La siguiente tarea para el Club de escritores va a ser escribir un relato colectivo. Nos gustaría que nos enviaran comienzos de un relato que someteremos a votación para ver cual parece más interesante a nuestros escuchantes. A partir de ese texto elegido en cada programa pediré una continuación que también someteremos a votación. Al final resultará un relato que nadie habrá escrito y que todos habremos escrito. ¿Qué les parece?
Texto inicial del relato
”Un anciano, con unas manos muy estropeadas por el trabajo de toda una vida, encontró en un mercadillo, dentro de un viejo libro, una carta amarillenta por los años. Él no sabía leer, pero le conmovieron los trazos de las palabras de la carta, y por ello la compró.
Aritz Milla
”Regresó a su casa y su mujer le preguntó dónde estaba la compra que le había encargado y si le había sobrado algo de dinero.
Manu Merino
Por toda respuesta él le extendió el desgastado papel.
Ella, que sí sabía leer, lo tomó sorprendida entre sus manos y comenzó a leerlo en voz alta:
Querida prima Angelines: Las vacaciones transcurren sin grandes novedades. El perro ha mordido a Doña Evarista y no para de llover, etc.
El anciano dio media vuelta lentamente y se dirigió al dormitorio. Hoy no comería.
Ella puso los ojos en blanco y mirando al techo murmuró algo.
Tercera fase
Ya vamos entrando en el marco escénico del relato compartido. Esta tercera fase consiste en escribir un párrafo a partir de los dos relatos iniciales, de unas trescientas palabras. Podéis usar los comentarios para hacernos llegar vuestros textos. Los iremos validando y publicando en la web en los próximos días. El jueves 28 abriremos las votaciones.
“Doña Evarista …” musitó. Cuántos recuerdos le traía. ¡Qué casualidad que esta vieja carta contuviese el nombre de su tía! Como añoraba a la que consideraba su madre, ya que nada más nacer se quedó huérfano. Fue doña Evarista, la hermana de la difunta, quien le había criado con su marido Mateo, junto a los hijos de ambos, hasta que el sobrino, aún muy joven, se casara con Esmeralda. Enseguida marcharon a vivir a otro pueblo de la comarca con la intención de labrar tierras bajas, en vez de las de la familia, todas en la alta montaña. Su tía había estado de maestra en aquel pueblo, ahora lejano, aunque a los hijos y al sobrino Benito, Mateo les había puesto a trabajar las tierras o a cuidar los animales en la montaña desde la niñez. Ninguno estudió, solo la más pequeña, también llamada Evarista.
“¿Qué te pasa ahora Benito?” Esmeralda se había asomado, apoyada en la jamba de la puerta, alarmada.
“¿No me vas a decir que esta carta tiene que ver con tu familia? ¿No ves que es imposible? Anda, a comer. Tengo el potaje ya caliente.”
Después de comprobar que no conseguía romper el mutismo de su marido, Esmeralda sentenció, “Olvida la carta, porque estamos preparados, tal como había querido tu tía cuando me lo hizo prometer, el día de nuestra boda.”
