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Nación de naciones

Estos HOLOGRAMAS son un ensayo de PERIODISMO EXPANSIVO. Conocer lo que ocurre es fácil, comprenderlo es complejo. Cada lector debe poder elegir el nivel de comprensión en que quiere moverse. Propongo tres niveles: uno, reducido, en formato papel. Otro más amplio, en formato digital, que, a su vez, remite a una RED DE COMPRENSIÓN sistemática, necesaria por la inevitable conexión de los asuntos. Tal vez sea un proyecto megalómano, pero creo que vale la pena intentarlo. El artículo inicial de este holograma se publicó en el suplemento Crónica de EL MUNDO el día 22 de diciembre de 2019:


Nación de naciones.- Lewis Carroll hace decir a Humpty Dumpty: «Cuando uso una palabra, esa palabra significa exactamente lo que quiero que signifique…ni mas ni menos”. La palabra “nación” puede significar lo que queramos. Para los “padres de la Constitución española”, “nacionalidades” y “nación” significaban lo mismo. Fue un truco lingüístico apaciguador. Pero la lógica impone condiciones. Sea cual sea el significado de “nación”, el conjunto de naciones no puede dar un resultado del mismo nivel, sino de un nivel superior. Por eso, habría que escribir “Nación” con mayúscula, y “naciones” con minúsculas. Tienen significados distintos. El problema no se plantearía si dijéramos: “Reino de naciones” o “Estado plurinacional”. Así pues, “Nación de naciones” no significa nada mientras no se especifique qué se quiere que signifiquen esas palabras, y eso es lo que se pretende eludir. Soy partidario de la expresión “Estado plurinacional”. La relación de los conceptos de “Estado” y “nación” es interesante y complicada. España fue un Estado antes de ser una nación. Era un compendio de varias naciones. Por eso se hablaba de las Españas. Carlos I y Felipe II fueron “rex hispaniarum”. Para Hannah Arendt, la conquista del Estado por la nación abrió la puerta a los totalitarismos.


HOLOGRAMA 31


Usbek -ya saben, el “extraterrestre” que ha venido a estudiarnos- se hace con frecuencia una pregunta: “¿Por qué si los humanos son tan inteligentes hacen tantas tonterías?” Le extraña, por ejemplo, la facilidad con que se matan por una palabra.  La separación de la iglesia católica y de la ortodoxa se produjo por una palabra: “filioque” (y del hijo). Unos afirmaban que el Espíritu Santo procedía del Padre, y otros que también procedía del Hijo (Jesucristo). Descendiendo a terrenos mundanos, el cambio político de la revolución francesa se culminó cuando en la batalla de Valmy las tropas gritaron “¡Vive la Nation!”, en vez de “¡Vive le Roi!”. Otro momento importante fue el cambio ocurrido el 17 de junio de 1789, cuando la Asamblea francesa no quiso llamarse “Asamblea del pueblo francés” y paso a llamarse “Asamblea de la nación”. La Nación había ganado la partida y, como señala George Gusdorf, todo el trabajo constitucional de las asambleas de la república se encuentra determinado por esta decisión terminológica. (Les Révolutions de France et d’Amérique, la Table Ronde, Paris, 2005)

En España, una innovación léxica importante fue la introducción en la Constitución del término “nacionalidades”. Fraga sostenía que “nación” y “nacionalidad” significaban lo mismo. Roca, que “nacionalidad” significaba “nación sin Estado”. Para Peces Barba, la nación, España, puede comprender en su seno otras naciones o nacionalidades. También Solé Tura pensaba que se estaba definiendo a España como una “nación de naciones”.  Herrero de Miñón, más sofisticado, distinguía entre “soberanía”, que sólo la tenía la nación española, y la “autoidentificación”, que es lo que se llama “nacionalidad”. Para muchos, la introducción de esa palabra no resolvía el problema de las tensiones independentistas, sino que lo constitucionalizaba. Ortí Bordás se quejó: “Yo solamente les diría a los miembros de la comisión que no son los problemas los que se constitucionalizan; lo que se constitucionalizan son las soluciones. Y Dios quiera que los constituyentes del 78 no constitucionalicen el problema de las nacionalidades”.

