Jeffrey A. Winters, en su libro Oligarquía (Arpa 2024), da una interesante visión de las relaciones entre dinero y poder estatal, es decir del poder que utiliza los instrumentos del Estado. Advierte que en todos los regímenes el poder está desigualmente distribuido, y que siempre una minoría se impone a una mayoría. Pero le interesa una minoría especial, a la que llama oligarquía: aquella que está basada en la riqueza y a la que básicamente solo le interesa la riqueza. ¿Qué relación tiene con el poder político? Defiende la tesis de que a las oligarquías solo les interesa gobernar para defender su riqueza, de manera que, si piensan que están suficientemente bien defendida por el Estado, pueden desentenderse de acceder al poder gubernamental. En cambio, si consideran que el derecho de propiedad o su posibilidad de beneficios están amenazadas pueden pasar a la acción e intentar hacerse con el gobierno, como sucedió en el Chile de Allende. Esto explica que las oligarquías puedan convivir cómodamente con regímenes dictatoriales y con sistemas democráticos, mientras se sientan seguras. En unas controvertidas declaraciones de Friedrich Hayek sobre el régimen de Pinochet, el gran defensor del liberalismo afirmó: «Prefiero un dictador liberal (en lo económico) que un gobierno democrático falto de liberalismo”.
No es un fenómeno nuevo. El emperador Augusto se hizo con el poder absoluto porque los aristócratas romanos “prefirieron la seguridad del presente a los peligros del pasado” (Tácito, Anales 1,). En 1767, Adam Ferguson hizo una interesante observación. La obsesión por la riqueza puede desembocar en un “gobierno despótico”, porque el dinero busca la tranquilidad, incluso a cambio de la sumisión. Pocos años después, Tocqueville dice lo mismo: “Si los hombres se concentran en buscar su riqueza será posible “para un hombre listo y ambicioso· conseguir el poder”. Tal vez esto aclare parte del éxito de Putin en la Rusia post-Yeltsin. La disolución de la Unión Soviética permitió a Putin beneficiar económicamente a un grupo de fieles que se hicieron enormemente ricos, pero a los que dejo de apoyar cuando pensó que su poder económico podía querer convertirse en poder político.
La capacidad del dinero para convivir en cualquier régimen puede ampliarse a todos los niveles económicos. Marx, en El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, opinaba que la clase media, en tanto que sus aspiraciones económicas no se vieran obstruidas estaba dispuesta a renunciar a sus aspiraciones políticas y dejar en el gobierno al Antiguo régimen, a cambio de lograr su protección frente a un creciente y amenazante proletariado. Esta actitud explica el papel de la clase media española en la consolidación del franquismo. Y también respuesta de jóvenes catalanes en una reciente encuesta: No les importaría vivir bajo una dictadura, si con eso tuvieran asegurado su progreso económico.
Del estudio de las relaciones entre el poder gubernamental y el dinero podemos sacar una consecuencia clara: hay que desconfiar de ambos, en primer lugar, porque son pasiones, y producen inevitables sesgos monopolísticos, convirtiendo los medos en fines y viceversa. En segundo lugar, porque no tienen sistemas de frenada, y expandirán su pasión hasta donde puedan. Padecen, como dijo Alan Greenspan del mundo financiero, una “exuberancia irracional”.
Esta advertencia es necesaria porque hay un mecanismo psicológico nefasto y automático, que consiste en la fascinación por el poder, por el famoso, por el glamour, por el influencer, por el distinguido/distante. Es la misma fascinación que el patético Nietzsche -fracasado, pobre, inutilizado por las migrañas- sentía por el superhombre, a sabiendas de que, si existiera, él sería su primera víctima a causa de su debilidad.
El poder necesita controlar. Por ello, necesita ser controlado. Daren Acemoglu y James A. Robinson, en su brillante libro El pasillo estrecho (Deusto, 2019), defienden convincentemente que los ciudadanos solo pueden ser libres si pueden andar por el estrecho pasillo abierto entre dos placas tectónicas: un Estado fuerte y una sociedad fuerte también, es decir, entre el poder estatal y el poder ciudadano. Por eso, en la Academia del Talento político estamos hablando tanto de los dos.