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ELOGIO Y REFUTACIÓN DE LA IRONÍA

Hace muchos años, Carlos Castilla del Pino me pidió un capítulo sobre la ironía para un libro que iba a dirigir. Se lo mandé, el libro no se publicó y olvidé el asunto. Ahora, mi imprescindible ayudante Cortijo Enríquez lo ha encontrado. Aquí está.


 

Para no perderme en el discurso ni perder al lector, comenzaré transcribiendo un largo, y a mi juicio divertidísimo texto irónico, publicado en The New Yorker, del que es autor E.B.White.  Nos servirá como punto de referencia, faro benefactor que nos sitúe e ilumine y, a la vez, distenderá nuestro ánimo preparándole para tratar de un tema que se supone risueño. El artículo se titula «Censura», y dice así:

«Estamos encantados con la reciente censura impuesta en relación con los harenes de las películas. Algunas escenas de una película de la Paramount que se está rodando actualmente transcurren en un harén, y tras cuidadosas deliberaciones los censores han decidido autorizar este tipo de atractivo polimorfo con la condicion de que en el «boudoir» no se incluyera al sultán. Las chicas pueden amontonarse sobre las almohadas, con las espaldas y costados al desnudo, pero sin que ningún ojo masculino pueda ponerles la vista encima, a no ser  usted, lector afortunado. Esta decisión de crear un harén-sin-sultán forma parte del gran cuerpo de opinión que interpreta la ley moral americana. Puede ocupar un lugar junto a la famosa disposición de 1939 sobre la aparición de los pechos de una mujer en Flushing World of Tomorrow, según la cual se podía enseñar publicamente un pecho pero no los dos, dando satisfacción así a los dos grupos aparentemente irreconciliables: los amantes del arte, que exigían los pechos pero estaban dispuestos a admitir que si se veía uno se habían visto los dos, y la camarilla de los decentes, que eran partidarios de la ocultación pero llegaron a admitir que el hecho de ocultar un pecho dejaba clara la reticencia fundamental de la propietaria, y por lo tanto dominaba toda la situación. Esta medida sutil y de gran alcance permitió que el espectáculo pudiera superar dos  temporadas difíciles, e imaginamos que el harén aséptico conseguirá otro tanto para Hollywood» (Reimpreso  en E.B.White: The Second Tree from the Corner, Nueva York, 1962)

Después de transcribir el texto, pienso que podría haber puesto un caso más breve de ironía. Por ejemplo, el letrero que, si no me falla la memoria, figura en el frontispicio de la Bolsa de Londres :»La Tierra es del Señor, al igual que toda la riqueza que encierra». O el lema que se podía leer en la entrada de los campos de concentración nazis  : «Arbeit macht frei», el trabajo hace libres. (Todo el mundo sabe que los pórticos favorecen las expresiones irónicas. Por eso el «frontón», que era el remate de la fachada de un edificio, se ha convertido en una pared para jugar a la pelota, o sea, en cosa lúdica ). Como no quiero que se me distraigan,  volvamos al texto de White. Lo contado en él -y la manera de contarlo- es cómico, y la intención satírica. Pero el comienzo le da un inequívoco carácter irónico: «Estamos encantados…». En efecto, la ironía es un recurso estilístico que consiste en decir lo contrario de lo que se quiere dar a entender, y puede utilizarse con una finalidad cómica, satírica, dramática, argumentativa, etcétera. White, se lo digo   por si no lo han notado,  se está riendo de los censores.

Dicho así, todo parece muy sencillo. Pero si  el lector no prevenido se empantana en el  cristalino campo de la «ironología», ciencia nada irónica que estudia lo que el nombre dice, se llevará una SORPRESA -mayúscula, como puede ver-, al comprobar que lo que era un tropo retórico de segunda categoría -que no se podía comparar ni de lejos con la fastuosa alegoría o la embrujadora metáfora- se ha convertido en una forma de conocimiento y de vida, en una metafísica, en una moral, incluso en una teología. En suma, en una concepción del mundo. No crean que exagero. Les he espigado un racimo de textos, o  mejor, les he vendimiado una gavilla de citas para convencerles de lo que les he dicho. Los «New Critics», por ejemplo, Cleanth Brooks, sostienen que toda buena literatura tiene que ser irónica. Kenneth Burke es todavía más exagerado:»No podemos emplear con madurez el lenguaje hasta que no nos sintamos espontáneamente a gusto en la ironía». Cesare Pavese, en su libro El oficio de vivir consignó en 1942 la siguiente reflexión:»El gran arte moderno es siempre irónico, al igual que el antiguo era religioso». «El problema de la ironía -escribió Thomas Mann- es el más profundo y fascinante, sin duda, del mundo». Ortega madrugó al anunciar y a prever las consecuencias:»El destino de inevitable ironía hace el arte nuevo muy monótono».

Pero el lector no prevenido se encontrará además con una segunda sorpresa poco agradable. Los expertos no se ponen de acuerdo acerca de lo que es la ironía. Lo cual resulta, sin duda, muy irónico. Uno de los grandes especialistas en el tema, D.C.Muecke, escribe:»Puesto que Eric Heller, en su Ironic German, muy acertadamente no ha definido la ironía, no tendría ningún sentido no volver a definirla otra vez».