La idea de pluralidad de naciones no era nueva en España. En “El político” (1540) Gracián escribe: “En la Monarquía de España, donde las provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinaciones opuestas, los climas encontrados, así como es menester gran capacidad para conservar, así mucha para unir”. Según el Diccionario de Autoridades (1720), “nación es la “colección de habitadores de alguna provincia, país o reino”. El escritor y economista catalán Antoni de Capmany i Montpalau, diputado en las Cortes de Cádiz en 1812, intentó hacer compatibles la “gran nación” y las “pequeñas naciones”. Criticaba la homogeneidad francesa. «En la Francia organizada, que quiere decir aherrojada, no hay más que una ley, un pastor, y un rebaño destinado por constitución al matadero. En Francia no hay provincias, ni naciones, no hay Provenza ni provenzales, Normandía ni normandos, se borraron del mapa del territorio y hasta sus nombres, como ovejas que no tienen nombre individual, sino la marca común del dueño. Aquí no hay patria señalada por los franceses, todos se llaman franceses al montón como quien dice carneros”. Defiende la diversidad española frente al Napoleón invasor: “¿Qué sería ya de los españoles si no hubiera habido aragoneses, valencianos, murcianos, andaluces, asturianos, gallegos, extremeños, catalanes, castellanos…? Cada uno de estos nombres inflama y envanece y de estas pequeñas naciones se compone la masa de la gran nación, que no conocía nuestro conquistador, a pesar de tener sobre el bufete abierto el mapa de España a todas horas». En otros países también se utiliza el término “nación” con varios significados. Así, por ejemplo, el Reino Unido es un Estado compuesto de cuatro naciones: Escocia, Gales, Inglaterra e Irlanda del Norte. En Estados Unidos no tienen ningún problema en considerar que los americanos nativos son naciones: «The Hopi Tribe is a sovereign nation located in northeastern Arizona». Ya ven, los hopi de Arizona no solo son nación, sino nación soberana. Sus leyes son superiores a las de los Estados, aunque de menor rango que las federales. En Canadá se habla también de las First Nations para referirse a las naciones indígenas, con importantes cuotas de soberanía.

A Usbek, que ve todo desde la lejanía y con la frialdad de un entomólogo, estas confusiones le interesan sin inquietarle. Despiertan su curiosidad. A nosotros, los que creamos y padecemos el embrollo, no nos parece divertido. Un embrollo, por otra parte, enredado durante siglos, como muestra una historia que resumo telegráficamente. Los Estados, como forma política, surgen cuando las tribus alcanzan un determinado tamaño que permite la aparición de un poder político único, dotado del monopolio de la fuerza y de la legislación, con subordinados y burócratas que ejecuten sus órdenes. ¿Por qué las tribus aceptaron perder parte de su libertad? El motivo principal fue buscar la seguridad interior y defenderse de agresiones externas, o la aparición de un jefe carismático que inicia una dinastía. El reciente libro de Acemoglu y Robinson –El pasillo estrecho- muestra el sangriento destino de las sociedades sin Estado. También cómo el Estado puede convertirse en monstruo. El Estado era una organización política, que se construía sobre una realidad social normalmente poco homogénea. Por eso, una tarea importante de los jefes era construir una identidad común. Los monarcas intentaron legitimar lo que normalmente habían adquirido por la fuerza, para lo cual durante siglos buscaron el apoyo de la religión o en la filosofía política. Pero la forma más eficaz de mantener su poder fue, primero, asegurarse la lealtad de sus súbditos. Sin embargo, crear una identidad común desde arriba no es nada fácil. La Unión Soviética intentó durante setenta años crear el “hombre soviético” y en cuanto se derrumbó aparecieron las identidades nacionales que parecían desaparecidas. Por eso tuvieron más éxito aquellos intentos que aprovechaban los lazos previos que unían a las comunidades. Apareció y se cultivó un poderoso sentimiento –el patriotismo– fundado en poderosas y ancestrales emociones de pertenencia al grupo, que pueden rastrearse incluso en nuestros parientes animales, y que se incendian con facilidad. Tras la segunda guerra mundial, los alemanes, aterrados por los horrores que el “patriotismo nacional” había provocado, defendieron un “patriotismo constitucional”. No era la identificación con una nación, sino la pertenencia a un Estado constitucional lo que debía despertar esa emoción generosa. Jürgen Habermas fue uno de los grandes defensores de la idea. Europa está intentando hacerlo, sin mucho éxito.

Lo que parece claro es que el Estado apareció antes que la nación. Francia, que se considera una nación muy antigua, tardó mucho tiempo en alcanzar la homogeneidad. Según Eugen Weber – Peasants into Frenchmen: The modernization of Rural France, 1870-1914, en la década de 1860, una cuarta parte de la población de Francia no sabía hablar francés, y otra cuarta parte lo hablaba solo como segunda lengua. El francés era el lenguaje de París y de la élite educada. En la Francia rural, los campesinos hablaban bretón, picardo, flamenco, provenzal u otros dialectos locales.  El desarrollo industrial favoreció la unificación lingüística de la mano de obra, que no se terminó hasta la primera guerra mundial, cuando el servicio en las trincheras puso fin a un proceso iniciado por la necesidad económica. Por eso, Gellner sostiene que el nacionalismo es fruto de la industrialización. José Luis Villacañas, en su monumental La inteligencia hispana, (I, XXII) indica que España, que consiguió tener un poder estatal unitario desde una época muy temprana, no consiguió articular una nación hasta fechas muy tardías.