Benito se dio la vuelta, y susurrando le avisó, “No me atosigues Esme, ya lo veo clarísimo, tengo que reparar la brecha que hubo en la familia. Ya estoy decidido, iré a hablar con mis primos. Evarista lo agradecerá. Es la oportunidad que siempre quisimos. Ya es hora de hablar de las tierras…No puede quedar este entuerto…”
Desde que su único hijo se había marchado a trabajar lejos de casa, hacía ya unos años, el anciano se había encerrado en un mutismo triste y casi permanente. Su mujer también lo echaba de menos, claro, pero ella tenía mejor salud y más recursos para mantener la cabeza ocupada. Sobre todo, leía. También las cartas del hijo, en voz alta, para los dos. El progreso iba llegando poco a poco después de las penurias de la posguerra y ya tenían teléfono en casa, instalado en la pared de la cocina. El hijo llamaba alguna vez, pero los tres preferían las cartas: eran más baratas que poner una conferencia y se podían guardar, releer y acariciar, y sentir el consuelo de tener en las manos algo que él hubiera tocado recientemente. Y su letra, tan bonita, con tanta personalidad. Aunque no sabía leer, al anciano le encantaba observar la caligrafía de su hijo. Pero últimamente las cartas, y no digamos las llamadas, se estaban espaciando más de lo habitual, o eso le parecía. Cierto es que estaba comenzando a despistarse un poco: a veces se le olvidaba qué día era, o salía a algún mandado (su mujer le enviaba al mercado por las mañanas para darle una ocupación) y se liaba al volver a casa, o venía con una compra distinta de lo encargado. Por eso aquella mañana le había conmovido tanto aquella vieja carta: la letra se parecía mucho a la del hijo. Ya sabía que no era de él, aún no chocheaba tanto como pensaba su mujer cuando le ponía los ojos en blanco y rezongaba. Pero era verdad, se había llevado una decepción absurda al escuchar el contenido rutinario de aquella carta. La tal prima Angelines tenía más suerte que él, a ella todavía le escribían.
Rosario maldijo el impulso de su marido al comprar aquella carta. Llevaba demasiados años sabiendo que las palabras perro y morder en la misma frase ahondaban la vieja herida.
Sin poder evitarlo le vino a la mente lo sucedido décadas atrás, cuando ella y su marido vivían felices viendo crecer a Aurora, la hija que con 5 años los hacía sentirse ricos a pesar de las penurias económicas que los hacía trabajar de sol a sol.
Si Francisco la hubiera escuchado cuando le dijo que la mirada de aquel perro le daba miedo… Pero el buen corazón de su marido no le permitió deshacerse del animal que desde cachorro se mostró agresivo. Francisco argumentaba que cambiaría al crecer con buenas dosis de paciencia y cariño.
Cuando Bandido, así lo llamaron, comenzó a matar gallinas y lo que se le cruzara mostrando desafiante sus dientes manchados de sangre, volvió a decirle a su marido que el animal era una amenaza, que el día menos pensado les daría un disgusto.
Francisco respondía que si volvía a hacer de las suyas se desharía de él, pero la historia se repetía y nunca juntó el coraje para hacerlo.
Rosario no dejaba que su hija se acercara al perro y Francisco le decía que así era peor, que el animal se encelaría. Pero ella no se fiaba y se cuidaba de que Aurora no lo rozara.
Hasta aquel maldito sábado que partió al mercado dejando a la niña al cuidado del padre.
Al regresar se erizó aterrada al ver mal aparcada una ambulancia a las puertas de su casa.
El perro yacía muerto junto a los pies de Francisco, que con el arma aún en la mano, lo miraba desencajado.
¡Oh, toda la vida con la misma historia! Le terminará consumiendo la existencia. Hoy de momento ya le ha quitado el apetito.
Así, se fue Elisa refunfuñando a la cocina.
Pedro, el anciano, entró en la habitación casi a oscuras; se sentó en el borde de la cama, apoyó sus rudas manos en sus rodillas y cabizbajo, se fue recostando hasta que se quedó dormido.
Cuando el reloj dio las cinco, Elisa entró despacito en el cuarto y en voz baja le dijo:
– ¡Pedro, anda, vamos a merendar que no debes pasar tanto tiempo sin comer!
Pedro frotándose los ojos, se incorporó y le siguió hasta la cocina.
– Siéntate, que te he preparado un café con leche y una magdalena, seguro que te gusta.
– ¿Qué tal en el mercadillo? ¿has reconocido más libros? Seguro que sí, porque conoces todas las cubiertas de los libros de la biblioteca de Doña Angelines. ¡Qué bonita era! ¿verdad?
– Sí, dijo Pedro, mientras mojaba la magdalena en el café, he recordado muchos de los que tú llevabas, pero he comprado éste por la notita que me ha creado gran curiosidad.
– Bueno, en realidad la carta como ves, ya nos da lo mismo, pero así leemos el libro que a mí me apetece mucho, ¡como vamos siempre tan justos..! Estoy deseando de empezarlo, dijo Elisa.