Este último aspecto me parece muy interesante. Si todo el mundo usa la palabra ironía, ¿a cuento de qué los expertos dicen que no saben lo que significa la palabra? Pues a cuento de que suele utilizarse para designar cosas distintas. El vulgo entiende por ironía el sentido del humor, una cierta retranca, un vistazo displicente y cáustico sobre el mundo, una dosis soportable de cinismo, la actitud de  quien sospecha de todo, se rie de todo,

está de vuelta de todo y lo expone con ingenio,  la posición del avisado que no se deja engañar porque sabe que toda lenteja tiene su gorgojo y toda manzana su gusano. La ironía propende a la sátira, desmonta prestigios falsos o verdaderos, es una esgrima ágil, que ataca y retrocede.  Es irónico -risible por contradictorio- que alguien robe al carterista, o alguacile al alguacil. María Moliner  registra la acepción «tono burlón con que se dice algo», y añade como sinónimos «guasa, reticencia, sorna, jocoso, humorístico, broma, burla». José María Zainqui, en su Diccionario razonado, define la ironía como «una burla fina y disimulada». Y la empareja con la guasa, la broma, la mordacidad, la sátira. «Sarcástico es el que denota sarcasmo, es decir, burla sangrienta o ironía mordaz y acre. Sardónico se aplica a la risa irónica producida por la convulsión y contracción de la cara, pero sin la alegría interior del que ríe sinceramente». Hay un cierto fingimiento o disimulo en todas estas manifestaciones.

Hablamos también de la «ironía de la vida» cuando las consecuencias de un acto resultan contrarias a lo previsto. «Es una ironía que después de esperar tanto tiempo el nombramiento llegase cuando había muerto». Nos parece que en esos casos la realidad se burla de nosotros, y que hay un burlador detrás de esos acontecimientos. Ya lo dijo el poeta:»La vida es un cuento absurdo, contado por un payaso sin gracia, lleno de ruido y furia».

Los expertos transcendentalizan el concepto y  siguiendo a Kierkegaard  consideran que la ironía es una «negatividad absoluta». Como dice Booth, «tanto para sus fervientes admiradores como para quienes la temen, la ironía se contempla normalmente como algo que socava claridades, abre vistas en las que reina el caos y, o bien libera mediante la destrucción de todo dogma o destruye por el procedimiento de hacer patente el ineludible cáncer de la negación que subyace en el fondo de toda afirmación»(Retórica de la ironía, Taurus,1986, p.13). «Es una modalidad de pensamiento  y de arte-escribe Ballart- que emerge sobre todo en épocas de desazón espiritual, en las que dar explicación de la realidad se convierte en un propósito abocado al fracaso. Si algo caracteriza a nuestro tiempo es la pérdida del sentido unívoco de lo real» (Eironeia. La figuración irónica en el discurso literario moderno. Sirmio, 1994, p. 23). Buscan solemnes ejemplos. El autor del «Eclesiastés», fué sin duda un irónico al decir en un texto sagrado: «vanidad de vanidades y todo vanidad». Y como todo erudito encuentra  suficientes textos para sostener cualquier tesis -ya dijo Descartes que no había ninguna tontería que no hubiera sido sostenida alguna vez por algún filósofo- , Edwin M. Good ha escrito Irony in the Old Testament, Londres, 1965, donde demuestra que a Dios le pirran las ironías. También al diablo, por supuesto. Lucács considera que la ironía es el grado más alto de libertad creadora que puede alcanzar un artista en un mundo sin Dios.

Esta erupción irónica -volcánica y de la otra- que afecta a nuestra cultura resulta intrigante. ¿Qué ha sucedido? Hasta el romanticismo, la ironía era un tropo retórico, un artilugio expresivo.  Quintiliano, en su magna Institutio Oratoria (s.I d.C), señala que su finalidad es hacer reir. Y es verdad que la palabra apareció en un contexto cómico. En el teatro griego había una pareja arquetípica -el serio, alazos, parecido al clown de nuestro circo, que presume de sabio, y el eiron, el payaso que parece tonto. La comicidad de esta pareja estribaba en que el tonto acababa revelándose como el verdaderamente listo, poniendo en evidencia la vanidad y estupidez engreida del pseudointeligente. Socrates se aprovechó de la figura del eiron, del sabio que parece no saber nada, y elevó la ironía a una forma de conocimiento. En el fondo quería decir que las apariencias engañan. Las cosas han cambiado. La ironía actual se ha vuelto más amarga  que risueña, y negativa en vez de reveladora. Con razón se pregunta Jankélévitch en su obra «L’ironie» (Flammarion, 1964): «¿Por que la ironía, que fue principio de lucidez, de autocontrol y de distanciamiento superconsciente se ha puesto, con los románticos, a celebrar la orgía del caos y  la gran bacanal de la confusión?». Porque, en efecto, la ironía, clave cultural del posmodernismo, aparece actualmente dotada de rasgos inquietantes.

Thomas Mann, en un brillante capítulo de La Montaña Mágica, resume las críticas contra la ironía. Settembrini, el humanista, critica el  tono irónico que tiñe las conversaciones de los clientes del sanatorio, y advierte al recien llegado Hans Castor:  «No los crea, ingeniero, no los crea nunca cuando hablan mal. Lo hacen todos, sin excepción, a pesar de que aquí se sienten como en su casa. Llevan una vida de zánganos y tienen la pretensión de inspirar lástima.¡Se creen autorizados a la amargura, a la ironía y al cinismo! (…)¡Guárdese usted de la ironía que aquí se cultiva, ingeniero!¡Guárdese en general de esa actitud del espíritu!Allí donde no sea una forma directa y clásica de retórica perfectamente inteligible para un espíritu sano, se convierte en una aberración, en un obstáculo para la civilización, en el vicio». Los criticados se defienden. «No falta más que oírsela clasificar de «políticamente sospechosa» a partir del instante en que cesa de ser «un» medio de enseñanza directa y clásica. Pero una ironía que «no puede en ningún momento dar lugar al equívoco», ¿qué sería?. Eso es una ridiculez de maestro de escuela».

