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Cuando veo que alguna de las conclusiones de mis trabajos es corroborada por otros autores a los que valoro, o coinciden con las expuestas por ellos, experimento una especie de agradable serenidad. Me parece que voy por buen camino. Eso me ha pasado con el último libro de Luigi Ferrajoli, un gran filósofo del derecho, que acaba de publicar en castellano Por una Constitución de la Tierra. La Humanidad en la encrucijada (Trotta). De Ferrajoli estudié con mucho detenimiento hace años Derecho y razón. Me interesaba su teoría garantista del derecho y su insistencia en que el derecho -los derechos fundamentales- están por encima de la política.

Su idea de que solo un constitucionalismo global puede asegurar la supervivencia de la humanidad, me parece verosímil. Su teoría me ha recordado que en el año 2000 la profesora De la Válgoma y yo defendimos en nuestro libro La lucha por la dignidad la necesidad de elaborar una Constitución Universal. Nos parecía que era el punto de llegada de la evolución de la “experiencia ética” de la humanidad. Al estudiar el reconocimiento histórico de los derechos, la abolición de la esclavitud, la lucha contra la discriminación por razones de sexo, raza o religión, la elaboración de las grandes declaraciones de derechos, nos parecía descubrir una colosal creación de la inteligencia humana: redefinirnos como especie. Autoafirmarnos como dotados de una cualidad especial que nos hace intrínsecamente valiosos por pertenecer a la especie humana, con independencia de cuál sea nuestra situación o comportamiento. Hemos llamado “dignidad” a esa cualidad, la hemos puesto en la cima de nuestros sistemas éticos y jurídicos, y hemos decidido que de ella derivan derechos universales, previos a las leyes positivas. Es decir, hemos inventado un “derecho natural” de segunda generación. Es evidente que “dignidad” no es un concepto científico. Ningún biólogo, genetista o neurólogo la admitirá como propiedad real de los humanos. Se trata de un concepto evaluativo y, además, creado ad hoc para resolver un problema.

Entonces, ¿realmente poseemos esa cualidad transcendental? Lo que defendemos es que esa pregunta no es relevante. Lo importante es saber si reconocernos esa cualidad resolvía mejor los problemas planteados por la convivencia, si nos permitía una vida más justa, si hacía posible la “pública felicidad”. Y nuestra respuesta, después de estudiar la evolución de las culturas, era y es afirmativa.

Nos parecía importante insistir en que era una afirmación “performativa”, es decir, que creaba lo mismo que afirmaba por el hecho mismo de afirmarlo, como hacen, por ejemplo, las promesas. Y también las constituciones. Todas las constituciones adolecen de una petición de principio: es la propia constitución la que permite al pueblo constituyente hacer la constitución. El pueblo está ya constituido cuando decide constituirse como pueblo. Por eso el “poder constituyente” ha intrigado tanto a los filósofos, que lo consideran salido de la nada. En el caso de la Constitución universal, sale de la voluntad constituyente, afirmativa, creadora, de los seres humanos. Depende de la voluntad y, por lo tanto, es precaria, como todas las constituciones, mientras no se admiten sistemas de protección y salvaguarda constitucional, para defendernos de una voluntad veleidosos. Proponíamos que el Primer artículo de esa Constitución Universal fuera el siguiente:

“Nosotros, los miembros de la especie humana, atentos a la experiencia de la historia, confiando críticamente en nuestra inteligencia, movidos por la compasión ante el sufrimiento y por el deseo de felicidad y de justicia, nos reconocemos como miembros de una especie dotada de dignidad, es decir, reconocemos a todos y cada uno de los seres humanos un valor intrínseco, protegible, sin discriminación por edad, raza, sexo, nacionalidad, idioma, color, religión, opinión política, o por cualquier otro rasgo, condición o circunstancia individual o social. Y afirmamos que la dignidad humana entraña y se realiza mediante la posesión y el reconocimiento recíproco de derechos”.