– ¿Te acuerdas cuando yo los llevaba escondidos debajo del delantal y después de cenar me pedías que los leyera en alto? ¡cómo nos gustaban! Según los acabábamos, los devolvía rápidamente a su sitio. Nunca lo notó nadie ¡Cuántos libros leímos! ¡Aunque a veces te dormías, claro que terminabas muy cansado de las tareas del jardín de la señorita Angelines.
– Así que entonces al parecer fue Ricardo, el primo, el que vendió todo, dijo Pedro
…murmuró algo, mientras recuerda lo que quiso y quiere a ese hombre.
-¡Jorge la mesa está puesta!
Se levantó de la silla y metió el paquete de pastas en el cajón de la mesilla.
– Siéntate. Le limpia unas migas de los labios. Qué pillín, ya te ha dado tiempo a zamparte una pasta del botín de tu mesita ¿eh? Le toma de las manos.
– Cuánta luz había en esos ojazos negros que ahora me miran a veces, perdidos en la niebla del olvido.
El anciano sonríe, y una luz de atardeceres cálidos, le habita la memoria por un instante.
———————————-
Muchas gracias Aritz Milla Murgoitio por darnos tu maravilloso comienzo.
Muchas gracias Manu Merino por darnos tu precioso texto
Muchas gracias a todos los compañeros de este juego en el que las palabras nos unen para sabernos más el otro.
Muchas gracias José Antonio Marina, por esta preciosa realidad, donde la ficción se ha convertido en un magnífico sueño.
¡Viva el Club de Escritores MERMELADA!
Muchas gracias a tí por tu comentario tan bonito. Besos.
-¡Jorge! ven acá, escuchó el anciano después de un rato.
El hombre se levantó de la silla y metió el paquete de pastas que escondía para casos especiales y no tanto, en el cajón de la mesilla. ¡Uhhhhhh! olió el paquete y tragó rápido el bocado. Aquellos manjares le recordaban tanto a su madre. Su madre…, en su mente se confundían imágenes. A veces, esa que le castigaba con no comer lo que quería, o que solo le dejaba salir al mercado que había al lado de casa, donde todos le conocían, le traía recuerdos de su madre. Le recordaba a su madre en el aroma de las manos cuando hacía flan o en las caricias y besos que le daba muy a menudo.
– Anda siéntate le dice la mujer, que ya tiene la mesa puesta para comer. Le limpia unas migas de los labios. Qué pillín, ya te ha dado tiempo a comerte una pasta del botín de tu mesita ¿eh? Dice sonriéndole. Le da un beso en la frente. Le toma de las manos y le mira a los ojos.
– ¿Te acuerdas cuando íbamos de paseo los sábados por la tarde al monte? Cuánto me enseñaste, cuánta luz había en esos ojazos negros que ahora me miran a veces, perdidos en la niebla del olvido.
El anciano sonríe, y una luz de atardeceres cálidos en compañía, bajo las ramas de las hayas y sobre las raíces de la vida, le habita la memoria por un instante. Ese instante es la felicidad, que gracias al cariño y al respeto, ha venido a visitarle durante un leve rayo de existencia.
Como era posible que aquel mensaje, que ella había escrito en circunstancias que ahora no venían al caso, hubiese llegado hasta allí, de vuelta, después de tantos años. Tal vez era cuestión del caprichoso destino, o simplemente fruto del azar. Sus rollizos mofletes adquirieron un tono rojizo y no podía ocultar el nerviosismo que la situación le provocaba. Colocó con destreza el papel doblado y amarillento, en el bolsillo del delantal, tratando de improvisar alguna cosa que la pudiese sacar del atolladero ante las preguntas que impasiblemente el le formularia. Nadie, nunca, debía conocer su secreto, y mucho menos Baldomero, su marido, quien ya la miraba con ojos desorbitados y el ceño fruncido, como intuyendo que durante décadas había vivido engañado, atrapado en una vida falsa y durmiendo junto a una persona que no era quien aparentaba.