Settembrini amplía su crítica:»Todo lo que le he dicho respecto de la ironía, es aplicable tambien a la paradoja y aún con mayor razón.¡La paradoja es la flor venenosa del quietismo, una veracidad del espíritu descompuesto, el peor de todos los extravíos!». ¡Curiosa observación! El quietismo es una doctrina teológica defendida por el español Miguel de Molinos, que  devaluaba la acción personal y hacía consistir todo el mérito en la anulación de la propia voluntad para dejarse llevar por las inspiraciones divinas. ¿Qué tiene que ver esto con la paradoja y la ironía? Pero no se para ahí Settembrini. En el diseño de un campo semántico que está haciendo, implica también al análisis. «El análisis es bueno como instrumento de progreso y de civilización, bueno en la medida en que destruye convicciones estúpidas, disipa prejuicios naturales y busca la autoridad; en otros términos: en la medida en que libera, afina, humaniza y prepara a los siervos para la libertad. Es malo, muy malo, en la medida en que impide la acción, perjudica las raices de la vida y es impotente para darle forma». Ahora resulta que la ironía se ha convertido en un mal moral. He de decir que Aristóteles había ya tratado el tema en su Etica a Nicómaco al hablar de la mentira. El hombre sincero está entre el jactancioso, que pretende más de lo que le corresponde sin razón alguna, y el irónico, que niega lo que le pertenece o le quita importancia (1227 a). Santo Tomás de Aquino tambien habla de la ironía como forma de mentira. Y critica toda forma de mentira, incluso la mentira jocosa. Sin embargo, al preguntarse si las alegorías o expresiones hiperbólicas de la Sagrada Escritura son mentiras responde negativamente:»Como enseña san Agustin, las frases y acciones simbólicas no son mentira. Porque todo enunciado debe entenderse por orden a la idea que quiere expresar. Y toda frase o acción simbólica expresa un sentido oculto, que deben sobrentender aquellos a quienes se proponen». (Sum.Teol.2-2-,100,3). La ironía se ha salvado por los pelos.

Ironía, amargura, cinismo, equivocidad, paradoja, parálisis, aparecen relacionadas. ¿Tiene algún sentido esta aproximación o no es más que un curioso episodio de confusión semántica? En lo que acierta sin duda Thomas Mann es en contraponer la ironia como recurso retórico sin problemas, y la ironía como temple vital, extremadamente problemático. No olvide el lector esta dualidad porque va a ser el nervio de mi argumento.

 

 

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Entre las cosas que tengo claras -siento decir a mis lectores posmodernos que tengo algunas claras y que no me arrepiento de ello, ni tengo propósito de enmienda- está la que aprendí de mi maestro en semántica André Guiraud: «Todo lo que sucede en el lenguaje tiene un motivo». Me gustaría por ello averiguar cuál es la lógica que ha dirigido la transformación del concepto de ironía. Creo que   las ampliaciones, vaguedades, traducciones metafísicas, morales, cosmológicas, teológicas que ha sufrido  no han sido casuales. Son variaciones de una representación semántica básica, de un modelo fundado en una experiencia originaria  que ha ido modulándose a lo largo de los siglos. Voy a investigar  esa experiencia básica, para ver cómo ha hecho posible, ha fomentado o permitido el enredo. Se trata, pues, de una investigación genealógica, con la que pretendo matar dos pájaros de un tiro. En primer lugar quiero comprobar si investigando la biografía de un concepto, llegando a su raiz, y al terreno donde nació, atendiendo después a su arborescente despliegue, podemos comprender su formulación actual, su último avatar. Lo diré con lenguaje más técnico. Se trata de pasar del estudio sincrónico al estudio diacrónico invertido. El significado actual dirige la búsqueda. Y esa búsqueda desemboca en una representación básica, que es algo así como el destino plegado del concepto. Pondré un ejemplo más. Pasar de las premisas a la conclusión es el orden normal del razonamiento. Pasar de la conclusión a las premisas, o de los teoremas a los axiomas es una investigación genealógica. Se sirve de la historia, que es la narración de los hechos en su orden cronológico, pero seleccionando y dando significado a sus contenidos al incluirlos dentro de un proceso cuyo final conoce. Citaré cuatro grandes investigadores genealógicos: Nietzsche, Freud, Husserl, Elias.  En segundo lugar pretendo servirme de este ejemplo como una corroboración más de la teoría de la «representación semántica básica» que he defendido en La selva del lenguaje.

                        La ironía en su sentido original expresa una contradicción entre el significado literal y el intencionado. Quiero expresar una cosa diciendo la contraria. Pere Ballart señala con razón la rareza de este procedimiento. «Si se quiere expresar un pensamiento, ¿por qué no hacerlo rectamente? La ironía, no obstante, no es una mentira, ni tiene por qué ser un síntoma de cinismo o de hipocresía. El ironista no pretende engañar, sino ser descifrado»(Op.cit. p. 21).

Empecemos por el principio. La retórica y sus figuras tienen una pretensión artística o al menos artificiosa. Son un fruto del ingenio. El ingenio pretende sorprender con su habilidad o sutileza. Quintiliano consideraba que la ironía suele utilizarse para censurar fingiendo una alabanza o bien para alabar fingiendo una condena, y que había de producir sorpresa. Cuanto más novedosa fuera la contradicción, mejor sería el efecto causado. Cuando Cervantes describe a Rinconete y Cortadillo y dice:»Capa, no la tenían; los calzones eran de lienzo, y las medias, de carne. Bien es verdad que lo enmendaban los zapatos, porque los del uno eran alpargates, tan traidos como llevados, y los del otro picados y sin suelas, de manera que más le servían de comar que de zapatos» , está diciendo de manera ingeniosa -e irónica- la pobreza del atuendo.

