La siguiente tarea para el Club de escritores va a ser escribir un relato colectivo. Nos gustaría que nos enviaran comienzos de un relato, como máximo de cincuenta palabras, y someteremos a votación para ver cual parece más interesante a nuestros escuchantes. A partir de ese texto elegido en cada programa pediré una continuación que también someteremos a votación. Al final resultará un relato que nadie habrá escrito y que todos habremos escrito. ¿Qué les parece?
Texto inicial del relato
”Un anciano, con unas manos muy estropeadas por el trabajo de toda una vida, encontró en un mercadillo, dentro de un viejo libro, una carta amarillenta por los años. Él no sabía leer, pero le conmovieron los trazos de las palabras de la carta, y por ello la compró.
Aritz Milla
Segunda fase
Seguimos con la tarea, esta fase consiste en escribir un párrafo a partir del relato inicial, de no más de cien palabras. Podéis usar los comentarios para hacernos llegar vuestros textos. Los iremos validando y publicando en la web y en redes sociales en los próximas días. También podéis votar los textos que mas os hayan gustado.
¡Esperamos que os siga ilusionando escribir un relato compartido tanto como a nosotros!
Buenas tardes, no tengo claro a partir de que inicio debo seguir el relato.
Si es tan amable de aclarármelo…
Gracias y saludos,
Pepa Fontes.
Buenas tardes, Pepa:
Mañana jueves en el programa se informará del relato ganador de esta primera fase y los pasos a seguir.
Un saludo cordial
El anciano tomo el libro con toda la delicadeza que sus ajadas manos le permitian. Se dirigio a la humilde casita que tenia cerca de la tierra que trabajaba desde hacia tanto tiempo ya. Cuando entro se acomodo en su vieja mecedora rodeado de una dorada penumbra , unos rayitos de sol se filtraban por las rendijas del techado de paja. Entorno los ojos y abrazando el libro con el pedazo de papel entre sus hojas, visualizo los trazos que habia grabado en su ojos y dejo volar su imaginacion , asi se quedo sin tener nocion del tiempo hasta que la puertecilla de abrio bruscamente y un hombre joven y bien parecido aunque con signos de cansancio y una herida en el hombro lo saco de su letargo pidiendole ayuda y cobijo.
Entonces el anciano, volvió a casa con su carta, que su intuición le indicaba tenía muchísimo más tiempo que él, allí su nieto se la podría leer.
El joven le desveló las bellas palabras de un enamorado que expresaba sus sentimientos a una dama de Madrid. Se había alistado al ejército con intención de volver y pedir su mano para casarse, convertido en oficial con méritos propios se ganó la medalla por salvar a la compañía que tenía a cargo, de un enemigo que sin piedad quiso eliminar cobardemente a sus soldados. Le concedieron un permiso y estaba dispuesto a volver para cumplir su palabra respecto a ella. La guerra estaba finalizando, era la victoria de los suyos, aunque le dolió pensar que no había bandos, eran todos seres humanos, españoles, con ideas estúpidas por circunstancias muy diferentes.
¿Cómo llegó ésa carta, a un mercadillo, y por destino volvió a su propietario? ¿Llegó a casarse con ella?…
Al no saber leer , mandó a su nieta que lo hiciera por él, y descubrió una historia sorprendente del anterior dueño del libro que contenía la carta comprada en el mercadillo . La carta tenía un mensaje que daba pistas sobre un secreto familiar guardado celosamente durante largo tiempo; pero el anciano quedó pensando y recordó lo que hacía mucho tiempo sus padres le habían contado a cerca de …
Durante muchos días Andrés dejó el libro cerrado en la repisa de su chimenea. Quería acostumbrarse a su presencia. No se atrevía a abrirlo, el temor a no encontrar la carta era superior a su deseo de volver a verla.
Un día se decidió, tomó el libro entre sus manos y lo abrió. Allí seguía la carta, la miró con ojos vidriosos haciendo un esfuerzo por entender aquellos trazos; la tinta era azul, intuyó que era obra de una mano experta y cerró los ojos para imaginar quién habría sido capaz de escribir aquello, algo que él nunca pudo hacer …..
Para no estropearla, decidió guardarla en casa antes de continuar con su paseo diario, aun sabiendo el reto que le suponía atinar con la llave en la cerradura.
