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La siguiente tarea para el Club de escritores va a ser escribir un relato colectivo. Nos gustaría que nos enviaran comienzos de un relato que  someteremos a votación para ver cual parece más interesante a nuestros escuchantes. A partir de ese texto elegido en cada programa pediré una continuación que también someteremos a votación. Al final resultará un relato que nadie habrá escrito y que todos habremos escrito. ¿Qué les parece?

Texto inicial del relato

Un anciano, con unas manos muy estropeadas por el trabajo de toda una vida, encontró en un mercadillo, dentro de un viejo libro, una carta amarillenta por los años. Él no sabía leer, pero le conmovieron los trazos de las palabras de la carta, y por ello la compró.

Aritz Milla

Regresó a su casa y su mujer le preguntó dónde estaba la compra que le había encargado y si le había sobrado algo de dinero.
Por toda respuesta él le extendió el desgastado papel.
Ella, que sí sabía leer, lo tomó sorprendida entre sus manos y comenzó a leerlo en voz alta:
Querida prima Angelines: Las vacaciones transcurren sin grandes novedades. El perro ha mordido a Doña Evarista y no para de llover, etc.
El anciano dio media vuelta lentamente y se dirigió al dormitorio. Hoy no comería.
Ella puso los ojos en blanco y mirando al techo murmuró algo.

Manu Merino

Tercera fase

Ya vamos entrando en el marco escénico del relato compartido. Esta tercera fase consiste en escribir un párrafo a partir de los dos relatos iniciales, de unas trescientas palabras. Podéis usar los comentarios para hacernos llegar vuestros textos. Los iremos validando y publicando en la web en los próximos días. El jueves 28 abriremos las votaciones.

¡Esperamos que os siga ilusionando escribir un relato compartido tanto como a nosotros!

Al final resultará una historia compartida que nadie habrá escrito y que todos habremos escrito. ¿Qué os parece?

¿Os gustaría formar parte de esa historia?

¡Os esperamos!

Únete 16 Comments

  • Nicola Bolton pearson dice:

    “Doña Evarista …” musitó. Cuántos recuerdos le traía. ¡Qué casualidad que esta vieja carta contuviese el nombre de su tía! Como añoraba a la que consideraba su madre, ya que nada más nacer se quedó huérfano. Fue doña Evarista, la hermana de la difunta, quien le había criado con su marido Mateo, junto a los hijos de ambos, hasta que el sobrino, aún muy joven, se casara con Esmeralda. Enseguida marcharon a vivir a otro pueblo de la comarca con la intención de labrar tierras bajas, en vez de las de la familia, todas en la alta montaña. Su tía había estado de maestra en aquel pueblo, ahora lejano, aunque a los hijos y al sobrino Benito, Mateo les había puesto a trabajar las tierras o a cuidar los animales en la montaña desde la niñez. Ninguno estudió, solo la más pequeña, también llamada Evarista.

    “¿Qué te pasa ahora Benito?” Esmeralda se había asomado, apoyada en la jamba de la puerta, alarmada.
    “¿No me vas a decir que esta carta tiene que ver con tu familia? ¿No ves que es imposible? Anda, a comer. Tengo el potaje ya caliente.”

    Después de comprobar que no conseguía romper el mutismo de su marido, Esmeralda sentenció, “Olvida la carta, porque estamos preparados, tal como había querido tu tía cuando me lo hizo prometer, el día de nuestra boda.”

    Benito se dio la vuelta, y susurrando le avisó, “No me atosigues Esme, ya lo veo clarísimo, tengo que reparar la brecha que hubo en la familia. Ya estoy decidido, iré a hablar con mis primos. Evarista lo agradecerá. Es la oportunidad que siempre quisimos. Ya es hora de hablar de las tierras…No puede quedar este entuerto…”

  • Ana Simón Orallo dice:

    Desde que su único hijo se había marchado a trabajar lejos de casa, hacía ya unos años, el anciano se había encerrado en un mutismo triste y casi permanente. Su mujer también lo echaba de menos, claro, pero ella tenía mejor salud y más recursos para mantener la cabeza ocupada. Sobre todo, leía. También las cartas del hijo, en voz alta, para los dos. El progreso iba llegando poco a poco después de las penurias de la posguerra y ya tenían teléfono en casa, instalado en la pared de la cocina. El hijo llamaba alguna vez, pero los tres preferían las cartas: eran más baratas que poner una conferencia y se podían guardar, releer y acariciar, y sentir el consuelo de tener en las manos algo que él hubiera tocado recientemente. Y su letra, tan bonita, con tanta personalidad. Aunque no sabía leer, al anciano le encantaba observar la caligrafía de su hijo. Pero últimamente las cartas, y no digamos las llamadas, se estaban espaciando más de lo habitual, o eso le parecía. Cierto es que estaba comenzando a despistarse un poco: a veces se le olvidaba qué día era, o salía a algún mandado (su mujer le enviaba al mercado por las mañanas para darle una ocupación) y se liaba al volver a casa, o venía con una compra distinta de lo encargado. Por eso aquella mañana le había conmovido tanto aquella vieja carta: la letra se parecía mucho a la del hijo. Ya sabía que no era de él, aún no chocheaba tanto como pensaba su mujer cuando le ponía los ojos en blanco y rezongaba. Pero era verdad, se había llevado una decepción absurda al escuchar el contenido rutinario de aquella carta. La tal prima Angelines tenía más suerte que él, a ella todavía le escribían.

