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La inteligencia Inconsciente

Los que creen en la teleología del Universo, es decir, en una evolución dirigida a una meta, acaban aceptando que el esturión existe para que podamos comer caviar. La ciencia rechaza estos finalismos y explica todo por un juego de mutaciones y selección. Sin embargo, la emergencia de sistemas archicomplejos sigue siendo difícil de explicar. Que haya ocurrido algo tan poco probable me resulta incomprensible. Por eso estoy seguro de que alguna propiedad de la materia limita eficazmente tan enloquecida combinatoria. Les daré alguna pista de por donde husmeo. En la naturaleza encontrarnos un problema resuelto de distintas maneras. El ojo, por ejemplo, es un prodigio de sofisticación, que al mismo Darwin le parecía imposible explicar mediante la evolución. Lo más sorprendente es que la naturaleza ha reinventado varias veces el ojo, sin que entre esas formas se dé una continuidad. Como horticultor investigo un caso fascinante de esa proliferación de ocurrencias. Las plantas necesitan dispersar sus semillas para que las hijas nazcan lejos de la madre y librarse así de una competencia letal. Me admira el ingenio con que lo han hecho. Las semillas pueden ser dispersadas por el viento. Recuerden los vilanos que se mecen lentamente en el aire caluroso. O las hélices (samaras) del arce, con que jugábamos de niños. Es brillante el censo de semillas aladas. La del senecio puede volar doscientos kilómetros.

El segundo medio de transporte son los animales. Las semillas se disfrazan con garfios o anzuelos para engancharse en ellos, o se acorazan para viajar en sus estómagos. El agua es el tercer vehículo. Pero sobre todo me pasman las plantas que despliegan un talento ingenieril, como el pepinillo del diablo, que cuando se le toca dispara sus semillas, convertido en artillero floral. Leo en el ‘New Scientist’ que el profesor Trewavas, de la Universidad de Edimburgo, cree que menospreciamos las capacidades de recibir y computar información que tienen las plantas. A su juicio, son demostraciones de una verdadera inteligencia, puramente material y no consciente.

¿No es un disparate hablar de una inteligencia inconsciente? No se lo parece a una gran parte de los expertos en Inteligencia Artificial. Ray Jackendoff, en Consciounsness and the Computational Mind, sostiene que la conciencia (el darnos cuenta de las cosas) es un fenómeno inútil. Marvin Minski, otro de los patriarcas, dice lo mismo, y explica: «La conciencia siempre va retrasada respecto de los acontecimientos neuronales. Todo lo importante ha pasado antes de que nos demos cuenta». Hace años, Kornhuber comprobó que 800 milisegundos antes de tomar una decisión, ya se han generado potenciales eléctricos en la corteza cerebral. Al comentar mi extrañeza a nuestro compatriota Joaquín Fuster, máxima autoridad mundial en neurología del lóbulo frontal, me contestó que, en efecto, el acto voluntario está precedido por algunos procesos inconscientes en alguna parte del córtex frontal. En El misterio de la voluntad perdida he explicado por qué, a pesar de los datos, la conciencia me parece imprescindible para nuestra inteligencia. Pero a lo que vamos. En el último número de ‘Investigación y Ciencia’, Siegel escribe sobre el sueño, otra función que cada especie ha resuelto a su manera. Los delfines duermen nadando y las aves migratorias volando. Crecen los conocimientos sobre la fisiología del sueño, pero no sobre sus funciones. A mí me intrigan, sobre todo, los sueños, en cuanto producción de ocurrencias sin intervención de la conciencia. Freud describió alguno de los mecanismos de producción de sueños, condensación, sublimación, etc. No parece, por lo tanto, arriesgado decir que en el ser humano se da también lo que nos escandalizaba en las plantas: una inteligencia no consciente que actúa como incansable fuente de ocurrencias.

El gran matemático Henri Poincaré fue más allá. Al estudiar cómo los científicos resuelven los problemas, llegó a la conclusión de que hay un inconsciente matemático que les sopla las soluciones. El matemático consciente sólo tiene que evaluarlas después. Tal vez eso explicaría los alardes del gran Ramanujan, el matemático que resolvía los problemas sin saber cómo lo hacía. O «el enigma de Fermat». Les recomiendo el libro con este título, escrito por Sitnon Singh. En 1637, Fermat anotó en el margen del libro que leía: «Es imposible escribir cualquier potencia mayor que dos como la suma de dos potencias iguales. Poseo una prueba en verdad maravillosa para esta afirmación a la que este margen viene demasiado estrecho». Se murió sin darla a conocer y durante tres siglos los matemáticos se han afanado en vano para descubrirla. En 1995, Andrew Wiles lo consiguió. Tenía razón Fermat. La demostración no cabía en el margen del libro. Ocupa 120 páginas. A la vista de la inagotable producción de novedades y ocurrencias que emergen en la realidad –a nivel físico o a nivel mental– uno recuerda y comprende a Henru Bergson cuando, admirado, hablaba de una inagotable evolución creadora.

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