—Buenos días, Pablo. —Saludó su vecina—. Ha madrugado mucho usted.
—Buenos días, Mati, es que hoy hay mercadillo. —respondió, escondiendo su mano tras la espalda, intentando disimular el acuciado temblor.
—Y qué, ¿Ha comprado algo interesante?
Pablo afirmó con la cabeza mientras mostraba la carta que había adquirido.
—Pero, si usted no sabe…
—Esperaré a que venga mi hijo en Navidad. —Replicó Pablo, interrumpiéndola.
—Si quiere, yo se la podría leer.
Cuando llegó a su casa, recogió con prisa la compra en la cocina y se sentó en el sillón frente a la ventana. Tomó con cuidado la carta, la desdobló; pasó sus dedos nudosos con delicadeza por aquella escritura tan cuidada y, en un gesto infantil, se llevó el papel a la nariz. Cerró los ojos y recordó la escuela del pueblo, a la que él no pudo asistir. Aquel olor inolvidable a madera, niños, nostalgia… Por las noches, abría la cartera de su hermano, sacaba los cuadernos y admiraba aquellos torpes trazos, que a él le parecían algo mágico.
A escasos metros y bajo un árbol, arañado por los crudos fríos y sin hoja alguna se sentó en un banco de piedra. Palpaba, manoseaba el tesoro encontrado con el cuidado que sus dedos quebrados le permitían. Abrió la carta, ajada por alguno de sus pliegues y la contempló de nuevo. Los trazos no eran precisamente hermosos pero a él se le antojaban eruditos y llenos de magia. Qué dirían esas letras, serían palabras de amor, de despedida o de alguien que estuvo en la guerra. Poco importaba y dedujo de manera clara, que algo que se guardó dentro de un libro debía ser algo importante
Al volver a casa buscó una antigua caja de hojalata, donde guardaba los pequeños tesoros de su infancia. Allí había un librito con dibujos de animales y una dedicatoria. Sabia que decía: “Para Manuel, que va a aprender pronto a leer”. Comparó la letra con la de la carta. Ambas eran picudas, elegantes, parecidas, pero no iguales. Por un momento había pensado que la carta estaba escrita por su maestra, la señorita Amalia, el único recuerdo amable de su niñez. Solo estuvo un año en la escuela, y el día se su santo le regaló el libro. Poco después, su padre le mandó a ayudar a un pastor. Pasaba meses en el monte, con el ganado, viviendo en la choza. Manuel continuaba cuidando de un rebaño de ovejas, esta vez suyo. La carta y los recuerdos le habían entristecido. Miró el cobertizo en que vivía, su suciedad, y pensó que todo habría podido ser de otra manera. En su cabeza empezó a instalarse una idea extravagante: Iba a aprender a leer.
Le temblaban las manos al cogerla y más le temblaba el corazón. La olía, como si quisiera descubrir en ella el aroma intenso de los campos sembrados, de la tierra mojada, de la hogaza de pan junto a la lumbre, el olor del tiempo, el olor de la vida que quedó en una vieja estación de tren, en una despedida.
Al fin, llegó a su casa, y volvió a abrir el libro para ver de nuevo la carta. Al igual que antes, la forma en la que estaban escritas las letras le hicieron imaginar mil historias. Podían ser de un amor olvidado. Podían ser de un teniente del ejército, que escribía a su familia para hacerles saber que estaba bien. No le interesaba lo que contasen las letras, sólo le interesaba ver la forma en la que éstas bailaban sobre el papel.
MANOS CON TROZOS DE TRAZOS
Llegó a su casa, que era la residencia donde llevaba ya unos años. Entregó la carta a su gerocultora preferida, a la que confundía en las ensoñaciones seniles con su mujer. La enfermedad del olvido, le había robado muchas cosas, además le había dejado sin su distracción preferida, la lectura. Se le había olvidado leer.
La gerocultora tomó la carta entre las manos y la leyó sintiendo una bella emoción.
– ¡Pero bueno Francisco! Qué misiva tan bonita. Qué conmovedores trazos. Ya no hay nadie que escriba como lo hacías tú.
Seguido se fue a casa, en el portal le abordó el portero
– Buenos días D. Andrés, ¿de dar un paseíto?