Cogió el móvil, marcó un número. Esperó a que la máquina que contestaba le diera la opción de marcar.
– Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle?
– Hola. Soy Marcela Tíndera Guzmán, necesito que me de una cita urgentemente doctora, estoy a punto de tener un ataque de ansiedad. Me, me, me… Sonó un golpe fuerte. La doctora temiéndose lo peor, envió una ambulancia al domicilio.
Encontraron al anciano de manos muy estropeadas, acariciando el rostro de su mujer, cantándole la nana que ella siempre cantaba a sus hijos. En el alféizar de la ventana la vida esperaba su oportunidad.
La mujer siguió sus pasos, entre sorprendida y atormentada, pues el pasado volvía a llamar a su puerta. Aquel verano había sido especial, se podría decir que de los más felices de sus vidas, hasta que finalmente todo se truncó.
Fue una noche calurosa de agosto, el sudor empapaba las ropas,sin que las salidas nocturnas a las terrazas de los bares o en las sillas colocadas en línea a los lados de las puertas de las casas.
De repente una voz grita a la altura de la iglesia:
– Socorro, ayuda, ¡hay fuego en la casa de Gervasio! Necesitamos ayuda.
Todos los vecinos que iban escuchando la llamada de auxilio cogían cubos de agua y se encaminaban a la desafortunada casa con la celeridad que a cada cual le permitía su edad y condición.
Unos gritos tremebundos salían de aquellas paredes a punto de vencer ante la furia del fuego. Gervasio, su mujer y su pequeña Valentina vivían en aquella casa, a pesar de los esfuerzos de todo el pueblo, la tardanza de los bomberos, solo una dotación cubría veinte pequeños pero dispersos pueblos de la comarca, hizo que no pudiera evitarse el dramático final.
Al día siguiente, el silencio, unánime, perturbador, solo roto por las campanadas de la Iglesia que marcaba las horas.
Un vecino mascullaba en su huerta:
– No me tomaba en serio el condenao y rompió por donde tenía que romper.
De camino a casa tapó con una lona unas garrafas de gasolina vacías, que la noche anterior habían tenido un triste protagonismo. O tal vez simplemente fueron el instrumento del verdadero protagonista: el odio, un odio ciego, sordo, irracional.
Pensaba que no se iba a recuperar. Los médicos le dijeron que cada vez olvidaría más las cosas. Debía llevarle allí, quizás fuera posible que recobrase la memoria con aquello…
La locomotora inundaba el sol con sus nubes de vapor. Ya estaban de camino, acompañados por el constante traqueteo del tren.
La ventana les ofrecía la vista de varios mundos distintos. Pasaron a través de prados, llenos de margaritas y girasoles. Atravesaron polígonos industriales, tan ajetreados y a la vez acompasados.
Al fin, llegaron al pueblo. Allí donde él se crió. Salieron de la estación, y cruzaron por anchas calles hasta llegar a una chabola muy bien cuidada en lo alto de la montaña. Encima de la entrada, tallado en madera, un cartel con la inscripción; «Museo». ¿A dónde le habían llevado?
Entraron. Su mujer saludó e intercambió palabras con el propietario, y les guiaron hasta una sala. En medio, dentro de una vitrina, estaba expuesto un reloj de bolsillo, con el cristal quebrantado y las agujas torcidas. En la tapa, con las mismas letras de la carta, ponía; Tempus fugit.
Al anciano se le iluminaron los ojos. Empezó a recordar aquel avión caído en batalla, en frente de donde estaba arando los cultivos. Le vino a la cabeza la imagen de un piloto, con el uniforme ensangrentado, extendiendo la mano en busca de auxilio.
-¡WOLFGANG!-exclamó de repente-¿Dónde está Wolfgang? Necesito saber si está bien. ¿Dónde está?
-Tranquilo, cariño-le dijo su mujer- Wolfgang ya no está. Murió hace años.
Su mirada se oscureció. Él, aquel soldado tan duro, que volaba su avión como una nota musical. Muerto.