Culler, un estudioso de la ironía, la ha interpretado desde la concepción del arte mantenida por los formalistas rusos, que creían que la finalidad del estilo literario era «desfamiliarizar», romper las rutinas, sacar de sus casilla el lenguaje práctico-inerte. Gracián había dicho lo mismo muchos años antes al elogiar el lenguaje en cifra. Culler añade: «One might even say that much of the interest of works of art lies in the ways in wich they explore and modify the codes wich they seem to be using». En efecto, la ironía dice algo que podría haber dicho de forma más sencilla, porque quiere enfatizar el modo de decirlo. Pero en el arte hay más cosas.Toda expresión que se pretende artística abre un intervalo entre lo que dice y la realidad que quiere describir. En ese intervalo, precisamente, está la personalidad del creador, su intención, su modo de ver el mundo, su estilo. Cuando Gerardo Diego dice del ciprés «enhiesto surtidor de sombra y sueño», lo que hay entre ese verso y el ciprés real es un creador que descubre en el árbol una irrealidad dinámica y sentimental  y busca un parecido brioso -surtidor- y enigmático -sombra,sueño- para expresarla. El ciprés es una vibrante, oscura y misteriosa energía. El verso abre un horizonte nuevo en el árbol. Cuando Gomez de la Serna dice «los abetos parecen paraguas a medio abrir» ha hecho una metáfora ingeniosa. Quiere sorprendernos al empequeñecer el parecido. Bagateliza la realidad, diría utilizando su lenguje. La poesía intenta engrandecer el objeto. El ingenio intenta devaluarlo. En un libro que Francisco Umbral dedica a un ingenioso, Cesar Gonzalez Ruano, leo:»Cuando Ruano hacía un artículo en verso, era como el que mete un violín en un saco y lo hace pasar por un jamón. Dar más por menos. El sablazo a la inversa, que es lo que Ruano cultivó delicadamente». La gran poesía y la agudeza ingeniosa quieren librarnos del tedio y la rutina, pero por procedimientos contrarios. Como escribía Wallace Stevens, haciéndose eco de Mallarmé, el cual a su vez se limitaba a difundir lugares comunes repetidos por los románticos, «la realidad es un tópico del que nos libramos por la metáfora. Es solamente au pays de la métaphore qu’on est poète«. Booth, después de considerar que la ironía es devaluadora, afirma:»La metáfora cree que hay más de lo que parece. La ironía, que hay menos». Tiene razón, pero solo en parte. No acierta con la verdadera explicación de la diferencia. Lo relevante no es la oposición entre metáfora e ironía, sino entre  la gran creación y la creación ingeniosa, en la cual estaba incluida la ironía.

Booth no tiene razón porque hay, como hemos visto, metáforas poéticas y metáforas ingeniosas. En Quevedo aparecen curiosos ejemplos de una misma metáfora utilizada con las dos funciones: «Vela es, luz de la vela es la tuya, que va consumiendo lo mismo con que se alimenta y cuanto más aprisa arde, más aprisa se acabará». Aquí la vela simboliza la brevedad de la vida y se integra en una red de significados serios, pero pierde este carácter y se frivoliza en este otro texto: «Item, mandamos que al que matare corchete o soplón, que no diga que viene de matar a un hombre, sino de despabilar una vela de a dos, que ardía en daño de muchos y se consumía entre sí mismo». Decir que los ojos de la amada dan muerte a su enamorado era un tópico de la poesía petrarquista, que Quevedo devalúa así: «Si sus ojos de vuesa merced son el matadero de las ánimas…», con lo que convierte en animales a las ánimas que mueres por aquellos ojos. Un personaje de Carlos Arniches dice:»Estoy con el alma en una hebra», lo que en el contexto de la obra produce un efecto cómico, del que carece cuando Gracián utiliza la misma metáfora:»Todas las esperanzas de los hombres estriban sobre una, no cuerda sino muy loca confianza, de una hebra de seda. Menos, sobre un cabello. Aún es mucho, sobre un hilo de araña. Aún es algo, sobre el de la vida, que aún es menos».

He acopiado estos textos para mostrar en vivo la diferencia entre la gran creación y la creación ingeniosa. Desde su origen, la ironía se ha movido en el registro menor. Busca la sorpresa y la risa. El ingenioso subraya su destreza, afirma su habilidad, demuestra que tiene siete vidas como los gatos, a costa de empequeñecer, devaluar, juguetizar la realidad entera.

¿Y todo este excursus, dirá el lector, sirve para aclarar la transformación de la ironía? Pues creo que sí, porque el «ingenio» ha sufrido una evolución muy parecida. Ha pasado de ser un juego amable de la inteligencia consigo misma, a ser un modo de vida, una actitud generalizada, que en nuestro siglo ha empapado gran parte de nuestras cultura. En especial la fracción posmoderna. La relevancia alcanzada por la ironía se comprende mejor, a mi juicio, si se la incluye en el marco más amplio de la concepción del mundo ingeniosa.

Comenzaré definiendo. Ingenio es el proyecto que elabora la inteligencia para vivir jugando. Su meta es conseguir una libertad desligada, a salvo de la veneración y la norma. Su método, la devaluación generalizada de la realidad. Su clave genética se concentra en cuatro palabras: libertad, desligación, devaluación y juego. El ingenio es el sueño de una inteligencia que sueña con la libertad, que desea vivir desligada, sin unción, sin respeto, sin coacciones, sin miedo, dedicada a jugar. En Elogio y refutación del ingenio pretendí cartografiar la representación semántica básica, la experiencia originaria que funda el deslumbrante y tóxico despliegue del ingenio. Su ambivalencia procede de ser una sistemática búsqueda de la libertad desligada.  La ironía, como parte del ingenio, ha pretendido lo mismo. Oigan a un experto, Berrendonner: La ironía es, en el orden de la palabra, «el último refugio de la libertad individual» ( Éléments de pragmatique linguistique, Paris, Les Éditions de Minuit, 1981, p.239).

La existencia exenta, libre de normas y coacciones, se presagia dichosa, inutil y alegre como un juego.  Con el juego, el sujeto pretende disfrutar de una libertad absoluta. Es, pues, un espejismo del paraiso. Sin normas, sin trabas, sin límites, sin peso, la conciencia se expande en un aire triunfal. Leo en Borges una linea de Petronio citada por Addison. Dice que el alma, cuando está libre de la carga del cuerpo, juega. En efecto, hay en el juego una nota de ingravidez, y también de utopía e inocencia. Niega la necesidad de una norma heterónoma, pues cree en el fair play, que es su aristocrática derivación ética. El jugador se percibe como sujeto activo, ejerciendo con exaltación su libertad y poderío, a salvo del mundo, que se le presenta enfurruñado bajo la severa figura de la seriedad, el orden de los fines, el interés y las consecuencias. Schlegel, de quien hablaré más tarde, define la ironía como «la clara conciencia de la eterna agilidad». Esto puede decirse, de manera más exacta de todo el ingenio. Schlegel añade una caracterización más, que me resulta sorprendente: «es la conciencia de la plenitud infinita del caos».  ¿A qué viene ésto?

