, en la categoría de «ficciones jurídicas». No es mentira, es una construccion inventada para resolver un problema, a sabiendas de que es una ficción.

    • Jorge dice:

      ¿Qué no es ficción en el pensamiento humano?, je, je…

      A mí lo que me seduce del concepto de «pacto» como origen del derecho es que nos pone a salvo de los fanatismos y de la manipulación. Al no aceptar como fuente de derecho nada que no sea humano, todo se puede negociar, hablar, cambiar… Las democracias no son perfectas y están lejos de ser «el gobierno del pueblo» y de buscar en exclusiva el bien común, pero al menos nos libran de dictadores, orates, visionarios o profetas…, excepto de aquellos que hacen del «Pueblo» o de la «Nación» entes fantasmales poseedores de la «verdadera» soberanía, cuando la soberanía democrática reside en un pacto asumido voluntariamente por todos, sin coacciones físicas o morales.
      Un ejemplo de orate visionario que hablaba en nombre de la «Nación» y su soberanía fue Hitler; otros como Stalin, Mao o Pol Pot hablaban en nombre del «Pueblo». Las dos visiones eran totalitarias, antidemocráticas y contra el concepto de pacto, de derecho positivo. O las que se exponen en la reciente película «El Vicio del Poder», donde el conservadurismo totalitario americano sostiene que los actos del presidente de EUA son fuente de derecho pues el presidente «encarna» en sí la soberanía de la nación.

      En cuanto a la ficción de los derechos naturales para poner coto a las arbitrariedades del poder, estoy de acuerdo. Es un bello concepto humano y es verdaderamente interesante investigar su origen. Los padres fundadores de los EUA fueron tipos muy destacables. Thomas Payne está entre mis héroes preferidos. La Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad siguen siendo objetivos muy válidos. Su disemo de reparto de poderes para evitar que nadie pueda llegar a tener un poder absoluto sigue funcionando. Pero me niego a aceptar que haya derechos fundamentales en la naturaleza. Por eso la constitución americana sigue aceptando enmiendas y eso está bien

      salu2

  • Jorge dice:

    Hola de nuevo

    He estado pensando en su pregunta sobre el origen del concepto de derechos humanos como una manera de combatir la tiranía y me ha venido a la mente uno de mis libros preferidos, la Historia General de los Piratas Más Famosos de Daniel Defoe.

    No sé si lo conoce. En el último capítulo habla del capitán Misson, un pirata francés que con sus correlegionarios fundó una efímera república en Magadascar con el nombre de Libertaria.
    Me quedé asombrado al leerla, hasta que investigando entendí que el tal capitán Misson nunca existió, fue una invención de Defoe, que era masón y progresista.

    Ahí está el asunto: ¿por qué Defoe sintió esa atracción por los piratas y la transmitió a sus lectores casi hasta nuestros días? Después de todo, los piratas eran salvajes sin compasión ni cultura. Verdaderos criminales.

    Pues la respuesta, que fascinó a Defoe, es que estos piratas era los únicos seres libres que conocían. Al enarbolar la bandera de la calavera, no tenían ni dios ni amo. Se salían directamente del sistema feudal y no le debían obediencia a ningún conde, duque o monarca. Se constituían en sociedades de corte republicana donde las ganancias se repartían proporcionalmente. Incluso tenían un fondo para viudas y huérfanos. Ellos mismos establecían sus reglas, sus leyes, mediante contrato (mediante pacto) al enrolarse en un barco. Y elegían en ocasiones al capitán. Tampoco nadie podía obligar a nadie a enrolarse. Etcétera…

    Siempre he pensado que fueron los piratas los que inspiraron muchas ideas políticas de los ilustrados. La existencia de los piratas demostraba que había otro mundo posible, una manera de organizarse fuera del control de las monarquías y de la iglesia, mediante la libre voluntad y pacto entre los integrantes de la sociedad…

    Pero creo que estoy solo en este pensamiento, je, je… No sé si usted conoce algo sobre el tema.

    Un saludo

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