– Pues sí, he ido al mercadillo y mire lo que he comprado. Enseñándole el libro.
– Ah, a mí también me gusta leer.
– No, no es por eso, es que me ha llamado la atención esta carta que he encontrado dentro. ¿Ha visto que trazos?
Se dirigió a la plaza; allí, con total seguridad, estaría su nieto Mateo. No hacía mucho que, junto a sus padres, había vuelto a vivir al pueblo: a raíz de la pandemia, muchos lo habían hecho.
Mateo, a pesar de su corta edad –apenas 10 años–, era un niño con una especial sensibilidad; le encantaba estar con su abuelo y que le contara historias.
–¡Abuelo! –gritó Mateo al verlo.
–¡Mira, mira!, ¡he encontrado un tesoro!, ¡corre, ven! –Mateo cogió a su abuelo de la mano y vio la carta.
–¿Qué es eso, abuelo?
–Aún no lo sé, Mateo, ¿me ayudas a descubrirlo?
Al guardar la carta en el bolsillo, se sintió dueño de un gran secreto: solo a él le pertenecían ahora unas palabras escritas mucho tiempo atrás. Pero enseguida le entró la tristeza: al viejo Luis le había pillado la guerra recién empezada la escuela y las cuatro letras que le había dado tiempo a aprender se le confundían en la memoria. Aunque sabía reconocer algunas palabras fotográficamente, no bastaba para descifrar el mensaje él solo. Tendría que pedir ayuda a María, su enfermera preferida de la residencia donde vivía. Él también era el ojito derecho de María. Le ayudaría, seguro.
• La guardó en el bolsillo de su chaqueta azul, ya casi añil, y se dirigió hacia la miga en la que algunos de sus amigos, él no, habían aprendido las cuatro reglas.
No encontró la vieja casa de balcones con geranios, ni siquiera la calle tenía las mismas trazas de antaño; ahora un parque ocupaba el espacio de su infancia. Se sentó en un banco pensando en la carta, pero, también en su vejez, en todos los años vividos y en aquélla novia a la que no supo escribirle una postal. Recordó que durante la mili, le pidió a un amigo que le declarase su amor a la chica de mirada intensa, en unas hojas que por entonces eran blancas.
Una señora de ojos oscuros, se sentó a su lado. Con mano temblorosa le cedió la carta. ¿Me la puedes leer?, le preguntó.
Una vez guardada en un sobre donde tenía el billete de vuelta a su pueblo, Min se dirigió con paso lento a la estación de autobuses. Se llamaba Benjamin por ser el pequeño de siete hermanos, y su hogar, una vieja casa familiar, se encontraba a dos horas monte arriba camino de la frontera con Francia. Unos minutos antes de la hora de la salida del autobús subió e intentó dormir. Su hermana Inés, con quien vivía desde que falleciera su mujer, le estaría esperando. Se pondrá contentísima con la carta, musitaba Min, una sonrisa en los labios, sabiendo que le ayudaría a resolver el misterio. Era la única de los hermanos que había cumplido con los deseos de los padres, estudiar y labrarse un futuro sin estar a merced de las inclemencias de la montaña….
No sabía leer pero lo compró.
La tristeza se apoderó de él, y en ese mismo instante decidió:
Ahora si, aprenderé a leer
Después de guardarla cuidadosamente en el bolsillo interior de la chaqueta, viendo que ya nada le atraía en ninguno de los tenderetes, se fue para casa. Al llegar, desplegó la misiva sobre su cama, acariciándola nervioso como a una novia secreta. Preocupada porque no bajaba a comer, su hija subió a buscarlo a la habitación. Él le entregó el papel, rogándole que lo leyera en voz alta. Aunque perpleja por el color del escrito y la emoción del padre, obedeció. Finalizada la lectura, un silencio incómodo hizo acto de presencia. Los dos intentaban sin éxito contener las lágrimas
La guardó cuidadosamente en el bolsillo de la americana.
En su mente permanecían aquellos trazos de las palabras que lo habían atrapado.
Se preguntaba quién sería el autor del mensaje, tratando de intuir el destinatario.
Había transcurrido mucho tiempo, tal vez ya no existiesen, pero él se encargaría que siempre permanecieran vivos.