Nietzsche, en cuya estela ha vivido el siglo veinte, ensalzó la libertad desligada, que juega, baila, desprecia y se zafa de todos los valores acuñados, trampas donde la libertad se entrampa. Toda religación implica una atadura, Nietzsche lo vió con nitidez. Era necesario desprenderse de todos los valores acuñados, porque aniquilan nuestra libertad. Hay una religiosidad implícita en toda religación a una norma. Por ello el vigoroso y atormentado profeta de nuestra época escribió: «Temo que no vamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática». Una fuerza tremenda nos acecha oculta en la síntaxis y la ortografía. Quien se preocupe de ellas acabará utilizando agua bendita. Barthes llegó a decir que el lenguaje es fascista. Hay que hacerle estallar para liberarnos. El proyecto deconstructivo va por ahí, consciente o inconscientemente.

La ironía también quiere esta libertad desligada. Kierkegaard escribió: «la ironía llevada hasta sus últimas consecuencias es libre, libre de todas las preocupaciones de la actualidad, pero libre también de sus gozos, libre de sus bendiciones. Si no tiene nada superior a sí misma, quizá no reciba ninguna bendición de nadie, pues es siempre el de condición superior el que bendice al de condición inferior. Esta es la libertad a que aspira la ironía». «Llevada hasta el final, una actitud irónica puede acabar disolviéndolo todo, en una cadena infinita de solventes». Si amontono tantos textos no es por pirotecnia erudita, sino para convencer al lector de que no me invento nada.

El juego, como el ingenio, como la ironía,  adquiere envergadura metafísica a partir del Romanticismo, que señala el punto de inflexión en la evolución de estas nociones. Federico Schlegel es un conspicuo protagonista de tal cambio. Eleva la ironía a propiedad esencial de toda actividad creadora. Tanto la poesía como la filosofía son negación -ironía- de las cosas. La ironía es la burla que vuela por encima del pensamiento concebido, juega con él, y por encima de él permanece suspendida. «La ironía es la forma de la paradoja, paradójico es todo lo que es, a la par, bueno y grande». ¿De donde viene este pensamiento tan extraño? ¿Por qué la vieja argucia retórica de decir una cosa diciendo la contraria alcanza de repente tan inusitada importancia? Porque Schlegel está profundamente convencido de la inefabilidad e inaprensibilidad mística de todo cuanto es objeto último y peculiar del pensamiento. Y así, la burla, con la cual el pensamiento se ironiza a sí mismo, se elimina, es la profunda confesión justificada y grandiosa de la propia impotencia. «Y de esta manera -comenta Hartmann- se rehabilita de rechazo lo irracional, reducido y desfigurado por el pensamiento. Es un acercarse para tomar presintiendo lo inaproximable, el salto del pensamiento en el vacio, que por cierto jamás lleva a tierra firme, pero implica una conciencia inmediata de esta tierra firme, a saber: de lo únicamente real, mientras el pensamiento se abandona conscientemente a sí mismo. La forma de este abandonarse a sí mismo es la ironía, la burla, el reirse de sí mismo». Jean Paul Ritcher, como buen epigramista,  resume en una frase el talante romántico: «unos baños calientes de sentimiento seguidos por duchas frías de ironía»

Lo que alienta por debajo de la filosofía de Schlegel, y por debajo de todo el idealismo alemán, es una afirmación desaforada de la libertad creadora, que se encuentra, sin embargo, con límites de los que intenta zafarse. El problema que se presenta al creador es «¿De qué forma puede expresarse con un medio positivamente limitado, como es el lenguaje, la afluencia y diversidad infinitas de la realidad? La única solución airosa, que viene dada precisamente por la ironía, consiste en admitir ese imposible, en tematizarlo y trasladarlo al nivel mismo de la representación. Este es, sin lugar a dudas, la noción central que el fenómeno genera en las teorías de la época»(Ballart, op.cit.p.68)

Si lo real es inefable, toda expresión tendrá que anularse a sí misma para ser significativa. «Por todas partes buscamos el Absoluto y solo encontramos objetos», gemía Novalis. El lenguaje sabe tan solo hablar de objetos. Como escribió Rilke:

Quizá estamos aquí para decir: casa,

puente, cisterna, puerta, vaso, árbol frutal, ventana,

a lo sumo: columna, torre.

¿Qué haremos entonces cuando nuestro pobre decir, calcado de las cosas, quiera nombrar lo que está mas allá de la cosas? Inventará un decir para decir ese «no se qué que quedan balbuciendo» las palabras cuando hablan de lo Infinito, según Juan de la Cruz. No me extraña que el último de los teóricos eminentes de la ironía romántica, Karl Solger,  escribiera que «la ironía es hija del misticismo». Dicen que Santo Tomás de Aquino al final de su vida tuvo una experiencia mística y que recordando los cientos de páginas de teología escolástica que había escrito sobre Dios, comentó:»Todo es paja». Con esas palabras había convertido la Suma teológica en una obra irónica, autonegadora, significativa por contradicción.