  • Pepa Fontes Rodríguez dice:

    Rosario maldijo el impulso de su marido al comprar aquella carta. Llevaba demasiados años sabiendo que las palabras perro y morder en la misma frase ahondaban la vieja herida.
    Sin poder evitarlo le vino a la mente lo sucedido décadas atrás, cuando ella y su marido vivían felices viendo crecer a Aurora, la hija que con 5 años los hacía sentirse ricos a pesar de las penurias económicas que los hacía trabajar de sol a sol.
    Si Francisco la hubiera escuchado cuando le dijo que la mirada de aquel perro le daba miedo… Pero el buen corazón de su marido no le permitió deshacerse del animal que desde cachorro se mostró agresivo. Francisco argumentaba que cambiaría al crecer con buenas dosis de paciencia y cariño.
    Cuando Bandido, así lo llamaron, comenzó a matar gallinas y lo que se le cruzara mostrando desafiante sus dientes manchados de sangre, volvió a decirle a su marido que el animal era una amenaza, que el día menos pensado les daría un disgusto.
    Francisco respondía que si volvía a hacer de las suyas se desharía de él, pero la historia se repetía y nunca juntó el coraje para hacerlo.
    Rosario no dejaba que su hija se acercara al perro y Francisco le decía que así era peor, que el animal se encelaría. Pero ella no se fiaba y se cuidaba de que Aurora no lo rozara.
    Hasta aquel maldito sábado que partió al mercado dejando a la niña al cuidado del padre.
    Al regresar se erizó aterrada al ver mal aparcada una ambulancia a las puertas de su casa.
    El perro yacía muerto junto a los pies de Francisco, que con el arma aún en la mano, lo miraba desencajado.

  • Merche de la Villa dice:

    ¡Oh, toda la vida con la misma historia! Le terminará consumiendo la existencia. Hoy de momento ya le ha quitado el apetito.
    Así, se fue Elisa refunfuñando a la cocina.
    Pedro, el anciano, entró en la habitación casi a oscuras; se sentó en el borde de la cama, apoyó sus rudas manos en sus rodillas y cabizbajo, se fue recostando hasta que se quedó dormido.
    Cuando el reloj dio las cinco, Elisa entró despacito en el cuarto y en voz baja le dijo:
    – ¡Pedro, anda, vamos a merendar que no debes pasar tanto tiempo sin comer!
    Pedro frotándose los ojos, se incorporó y le siguió hasta la cocina.
    – Siéntate, que te he preparado un café con leche y una magdalena, seguro que te gusta.
    – ¿Qué tal en el mercadillo? ¿has reconocido más libros? Seguro que sí, porque conoces todas las cubiertas de los libros de la biblioteca de Doña Angelines. ¡Qué bonita era! ¿verdad?
    – Sí, dijo Pedro, mientras mojaba la magdalena en el café, he recordado muchos de los que tú llevabas, pero he comprado éste por la notita que me ha creado gran curiosidad.
    – Bueno, en realidad la carta como ves, ya nos da lo mismo, pero así leemos el libro que a mí me apetece mucho, ¡como vamos siempre tan justos..! Estoy deseando de empezarlo, dijo Elisa.
    – ¿Te acuerdas cuando yo los llevaba escondidos debajo del delantal y después de cenar me pedías que los leyera en alto? ¡cómo nos gustaban! Según los acabábamos, los devolvía rápidamente a su sitio. Nunca lo notó nadie ¡Cuántos libros leímos! ¡Aunque a veces te dormías, claro que terminabas muy cansado de las tareas del jardín de la señorita Angelines.

    – Así que entonces al parecer fue Ricardo, el primo, el que vendió todo, dijo Pedro

  • Manuela Bodas dice:

    …murmuró algo, mientras recuerda lo que quiso y quiere a ese hombre.
    -¡Jorge la mesa está puesta!
    Se levantó de la silla y metió el paquete de pastas en el cajón de la mesilla.
    – Siéntate. Le limpia unas migas de los labios. Qué pillín, ya te ha dado tiempo a zamparte una pasta del botín de tu mesita ¿eh? Le toma de las manos.
    – Cuánta luz había en esos ojazos negros que ahora me miran a veces, perdidos en la niebla del olvido.
    El anciano sonríe, y una luz de atardeceres cálidos, le habita la memoria por un instante.

    ———————————-

    Muchas gracias Aritz Milla Murgoitio por darnos tu maravilloso comienzo.

    Muchas gracias Manu Merino por darnos tu precioso texto

    Muchas gracias a todos los compañeros de este juego en el que las palabras nos unen para sabernos más el otro.

    Muchas gracias José Antonio Marina, por esta preciosa realidad, donde la ficción se ha convertido en un magnífico sueño.

    ¡Viva el Club de Escritores MERMELADA!

  • Manuela Bodas dice:

    -¡Jorge! ven acá, escuchó el anciano después de un rato.
    El hombre se levantó de la silla y metió el paquete de pastas que escondía para casos especiales y no tanto, en el cajón de la mesilla. ¡Uhhhhhh! olió el paquete y tragó rápido el bocado. Aquellos manjares le recordaban tanto a su madre. Su madre…, en su mente se confundían imágenes. A veces, esa que le castigaba con no comer lo que quería, o que solo le dejaba salir al mercado que había al lado de casa, donde todos le conocían, le traía recuerdos de su madre. Le recordaba a su madre en el aroma de las manos cuando hacía flan o en las caricias y besos que le daba muy a menudo.
    – Anda siéntate le dice la mujer, que ya tiene la mesa puesta para comer. Le limpia unas migas de los labios. Qué pillín, ya te ha dado tiempo a comerte una pasta del botín de tu mesita ¿eh? Dice sonriéndole. Le da un beso en la