No dijo ni una palabra en lo que quedaba de día. Sólo se dedicó a mirar aquel reloj, desgastado, pero con historia.
Cuando Rafael, que así se llamaba, se sentó en el rincón del dormitorio, en un sillón orejero desgastado por el paso del tiempo, miró hacia la ventana, a través de la cual veía un cielo limpio y luminoso. Hacía tiempo que no recordaba muchos nombres de personas conocidas y se le escapaban los recuerdos como el agua entre los dedos… Pero por alguna extraña razón, el nombre de Angelines le recordaba a cierta persona, sin duda alguien cercano. Pensó que, como otras veces, si no comía y se sentaba en su sillón preferido a intentar pensar y rememorar, las lagunas mentales se cubrirían de episodios olvidados, de personas escurridizas en su memoria. Su mujer, por supuesto, no lo entendía, y le reprochaba tal disparate.
-Dios mío, dijo Isabel, dame fuerzas. Este hombre se ha encabezonado en que tiene que recordarlo todo a base de ayunos… Y encima ni pan ha traído de la compra. ¿A que tendré yo también que ayunar? -dijo mientras clamaba al cielo y se llevaba las manos a la cabeza.
Isabel miró el reloj. Poco faltaba para que cerrasen las tiendas del barrio. Se quitó el delantal, cogió las llaves, un monedero pequeño del cajón de la cocina y salió rápidamente, sin decir nada a su marido. Total, estaría absorto, como otras veces, perdido en el pasado.
Rafael oyó la puerta cerrarse de un golpe. Tragó saliva y miró a su alrededor. La vieja cama, ya bastante usada en tantos años de matrimonio; dos mesitas de noche desvencijadas; un ropero calzado con un ladrillo; la lámpara con varios focos apagados y una sola bombilla; una cómoda que heredó de su madre; unas cortinas deslucidas; y su gastado sillón, que tantos recuerdos le ayudó a traer del pasado. Volvió su mirada de nuevo a la ventana.
Luego esperó a que su querido Manuel, muy abatido, cerrara la puerta. Aunque solía hacerlo, esta vez, paralizada por una mezcla de rabia y pena, no corrió a consolarlo. Estaba equivocada al creer que esa tal Angelines, prima de su marido y fallecida unos meses atrás, era, por fin, cosa del pasado. Como la difunta no tenía descendencia ni otro familiar más cercano que Manuel, ellos mismos se habían encargado de adecentar su humilde casa después del funeral, para venderla y así hacer frente a los gastos del entierro y las deudas dejadas en herencia. Algunos muebles deteriorados y otros enseres de poco valor se los cedieron por cuatro perras a unos comerciantes ambulantes; el lote incluía media docena de libros viejos. El destino caprichoso quiso que uno de aquellos volviera a las manos de su primo, portando la dichosa carta enviada por él mismo medio siglo antes, habiendo sido escrita al dictado por otro chico que sí sabía hacerlo. Ambos eran criados de Doña Evarista, instalada entonces en su lujosa residencia de verano. Por eso a él le había resultado tan familiar aquella letra. Y por eso a ella, Carmen, la sufrida esposa, se le habían revuelto las tripas al confirmar, observando la reacción del marido, lo que toda la vida sospechó y él le negó siempre: que era Angelines y no Carmen la dueña de su amor. Eligió a la segunda para casarse porque la primera lo había rechazado debido al parentesco que los unía; y porque Carmen, vecina de Angelines, disponía de vivienda propia, convertida en domicilio conyugal a partir de la boda.
Justo cuando la mujer, resignada , se sentara a la mesa dispuesta a comer , Alberto salio de la habitación y dijo- Julia como se llama el libro? – Ella alargo el brazo para cogerlo de encima del banco de cocina y sujetándolo con ambas manos miro la tapa , un rato antes con la curiosidad de la carta no habia reparado ni en el titulo ni en la imagen. Habia dos fotografias de dos mujeres y en cada una de ellas se veia una cocina detras , separando las dos fotos se leia Julie & Julia.