Algo así hizo la teología negativa al gastar mucha tinta para decir que de Dios solo se puede decir lo que no es. Algo parecido hizo también Wittgenstein al acabar diciendo que ni siquiera podía decir lo que había dicho.             La ironía, pues, ha dejado de ser un artificio. Se ha convertido en  la lectura estricta del mundo. Solo negando lo que vemos podemos alcanzar la verdadera realidad. Lukács relaciona el auge de la ironía con la ausencia de Dios. Al hablar en su  Teoría de la novela de Don Quijote, primera novela verdaderament irónica, escribe:

«Así, la primera gran novela de la literatura universal se levanta en

el umbral del período en que el dios cristiano comienza a abando-

nar el mundo, en que el hombre se vuelve solitario y no puede en-

contrar ya sino en su alma, en ninguna parte arraigada, el sentido

y la sustancia, donde le mundo, arrancado de su paradojal anclaje

en el más allá actualmente presente está, de ahora en adelante, li-

brado a la inmanencia de su propio sentido.(…) Y Cervantes, en tan-

to que cristiano fiel y patriota ingenuamente leal, ha alcanzado la

esencia más profunda de esa problemática demoníaca en su obra

literaria, la necesidad para el heroismo más puro, de volverse grotes-

co, para la fe más firme, de tornarse locura, desde que las vías que

conducen a la patria transcendental se han vuelto impracticables, la

imposibilidad de que la más pura, la más heroica evidecia subjetiva

corresponda a lo real.

 

El mundo es un disfraz, un teatro perpetuo, una burla, una broma, un sueño, una locura. Al fin se ha desvelado  la última superchería: debajo del disfraz siempre hay otro disfraz. René Bourgeois ha resumido graficamente la ironía romántica comparándola con un círculo: no hay un punto de llegada que no sea a su vez posible punto de partida. (L’ironie romantique, spectacle et jeu de Mme de Staël a Gérard de Nerval, Presses Universitaires de grenoble, 1974, p.33).La ironía es una serpiente que se devora a sí misma.

El pensamiento posmoderno va a ir un poco mas allá. No sólo la ironía es infinita. También el lenguaje es sin fin, indefinido, porque no hay nada sobre lo que hablar. No hay más que discursos equivalentes, autosuficientes, equívocos, autoreferentes, y, en último término, deslumbrantes en su multiplicidad. Pero este ir un poco más allá es una destrucción de todos los puentes porque ya no hay donde ir. O, para ser más exacto, es la construcción de un puente circular, que conduce sólo al mismo puente. La única riqueza accesible a nuestra inteligencia es la multivocidad, la proliferación inextinguible de  lenguajes que se anulan a ellos mismos. La ironía se ha convertido en símbolo de esta imposibilidad de hallar un significado unívoco. Los postestructuralistas Paul de Man, Jonathan Culler y Hans Robert Jauss coinciden en que «el sentido que emana de una lectura irónica no es nunca monolítico e inmutable sino sujeto a múltiples contingencias, ya sean del proceso de interpretación y constitución que corre a cargo de cada receptor o bien (desde una posición sensiblemente más radical) de la escasa fiabilidad del lenguaje mismo» .

A pesar de ello, el  posmoderno Roland Barthes todavía considera que la ironía es  demasiado clara: «Comment èpingler la bêtisse sans se dèclarer intelligent? Comment un code peut-il avoir barre sur un autre sans fermer abusivement le pluriel des codes?» (S/Z, Paris, Edition du Seuil, 1970, 212). La ironía, desde el restrictivo código antifrástico -una frase significa su contraria-, vedaría y pondría en peligro, a lo que se ve, la deseable multiplicidad inextinguible de los sentidos. A pesar de todo, claro está, Barthes, posmoderno al fin y al cabo, la elogia. La ironía, dice, es la actitud más conveniente para el ejercicio de la crítica: «La ironía no es otra cosa que la cuestión planteada al lenguaje por el lenguaje».

A pesar de que la utopía ingeniosa se presenta como una liberación, y el contraluz irónico como la única sabiduría, no es oro todo lo que reluce.

No me extraña que Sören Kierkegaard, que conocía muy bien el paño, porque era muy ingenioso y además había escrito un libro sobre la ironía, escribiera :»Que conste que no soy amigo de ingeniosidades. No me cansaré nunca de hacer frente a las tentaciones de la serpiente infernal, que así como al principio se dedicó  a echar lazos a Adan y Eva, con el decurso de los tiempos se ha puesto a tentar a los escritores para que sean ingeniosos». Al carecer de punto de referencia, la ironía, como el ingenio, se desvincula de la realidad y se convierte en un mecanismo autosuficiente, desembragado, interminable, infinito. Con ello, desde luego, acaba anulándose a sí misma. Y esto es lo que dicen los teóricos posmodernos acerca de la ironía, a la que previamente han convertido en acceso privilegiado al mundo. Paul de Man, de quien se ha dicho que nunca nadie ha desconfiado tanto del lenguaje como él, parte de la «indecibilidad» del texto. El lemguaje tiene un componente retórico, figurativo, borroso, que, de manera ineluctable, impide establecer sentidos legíbles y coherentes. La maniobra irónica, dice, no puede concluir y su lucidez invita a una suerte de principio de regresión infinita, que engendra inevitablemente una «ironía de la ironía», que llega al desvario. «Absolute irony is a consciousness of madness, itself the end of all consciousness; it is a consciousness of a non-consciousness, a reflection on madnes from the inside of madness itself». (Blindness and Insight, Essays in the Rhetoric of Contemporary Criticism, Londres, Methuen, 1983 p.215).

La risa como finalidad de la ironía, según Quintiliano, ha quedado muy lejos. O tal vez no, porque la risa tambien ha seguido a la ironía y al ingenio en este bajada a los infiernos. Al menos eso dice baudelaire: «La risa es satánica y por tanto profundamente humana. Es signo a la vez de una grandeza infinita y de una infinita miseria. La risa se origina en el perpetuo choque de esos dos infinitos». En la comicidad absoluta que preconiza se da un irremediable ruptura y contradicción. «El artista sólo es artista a condición de ser doble y de no ignorar ningún fenómeno de su doble naturaleza». La duplicación de la conciencia es el primer paso hacia la ironía. Y esta se integra dentro del repertorio de cualquier poeta maldito, de cualquier enfant terrible, que para el caso es lo mismo. Baudelaire escribe en el poema LXXXIII de Les fleurs du mal:

Ne suis-je pas un faux accord

Dans la divine symphonie,

Grâce à la vorace Ironie

Qui me secoue et qui me mord?

