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En el siglo pasado aparecieron dos grandes movimientos censores del arte: el que derivaba de la ortodoxia soviética y el que derivaba de la ortodoxia nazi. En ambos casos tenían un carácter totalitario. El arte carecía de autonomía. Debía plegarse a la gran revolución que iba a traer un mundo nuevo. La libertad del artista, su interés por la subjetividad, o la idea del arte por el arte eran manifestaciones del egoísmo pequeño-burgués.

El rechazo soviético a todo lo que no fuera “realismo socialista” tiene una historia interesante. Al comienzo de la revolución rusa las vanguardias artísticas se consideraban un complemento para las políticas revolucionarias. Pero a comienzo de los años 20 el impresionismo, el surrealismo, el cubismo fueron criticados por su carácter subjetivo. El arte plástico debía reflejar solo los temas socialmente relevantes. Lo demás era “arte reaccionario” y “decadente”. En 1932, Stalin promulgó una ley de reconstrucción de las organizaciones literarias y artística, que ponía todas estas actividades bajo el control estatal.  Los escritores, por ejemplo, eran considerados “ingenieros del alma humana”, al servicio de la revolución. En términos de Andreas Huyssen, esa «unidad entre vanguardia política y artística», que estaba basada en el «credo de la vanguardia histórica de que el arte puede ser un instrumento crucial para la transformación social» fue rápidamente disuelta cuando tanto el fascismo como el estalinismo les negaron su lugar disruptivo y su potencial transformador (Huyssen, A. (2006): Después de la gran división. Modernismo, cultura de masas, posmodernismo, Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2006: 25).

La censura estalinista no solo afectó a la literatura y a la pintura. Tampoco la música se libró de ella. El caso de Shostakóvitch es bien conocido. Durante varios años sus obras estuvieron prohibidas porque no se ajustaban al criterio revolucionario de Stalin.

En 1937, el régimen nazi organizó dos exposiciones simultaneas. Una de ellas dedicada al arte alemán, un arte heroico, con representaciones de bellezas arias y de soldados. La otra, al arte degenerado. Hitler fue un dictador enormemente interesado por el arte y su función social. Su utilización política de la arquitectura es habilísima, como cuenta Deyan Sudjic en La arquitectura del poder Pensaba que el arte es la expresión de un pueblo y, además, le ayuda a fortalecer su identidad. “El arte no puede ser una moda. De igual manera que el carácter y la sangre de nuestro pueblo cambiaran poco, el arte debe perder su carácter mortal, y ser sustituido por las imágenes expresivas de la corriente vital de nuestro pueblo en el continuo despliegue creativo de sus obras. Cubismo, dadaísmo, futurismo, impresionismo, etc., no tienen nada que ver con nuestro pueblo alemán. Pues tales conceptos no son ni viejos ni modernos, sino únicamente artificiosos balbuceos de hombres a quienes Dios ha negado la gracia del auténtico talento y concedido en cambio el don de la algarabía y del engaño”.

La crítica del arte degenerado procede de la necesidad de mantener pura la esencia racial. Y para ello, Hitler estaba dispuesto a ejercer su poder. “Quiero confesar en este momento que he llegado a la definitiva e inalterable decisión de hacer limpieza, al igual que lo he hecho en el terreno de la confusión política, y liberar desde ahora la vida artística alemana de su charlatanería”.

“Entre los cuadros aquí presentados, he observado que hay bastantes que permiten llegar a la conclusión de que el ojo muestra a ciertos seres humanos las cosas de modo distinto a como realmente son, esto es, que hay gentes que considera a los actuales habitantes e nuestra nación como cretinos putrefactos; gentes que, por principio, ven prados azules, cielos verdes, o, como ellos dice lo experimentan así. (…) En nombre del pueblo alemán quiero prohibir que esos pobres desgraciados, que sin duda sufren una enfermedad de la vista, intenten vehementemente imponer esos productos de sus erróneas interpretaciones a la época en que vivimos, e incluso presentarlos como arte”.

En este momento, está en auge un nuevo tipo de censura, la woke. De ella hablaré en el próximo post.

 

Únete 2 Comments

  • Javier Rambaud dice:

    Muchas gracias por estas reflexiones. Es muy interesante que tanto el fascismo inicial como la revolución rusa estuvieron vinculados a las vanguardias: muchos artistas futuristas italianos apoyaron el fascismo por su intención modernizadora y el constructivismo ruso estuvo muy unido al momento revolucionario y los primeros años soviéticos (cayó en desgracia con la caída de Trotsky). Luego, en ambos casos, se derivó hacia otros estilos «oficiales». Quizá ese vínculo inicial se debe al momento de transformación cultural que se vive en la Europa de las primeras décadas del siglo XX, pero pronto, fascismo y comunismo muestran su rostro totalitario y el arte que proponen, aunque no carente de ciertos valores estéticos, entra en un callejón sin salida, pues a la creación e innovación artística le cuesta fructificar en regímenes totalitarios. Aún así, hay diversos grados de totalitarismo: no es lo mismo la Italia fascista de los años 20, que el nazismo alemán o el estalinismo.

  • jose antonio marina dice:

    Tiene razón al señalar las analogías en la relacion del fascismo, el nazismo y el comunismo soviético con el arte. Los tres eran movimientos totalitarios, lo que significa que el Estado penetraba todos los campos de la acción humana. Los tres movimientos-sobre todo los dos últimos- impusieron una censura estricta contra el «arte degenerado» uno, y contra el «arte decadente» otro. Pero tenían, creo otro aspecto en común. Robert Griffin en su espléndido libro «Modernismo y fascismo. La sensación de comienzo bajo Mussolini y Hitler» ha mostrado como la convicción de que estaban alumbrando un mundo nuevo impulsó la ideología fascista, tambien en su concepción del arte. Pero esa misma creencia formaba parte del pensamiento comunista, y eso explica interesantes concomitancias entre movimientos tan separados. Gracias por su comentario

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