-Alberto! no te lo vas a creer es una novela y se llama Julia. a ver… parece que se trata de la historia real de dos mujeres de diferentes epocas, pero que tenian en común el amor por la cocina y que se llaman Julia las dos. Ahora casualmente cae en mis manos que tambien me llamo Julia, voy a tener que leerlo – Si- contesto Alberto – y despues le metemos entre sus hojas una carta y lo llevamos a la tienda de segunda mano- Julia riéndose le contesto- Vale pero la carta tiene que ser mas interesante que la que escribio el primo de Angelines.
Este hombre no aprenderá nunca.
Pepe, ven a comer de una vez que eres un pelma.
No es tan difícil, si te digo que compres medio kilo de vainas y una barra de pan y te doy el dinero, a santo de qué me traes un libro viejo y esa carta cochambrosa. Con eso no se come.
Es que estaba seguro que la carta era interesante.
Si, interesantísima. Mira, la sigo leyendo. “No para de llover y el tesoro del pirata está en el sótano de Serrano, 96, tras el registro de las luces”.
El anciano abrió los ojos como platos. Lo sabía.
So bobo que te estoy tomando el pelo.
“No para de llover y vamos a jugar a veo veo en la cocina”.
Me vas a matar a disgustos Angelines.
Calla y come. Me han llamado del pueblo. Casi no descuelgo pues era un número desconocido de esos que te tienen esperando para luego preguntarte si estás satisfecha de no sé qué. Total que he descolgado y era la Facun, si hombre la Facunda, la del Honorio. Si, si, tu primo, no pongas esa cara de bobo, ¿cuántos primos tienes en el pueblo? Pues ése, el Honorio.
Que la casa de la vicaría, que lleva vacía ni sé pues hace tiempos que no tienen cura, que podría pertenecer a nuestra familia, pues debió vivir antiguamente allí una tía segunda nuestra que cree que se llamaba Narcisa. Que vaya al registro y que pregunte.
Le he dicho que si rápidamente porque me ha entrado un apretón y ya sabes que no me gusta hablar sentada en ese sitio, como hace la vecina de arriba que me ha contado su asistenta que despacha a diario con todos sus hijos, que son cinco, ahí sentadita, como si estuviera en el oval, si Pepe, el despacho oval. Desde luego, convivir con un analfabeto es un sinvivir.
Que le llaman la cagona, me dijo la vendedora de la ONCE. Yo no sabía qué cara poner ante semejante ordinariez, aunque luego pensé, qué más da, si no me ve.
A lo que iba.
No era la primera vez que sucedía algo así. Hacía ya veinte años que su hija Carmen se había marchado de casa, con un vecino que abandonó a su mujer. Carmen había sido siempre una niña conflictiva, pero su huida dejó un vacío en sus vidas, que acabó llenándose de amargura. Después de tres meses, recibieron una carta, en la que les decía que estaba bien y que no se preocuparan por ella. Desde entonces, vivieron pendientes del correo, esperando mas noticias. La realidad entera parecía haberse reducido a aquella espera, siempre defraudada. Ella se había resignado, pero su marido seguía enganchado a esa terca esperanza. Cuando empezó a perder la cabeza, dio en pensar que alguien estaba robando las cartas de su hija, que había algún enemigo que quería hacerle daño. Le hacía sufrir la idea de que Carmen podía querer ponerse en comunicación con él y no podía. Empezó a recoger cualquier papel escrito que encontrara en el suelo o en una papelera, y se lo llevaba a su mujer para que se lo leyera, por si era una carta interceptada. Aquella mañana, en el mercadillo quería comprarle un libro, y le llamó la atención uno que tenía una portada muy romántica. Pensó que le gustaría porque desde niña era muy novelera. Allí fue donde encontró la carta y el corazón le dio un vuelco. Tenía que ser de su hija. Por eso la compró.
De nuevo, una decepción. Sentado en la cama sintió que la esperanza duele como una herida que no cicatriza. En la cocina, su mujer combatía la tristeza zurciendo concienzudamente unos calcetines. Muy lejos de allí, Carmen acababa de comprarse unos zapatos nuevos.