El Estado es un entramado institucional desarrollado para el ejercicio del poder. Tiene como características básicas ejercer el monopolio de la fuerza y de la legislación. En el Antiguo régimen, había un concepto patrimonial del poder. El rey era el propietario de sus reinos. No había “bienes nacionales”, sino “bienes reales”: Precisamente, al comienzo de las monarquías el rey era un “primus inter pares”. Si se impone a los demás es porque tiene más dinero y más capacidad de organizar alianzas, o de aumentar su poder territorial mediante matrimonios o mediante la guerra. Cuando la autoridad del rey se consolida, aparece la noción de “soberanía”, que es un concepto del Antiguo Régimen inventado para reforzar la autoridad del monarca. El sujeto de la soberanía es el Rey, el soberano. Lo que supuso la Revolución francesa fue la adjudicación de la soberanía a la nación, en vez de al rey. La nación, que había sido gestada por el Estado, decide ponerse por encima del Estado. Ese cambio sobresaltaba a Hannah Arendt, que había vivido la tragedia nazi, lo considera una puerta abierta al totalitarismo. Consideraba que la función del Estado es proteger los derechos de todos los ciudadanos, sin importar la nacionalidad a la que pertenecen (por ejemplo, si eran arios o judíos). Es decir, el Estado español debe proteger los derechos de todos los ciudadanos, sean catalanes, vascos, castellanos o inmigrantes. El nacionalismo, en cambio, significa la conquista del Estado por la nación, la identificación del ciudadano con el nacional (en el caso alemán, con el ario). “El nacionalismo, escribe, es esencialmente la expresión de esta perversión del Estado en un instrumento de la nación y de la identificación del ciudadano con el miembro de la nación, es decir, con la pertenencia a una esencia cultural y espiritual”. “La nación había conquistado al Estado; el interés nacional tenía prioridad sobre la ley mucho tiempo antes de que Hitler pudiera declarar ‘justo es lo que resulta bueno para el pueblo alemán”.

Parece evidente que el problema no es a quien llamamos “nación”, sino a quien conferimos la “soberanía” y por qué. Este es el concepto decisivo, no el de nación.

El Estado- nación resultó un éxito y muchas colectividades que se sentían unidas por vínculos culturales o históricos aspiraron a convertirse en Estado, porque es el Estado quien ejerce la soberanía real, aunque jurídicamente resida en la nación o en el pueblo. Comenzó entonces la lucha por la identidad y por la autonomía. Aparecieron teorías que defendían que las naciones eran anteriores al Estado. Emmanuel Joseph Sieyès, el gran ideólogo de la Revolución, considera la ‘nación’ como una realidad superior y ajena a los individuos. Pertenece al orden natural, ha sido creada por Dios, se la debe tratar como “individuo fuera del lazo social”, y acaba reconociendo un “derecho natural de las naciones”. Eso implicaba que, frente a la nación, los derechos individuales eran secundarios. Aquí está el origen teórico de los desmanes nacionalistas. La idea de Nación, que se había esgrimido contra el absolutismo real, se convirtió en absoluta y ejerció su tiranía.

Parece evidente que el problema no es a quien llamamos “nación”, sino a quien conferimos la “soberanía” y por qué. Este es el concepto decisivo, no el de nación. La historia nos dice que la soberanía pasó de ser una propiedad del rey, a serlo del Estado. La afirmación de un “derecho de las naciones a ser Estado” es difícil de justificar democráticamente, sobre todo porque las democracias se basan en los derechos individuales, no en un sedicente “derecho de las naciones”. ¿Significa esto que un grupo social solo puede alcanzar su soberanía por la fuerza, como ha sucedido frecuentemente en la historia?  No. Creo que puede haber un modo jurídico de fundar esa aspiración. La base firme de esa pretensión hay que buscarla en lo que constituye la mejor solución encontrada para ordenar nuestra convivencia: la defensa de los derechos individuales. Es a partir de ellos, y no de una ficticia idea de nación dotada de derechos, como podemos fundar un derecho a la soberanía, o a la independencia, que como he explicado en otros artículos tiene que hacerse compatible con otros derechos. En el caso catalán, los derechos de los catalanes independentistas, de los no independentistas y del resto de los españoles.

Si me empeño en recordar la historia es para desmitologizar palabras que se vuelven peligrosas cuando se toman como realidades. Ernest Renan, uno de los primeros teóricos de la nación, señaló que la amnesia histórica que acompañó siempre al proceso de construcción nacional.  Escribió: “El olvido y, yo diría, el error histórico, son un factor esencial de la creación de una nación, y es así como el progreso de los estudios históricos es un peligro para la nacionalidad. La investigación histórica, en efecto, vuelve a sacar a la luz los episodios de violencia que han tenido lugar en el origen de todas las formaciones políticas, incluso de aquellas que han sido más beneficiosas”. (Ernest Renan. Qu’est ce qu’une nation?” Es una lección de humildad.

                                       

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