En un famoso artículo publicado en 1887, Woodrow Wilson, el futuro presidente de EEUU, que entonces era profesor en Princeton, sostenía que el ejercicio del poder se había hecho cada vez más complejo, por lo que era necesario elaborar una Ciencia de la Administración. Tal vez respondía a una afirmación de Jefferson quien pensaba que todo había progresado menos las técnicas de gobierno, que seguían siendo ancestrales. Wilson tenía clara la necesidad de separar Política y Administración Pública. Ésta debía ocuparse de la solución de los problemas prácticos, identificados y planteados por el gobierno. Mezclar ambos niveles conducía a la ineficiencia. Treinta años después de Wilson, Max Weber publicó su teoría de la burocracia, considerándola un paso en la racionalización de la sociedad, y en los años 60, Herbert Simon, consiguió el Premio Nobel de Economía, por aplicar a la Administración su teoría de la racionalidad limitada, y de toma de decisiones. Wilson tenía razón: había que elaborar una Ciencia de la Administración.
A pesar de la brillantez de estos autores, y de muchos otros, la Administración del Estado no acaba de definir bien su perfil. ¿Forma parte del aparato gubernamental o es una institución estatal con una cierta independencia? ¿Debería considerarse un cuarto poder del Estado? Weber, hablando de la monarquía, dice que «el monarca está convencido de que es él quien gobierna, mientras que en verdad es el funcionariado el que disfruta del privilegio de hacer y deshacer sin control y sin responsabilidad, con el respaldo del monarca”. Si la Administración es el dominio de los expertos, ¿no sería deseable sustituir el gobierno político (ideologizado) del Estado, por una Administración (profesional y técnica) del Estado? Ya les advertí en un post anterior que la Administración pública no es un tema aburrido, y que si lo parece es porque está afectada por las campañas de devaluación del Estado. Si se quiere desprestigiar su labor hay que convencer a la ciudadanía de que la Administración es excesiva, inútil, aburrida, funcionarial, mortecina y, sobre todo, ineficiente. Esto justifica la reducción del Estado, meta del pensamiento neoliberal. La expansión incontrolada de la Administración, su falta de talento para organizar bien los procesos, su expansión proliferante, y la maraña de trámites que impone a la sociedad, explican el desdén del ciudadano por la Administración. Kafka se ha convertido en el gran crítico de esa Administración laberíntica, superflua y sin salida. El ciudadano piensa con frecuencia que la burocracia es kafkiana. El “trámite”, que significa “el camino” se ha convertido en un laberinto o incluso en un “bucle cerrado”, sin salida, donde para cumplir el trámite A hay que cumplir previamente el B que, a su vez, depende del A.
En la Academia del Talento Político defendemos que todo eso puede ser accidentalmente verdad, pero no es inevitablemente verdadero. Aunque la tarea de gobernar pueda ser ejercida de manera miserable, deshonesta o criminal, en su esencia es la tarea humana más noble porque su objetivo es resolver los problemas de la ciudadanía y buscar la “pública felicidad”. No reconocerlo es entregar el gobierno a manos desaprensivas, con la excusa de que no hay otra solución.