Cada atardecer, desde la buhardilla, sujetaba aquel sobre misterioso. Sus ojos permanecían fijos en las palabras, embelesado ante la preciosa caligrafía, tratando de descubrir su significado.
La historia de amor que solo su corazón creó, fue la más hermosa que jamás pudo escribirse, ni siquiera imaginarse.
La guardó en el bolsillo interior de su gabán y se fue a casa.
Después de comer (era viernes, tocaban patatas fritas con huevos), limpió cuidadosamente la mesa y sacó la carta. La desplegó con la misma suavidad con que se acaricia lo más preciado y se dispuso a no leer. Pero sí a observar aquellos trazos que le emocionaron y que él sabía que eran letras.
Las había de todas las formas y tamaños. Una era un círculo con una rayita a la derecha que subía. Otra era igual pero la rayita bajaba. Dedujo que esas letras eran enemigas.
Descubrió en la carta cinco puntos. Se fijó en que las letras que iban después de los puntos eran más grandes. Pensó entonces el anciano que esas letras eran importantes, que seguramente sonaban más fuerte, y que cuando ellas hablaran, las demás se dejarían llevar sin osar rebelarse.
Una de esas letras grandes era como la media luna menguante. Esa luna que él conocía bien. Sabía todos sus secretos: para sembrar, para podar, para recoger cosechas…
Una noche así, de luna menguante, se fue su amigo Ramón a coger el tren de las 2 de la madrugada para irse a trabajar a Alemania.
Y ya nunca volvió. Como tampoco sabía leer ni escribir, nunca mandó cartas a nadie.
Cuando el anciano pensó en Ramón, se le ocurrió que aquella carta pudiera ser de él.
-Entonces -se dijo-, si esta carta fuera de Ramón me diría:
Hola Miguel. Es verdad que han pasado cuarenta años desde que me fui. Por fin aprendí a escribir y espero que tú a leer.
Amigo mío, quiero contarte tantas cosas…
Cuando llegó a casa la palpó con detenimiento, con la esperanza de que sus manos le desvelaran el mensaje que su mente no era capaz de descifrar. El papel con ese color que el tiempo deja sobre las cosas perecederas, conservaba una textura firme al tacto.
Las letras cuidadosamente enlazadas e inclinadas hacia adelante, le recordaron a Don Primitivo, el maestro, que deslizaba la tiza por la pizarra, logrando sin esfuerzo una caligrafía impecable que todos los muchachos intentaban, de forma más o menos acertada, imitar.
Una mancha oscura en el centro, llamó su atención
Aquellos trazos eran los mismos que vio escribir, hacía infinidad de años, al hijo de su amo. Recordó cómo aquel muchacho le miraba con gran respeto, le hablaba con cariño. Llegaron a ser buenos amigos, pero la vida los separó cuando el hijo del amo, se fue a una escuela lejana. Nunca más volverían a verse.
– ¿Quieres leerme esta carta?
Mientras el anciano escuchaba, la emoción inundó los recuerdos.
– Es una misiva preciosa abuelo. Este muchacho amaba a otro muchacho y no sabía como decírselo.
El anciano metió la carta en el bolsillo de su vieja gabardina y con paso lento pero decidido caminó hasta el pequeño parque donde todos los días se sentaba a la sombra de un gran árbol y echaba pan a los gorriones. Abrió con delicadeza la carta y al instante se le iluminó la mirada. Reconoció la letra aunque no entendía lo que decían esos garabatos. En el banco de enfrente se sentó una señora muy elegante. Sacó de su bolso unas gafas y un libro. El se lo pensó un instante y se acercó a ella.
Sus piernas olvidaron que eran viejas, imprimiendo prisa al trayecto que lo llevaría a desentrañar el misterio de aquella carta.
Llegó a la biblioteca donde trabajaba su nieta, sabiendo que ella gustosa se la leería.
Al entrar se sintió pequeño, la presencia de tantas palabras ocultas en los libros le sobrecogía. Tendría que aceptar el ofrecimiento de su nieta para enseñarlo a leer.
La joven lo besó con el cariño de siempre y acarició la hoja de papel con respeto.
Cuando al fin la leyó quedo lívida, cayendo desmayada entre sus brazos.