 

Así están las cosas. Pero sigamos con la genealogía. Esta interpretación filosófica de la ironía tiene mas protagonistas. Gran parte de la filosofia de este siglo depende de los tres grandes maestros de la sospecha: Nietzsche, Freud, y Marx. Para comprender su influjo me gustaría compararlos con Husserl . Para éste, lo visible, el fenómeno, expresaba la esencia. Para los tres maestros de la sospecha, lo visible ocultaba la esencia, era por lo tanto un simulacro, una impostura, un mecanismo de defensa, un fraudulento camuflaje del poder. Alvaro Pombo lo ha expresado en uno de sus poemas:

 

Arbolito verde

¿quién te ve?

Ahora que la esencia se ve,

no se ve.

 

Esta distancia, esta contradicción entre lo que se lee en el texto del mundo y su verdadero significado, la conciencia de superchería de los maestros de la sospecha, están muy cercanas a  la ironía.

 

 

3

 

Ya podemos hacer un primer balance de lo averiguado. La

la representacion semántica básica del concepto «ironía» se funda en la percepción de una incongruencia inesperada entre la superficie del mensaje y su contenido. Esta es la definición de ironía que da Brooks, por ejemplo. . Lo inesperado se da en todas las formas del ingenio, y la incongruencia en muchas, por ejemplo, en la comicidad. Así se explica que en su origen la ironía estuviera relacionada con la comicidad. Pero la incongruencia puede considerarse un recurso estilístico o una limitación inevitable. La ironía moderna sostiene ésto último. La expresión irónica no puede tomarse literalmente, pero no hay otro significado al que haga referencia. La situación es paradójica. Sé que lo que me parece realidad es engañosa en sí. No porque me oculte o me remita a otra verdad, sino porque la estructura misma es burlesca, timadora, fraudulenta. Detrás del mundo de las apariencias no hay más que el mundo de las apariencias. Detrás del engaño no hay un engañador. Esta es la suprema burla, la suprema ironía. Pero, ¿no es una afirmación absurda? Desde luego: es que el mundo es absurdo. Y cuanto más realista  seamos más absurda será nuestra escritura. Samuel Beckett es un buen representante de esta postura.

La posmodernidad vive el mundo como fragmentado y carente de significación. El lenguaje no hace más que prolongar la insignificancia de la realidad. Pero no lo hace de forma trágica, sino ingeniosa. Por eso la ironía, que guarda aún huella de su filiación cómica, resulta un método apropiado. Necesitamos hablar, pero el hablar es solo un simulacro de entendimiento, diría supongo Baudrillard. Esto es precisamente lo que hace la ironía. «Si la ironía es, como enseñaron al mundo Kierkegaard y los románticos alemanes, «negatividad absoluta e infinita», si, como creen muchos, el mundo o universo o creación no ofrece ningún punto de resistencia fuerte y rápida a una nueva corrosión irónica, entonces todos los significados se disuelven para formar el único significado supremo: No hay significado» (Booth, op.cit.p.135)

Octavio Paz ha descrito ese mundo caótico -recuerde el lector que Schlegel elogiaba la ironía como conciencia de»la plenitud infinita del caos»- en El arco y la lira:«Ahora el espacio se expande y disgrega, el tiempo se vuelve discontinuo; y el mundo, el todo estalla en añicos. Dispersión del hombre, errante en un espacio que también se dispersa, errante en su propia dispersión. En un universo que se desgrana y se separa de sí, totalidad que ha dejado de ser pensable excepto como ausencia o colección de fragmentos heterogéneos, el yo tambien se disgrega».  (Una referencia más. Schlegel  también definía la ironía como «duplicación del yo»). Yeats lo dijo más concisamente: «Things fall apart; the center cannot hold/ mere anarchy is loosed upon de world». Y T.S:Eliot aún más contundentemente: «I can connect nothing with nothing».

La incongruencia intrínseca a la ironía ha alcanzado dimensión metafísica. El mundo es así: engañador, burlesco, fraudulento, defraudador. La ironía clásica comunicaba negando. La ironía moderna comunica la negación o niega la comunicación.  Ahora podemos explicar la constelación léxica relacionada con ella. Por ejemplo, el nihilismo.  Lo visible no es de fiar y no hay nada mas que lo visible. También se explica la paradoja. El enunciado irónico tiene sentido siempre que se anule el sentido que tiene. Si se acepta la literalidad se ignora el significado pretendido, si se admite el significado pretendido, se anula la literalidad. No se pueden mantener a la vez los dos elementos que, sin embargo, hay que mantener a la vez para comprender la ironía. Se explica también la repetida afirmación de que toda literatura es irónica. En efecto, la literatura exige del lector un pacto de complicidad, que le obliga a ir mas allá de la literalidad, aceptar los trucos o insinuaciones o incitaciones del autor, y dejarse engarlitar. También sirve para aclarar la relación de la ironía con el cinismo. El cínico  es el que no se oculta, no siente vergüenza y desenmascara con ello la hipocresia de los demás. Sabe que las cosas no tienen sentido ni importancia – que estas cosas son creaciones de los bienpensantes para consolarse- y obra en consecuencia. La ironía está también emparentada con el escepticismo, porque ha descubierto la vaciedad de todas las afirmaciones. Nuestra cultura ha prestigiado al escéptico, suponiendo que su desdén por la verdad procede de que ha descubierto una sabiduria mas profunda, ha roto el velo de Maya y tras de él no ha encontrado nada. Otro pariente es la desconfianza, la sospecha, que se convierte en la actitud mas sensata, a la vista de que nada es lo que parece. Y, por supuesto, tenemos que mencionar la carnavalizacion del mundo, de la que habló Batjin.

En conclusión, por debajo de las múltiples acepciones modernas de la ironía aparece  la experiencia de que  lo que tomamos como realidad son apariencias engañosas, que lo que llamamos verdad no es más que una mentira que aún no ha sido descubierta, y que nada merece venerarse, porque, como Shakespeare hace decir a Macbeth: «Ther’s nothing serious in mortality; all is but toys».  Así las cosas, puede aparecer la amargura, que mencionaba Settembrini, la frivolidad  del pensamiento débil o la pasividad de los posmodernos, es decir, el quietismo del que tambien hablaba el personaje de Thomas Mann.

