Nicolas Maquiavelo es considerado el fundador de la politología moderna. Unos lo piensan porque dejó de lado las consideraciones morales que buscaban el “buen gobierno”, para centrarse en el “gobierno eficaz” (Prelot, M. La ciencia política, 2004, 23), Otros, por haber fijado un método comparativo histórico (Duverger, M. Métodos de las ciencias sociales, 1962, 549); todos, en fin, por haber “descrito con claridad el campo de la política, como el estudio de las luchas por el poder entre los hombres” (Burham, J. Los maquiavelistas, 1953, 50). Maquiavelo ha impuesto la idea de que la política “únicamente ha de investigar los medios por los cuales el poder se adquiere o se pierde” (Prelot, 145). El poder es un fin, no un medio. Y su núcleo es la distinción amigo enemigo. Las relaciones de mando y obediencia, ya se den en el terreno religioso, económico o militar, constituyen relaciones políticas, siendo el poder ejercido por el gobernante sobre el gobernado la relación de poder por excelencia. Esta reclusión de la política al poder, que es la esencia de la “Realpolitik” o de la “Machtpolitik” constituye lo que he llamado “Confabulación de lo irremediable”.
Creo que debemos desmontar esa confabulación, esa “fabulación colectiva”, porque olvida que el fin de la política no es el poder, sino las soluciones. El pecado original de la política es concebir el poder como un fin, olvidando que es un medio. Esta transformación de medios en fines es una permanente tentación de los humanos. Basta pensar en el dinero: de ser medio de pago pasa a ser un fin en sí mismo.
Creo que debemos desmontar esa “fabulación colectiva”, porque olvida que el fin de la política no es el poder, sino las soluciones.
El pecado original de la política -convertir el poder, en fin- atrae hacia ella a personas movidas por la pasión del poder, o por una interesante variante: la pasión por mandar. Ambas, como ya hemos visto, son ampliadas por la organización -sea política, económica, religiosa- por lo que hacerse con la organización resulta prioritario. La más poderosa de todas ellas es el Estado, la meta más codiciada para la pasión de mandar.
La Gran Política, aquella para la que deberíamos educar a todos los políticos -gobernantes y gobernados, poderdantes y apoderados- devuelve a la política su condición de medio. Recordaré el articulo 13 de la Constitución española de 1812: “El objeto del gobierno es la felicidad de la nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”.