Regresó a su casa y su mujer le preguntó dónde estaba la compra que le había encargado y si le había sobrado algo de dinero.
Por toda respuesta él le extendió el desgastado papel.
Ella, que si sabía leer, lo tomó sorprendida entre sus manos y comenzó a leerlo en voz alta:
Querida prima Angelines: Las vacaciones transcurren sin grandes novedades. El perro ha mordido a Doña Evarista y no para de llover, etc.
El anciano dio media vuelta lentamente y se dirigió al dormitorio. Hoy no comería.
Ella puso los ojos en blanco y mirando al techo murmuró algo.
Rafael, que así se llamaba, acarició aquella vieja carta como si de seda se tratara, e imaginó quién la escribiría… Alguien con una gran sensibilidad, sin duda -pensó.
Metió el libro en el bolsillo de su chaqueta, se la abrochó y se encajó bien la boina, ya que el viento empezaba a arreciar un poco.
Caminó despacio, de vuelta a casa, saludando aquí y allá a los viejos conocidos del barrio, amigos y vecinos de toda la vida. Su vida. La letra parecía de mujer -seguía imaginando… y le recordó a Manuela, su amor perdido, su amor platónico de siempre”.
Al llegar a casa, encontró a su nieta sentada en la escalera de grandes y brillantes baldosas rojas. Seguro que ella, con esa mirada tan tierna e intensa a la vez que le atraía tanto a su abuelo, y siempre tan dispuesta, le ayudaba a saber qué ponía en esa carta.
Enseguida la curiosidad le llevó a Marieta a leerla en voz alta.
Querido Alfonso: quiero decirte que fuiste uno de los amores más señalados de mi vida. Mi amor siempre fue verdadero, te amé con locura y que aquellos momentos mágicos en los que fuimos tan felices no podrán desaparecer de mi vida. Pero quiero que sepas que no tuve otra oportunidad y tuve que hacerlo. Sí, fui yo. Yo confesé que fuiste tú…. el asesino de aquél enigmático y enredoso hombre que llegó aquella noche de verano al pueblo.
Si sostienes esta carta en tus manos, sabrás que una muerta te está explicando aquí su secreto, el secreto de una vida que, a pesar de todo, fue siempre la tuya desde la primera hasta la última hora. Nunca te olvidé. Rosita.
Marieta y el abuelo se pondrían rápidamente a explorar sobre el misterioso caso del asesinato de una noche de verano en el pueblo. Y, cómo no, de la vida amorosa de Alfonso y Rosita.
Paco no había ido casi nunca al colegio porque tenía que ayudar a su familia en las labores del campo pero su curiosidad le llevaba a explorar todo lo que caía en sus manos. Estuvo varios días con la carta en el bolsillo de su chaqueta hasta que el domingo, después de salir de misa, fue al bar del pueblo a tomar un vino donde se encontró con su hija, el marido de esta y los niños. El mayor de sus nietos y Paco se apartaron a un lugar más tranquilo. El niño, al ver la carta, lleno de curiosidad, la comenzó a leer y se quedó estupefacto. Se trataba de una carta que escribió Unamuno en el último mes de su vida sobre la guerra civil española.
¿Ha visto usted cosa más estúpida, más incivil, más
africana, que aquel bombardeo cuando ni estaba
preparada su toma? Una salvajada, un método
de intimidación, de aterrorización, incivil, africano,
anticristiano y … estúpido. Y por este camino
no habrá paz, verdadera paz. Paz en la guerra titulé
a aquel mi libro poemático. Pero esta guerra
no acabará en paz. Entre marxistas y fascistas,
entre los hunos y los hotros, van a dejar a España
inválida de espíritu …
La compró, y la guardó junto a los dibujos que guardaba desde niño. Su paso por la escuela fue corto, pero había guardado en su memoria las formas que el maestro hacía en la pizarra y que había reconocido en la carta. En las largas jornadas de su infancia cuidando ganado en el monte, fue guardando los dibujos que hacía de todo lo que había en su entorno. Ahora guardaría junto a ellos estos otros que nunca aprendió a interpretar.
Cuando llegó a casa, echó de menos a Aurora, esta vez si cabe, un poco más que lo habitual, porque le hubiera gustado compartir con ella su hallazgo. Había transcurrido algo más de un año desde que Aurora lo dejó solo, y tras cincuenta años de vida juntos, no se acostumbraba a su ausencia. Ese día llevaba consigo ese pequeño tesoro que había despertado su curiosidad, y se imaginó a su esposa inventando mil historias sobre su contenido, quién la había escrito o por qué.
Se guardó la carta en el bolsillo derecho del abrigo con mano temblorosa, se ajustó la mascarilla por enésima vez, siguió paseando ante los puestos del mercadillo y volvió a pararse ante una mesa que exponía, entre otras cosas, gran cantidad de llaves de formas, tamaños y colores diversos, y las examinó con gran interés. Tras un par de minutos llamó la atención de la mujer que atendía el puesto, sacó una bolsita del bolsillo izquierdo del gabán, extrajo una curiosa llave de la misma y se la mostró a la vendedora que, tras observarla con curiosidad, lo miró.
Se guardó la carta en el bolsillo derecho del abrigo con mano temblorosa, se ajustó la mascarilla por enésima vez, siguió paseando ante los puestos del mercadillo y volvió a pararse ante una mesa que exponía, entre otras cosas, gran cantidad de llaves de formas, tamaños y colores diversos, y las examinó con gran interés. Tras un par de minutos llamó la atención de la mujer que atendía el puesto, sacó una bolsita del bolsillo izquierdo del gabán, extrajo una curiosa llave de la misma y se la mostró a la vendedora que, tras observarla con curiosidad, lo miró.
Los trazos de las palabras le parecieron ramas de árboles entrecruzadas en aquel papel amarillo. Algunas eran raíces, otras, nudos retorcidos y raramente aparecía de vez en cuando un terrón de tierra de forma irregular. El colorido de aquellos dibujos se parecía al rojo del atardecer, o al granate de la sangre, o quizás al tanino del vino que tan bien conocía… Guardó la carta en la faltriquera y decidió llevarla al colegio, donde el maestro de los rapaces seguro le podría explicar su significado… Don Juan se caló las gafas y leyó: «Carmen, me muero, pero quiero que sepas…»
No supo bien si compró el libro por la carta que había dentro o si fue porque pensó que, tras tantos años juntos, él no era quién para separarlos. Echó ambas cosas al bolsillo y se fue a casa. Por la noche abrió el libro por donde estaba la carta y de repente se dió cuenta que las dos páginas, anterior y posterior, estaban sin romper. «Alguna vez no están todas abiertas», pensó, pero la intriga del por qué estaría la carta precisamente ahí metida lo llevó a la cocina a buscar una navaja bien afilada… Y al abrirlas, encontró…
El anciano recorrió el mercadillo buscando algún otro libro con sorpresas. Los cogía de los montones no como un lector, o como un aficionado a los libros, sino como un buscador de tesoros, zarandeàndolos por el lomo para que las hojas, al abrirse, dejaran caer los secretos guardados durante años… De uno cayó un sobre, cerrado, de otro una foto, uno de ellos dejó escapar una flor seca, y del último salieron volando unas páginas sueltas. Salió con el rabo entre piernas tras haber sido reconvenido por el librero, y dispuesto a construirse un relato imaginario con los trofeos rescatados…
Un anciano, con unas manos muy estropeadas por el trabajo de toda una vida, encontró en un mercadillo, dentro de un viejo libro, una carta amarillenta por los años. Él no sabía leer, pero le conmovieron los trazos de las palabras de la carta, y por ello la compró.
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La compró como se compra una estampita de la virgen, sin entender muy bien por que se hace, quizás buscando protección…como los niños que se sientan en el parque buscando tréboles de cuatro hojas en época de exámenes o lo mismo que un día cualquiera, una se encuentra una piedra clavada en el zapato y decide que a partir de ahora esa será su piedra de la suerte.
Iba tan sumido en sus vacíos pensamientos que cruzó la calle sin mirar y un coche lo arrolló sin poder evitarlo…
Los que acudieron a socorrerlo se encontraron con un anciano que había perdido el conocimiento, tirado sobre el asfalto…En sus bolsillos la única documentación que se toparon fue una carta amarillenta doblada en el bolsillo interior de su chaqueta de pana.