La ironía antigua, fruto de un ingenio que no se ha convertido aún en  sistema de vida y concepción del mundo, merece un elogio, pero cuando se convierte en una interpretación global del sujeto humano, de su inteligencia, de su comportamiento, de la realidad, merece una refutación. La misma refutación, que merecen el ingenio y la posmodernidad. Ninguna de ellas son tesis epistemológicas o metafísicas. Son  elecciones éticas que se formulan -irónicamente sin duda- disfrazadas de ontología. Basta leer los textos de Vattimo y del pensamiento débil para comprender a qué me refiero. Mencionaré alguno de ellos. Para acabar con la tiranía objetivante de la modernidad, que amenaza con cosificar todo lo que toca -dice-  hay que abandonar el pensamiento de la objetividad y el fundamento, el pensamiento de las conciencias y sujetos fuertes. En su lugar, hay que someter a una cura de adelgazamiento al sujeto, a fin de que el pensamiento se debilite en su afán objetivante y pueda brotar un pensamiento auroral, de la mañana (Nietzsche), que lleve consigo la fruición, el goce de lo permanentemente nuevo, inaugural, que nos desvela la riqueza inagotable de la profundidad de la vida»(El fin de la modernidad, Gedisa, 1986, p.150). Para ello se precisa abandonar el pensamiento crítico (Ibid.p.154), guiarse por una ética de la debilidad (El pensamiento débil, Catedra,1983,p.16), vivir hasta el fondo la experiencia de la necesidad del error, con la actitud de hombres de buen temperamento. Es decir, sin tonos regañones, buscando una «estetización general de la vida»( El finp.52;  En torno a la modernidad, Anthropos,1990, p.17).

Aquí  podría terminar este estudio. Y terminaría si el tema fuera meramente semántico. Pero si he sido medianamente convincente el lector se habrá percatado de que nos enfrentamos a un asunto fundamentalmente ético: la utopía ingeniosa, que convierte la realidad en fábula (Nietzsche), en simulacro (Baudrillard) o en juego. Se trata de un proyecto ambivalente. Es refrigerante que la inteligencia sepa jugar con ella misma, por ello merece un elogio. Pero es terrible que lo haga devaluandolo todo, desligándose de todo, y, en última instancia, negándolo todo. Por ello merece una refutación.Siendo la ironía el buque insignia de toda la armada ingeniosa en la posmodernidad, prefiero comenzar haciendo la crítica a todo el sistema, atacar a toda la flota, antes de emprenderla con el almirante.

 

 

 

4

 

El ingenio se mete y nos mete en cuatro contradicciones, en cuatro paradojas pragmáticas, que  están determinando parte importante de nuestra cultura.

Primera paradoja:  El ingenio fortalece al sujeto y su libertad devaluando la totalidad de la realidad. Pero en la totalidad de lo real está incluido el propio sujeto, que resulta también devaluado.  La evolución del arte moderno muestra la autofagocitosis de esa creatividad devaluadora. Y el arte moderno es esencialmente irónico. Cuando Andy Warhol dice que todo lo que él firma -«por ejemplo su niño, señora»- se convierte inmediatamente en obra de arte; o cuando Duchamp pone un urinario en una sala de exposiciones alegando que es el escenario el que hace artístico el objeto; o cuando Schwiters define el arte como todo lo que el artista escupe, están anulando aquello que pretendían afirmar. ¿O no? El proyecto ingenioso pretendía fortalecer el Yo y ha conducido a un bristle ego, a un ego frágil.

La ironía está incluida en esta misma paradoja. Es la eficacia de la reflexión roedora.  Utiliza la técnica constructora de las termitas. Nada resiste el embate de una eficaz ironía, ni siquiera ella misma. Lukács define la ironía como «el movimiento por el cual la subjetividad se reconoce y anula». Booth, describe así este recomerse: «El ironista busca el vertiginoso pero a la larga delicioso descubrimiento de profundidades por debajo de profundidades; se trata de una paradoja que puede debilitar y al final destruir todo efecto artístico, incluso la percepción de la propia paradoja. Como la ironía actúa esencialmente por «sustracción» («devaluación» en mi vocabulario), siempre prescinde algo, y una vez que se ha convertido en un espíritu o concepto a quien se deja libre por el mundo, se convierte en una ironía total que debe prescindir de sí misma, dejando…Nada» (Booth, op. cit. p.230).

Imagine el lector que le digo que este artículo está escrito irónicamente. Lo que significa, en realidad, esa frase es: por mas que se empeñe, nunca podrá descubrir lo que pienso. No basta con que suponga que digo lo contrario de lo que quiero decir (esto es lo que define a la ironía), porque mi ironía puede ser tan hábil que ironice sobre mi propia ironía. Este proceso no tiene fin, porque ironizando sobre lo ironizado llego al infinito. Me apresuro a decir que éste es un artículo serio. Y le ruego que no tome estas afirmaciones como una ironía. No deje que la duda incube en su cabeza, porque este artículo se disiparía en el equívoco. (Recordará

que los adversarios de Settembrini reclamaban como gran honor de la ironía el ser equívoca). Para conjurar ese peligro, he pensado incluso en titularlo «Esto no es un artículo irónico», pero me lo desaconsejaron porque era dar pábulo a la sospecha. En fin, con este comentario solo quería convencerles de que la ironía es al pensamiento como la mixomatosis al conejo.

El proyecto ingenioso, que solo quiere rebajar la opresión de la realidad y huir de la seriedad, pone en marcha un proceso de anonadamiento implacable. Su condición de paradoja oculta nos ha engañado. Kundera ha hablado de la insoportable levedad del ser. Lipovetsky ha hablado de la tragedia de la levedad: la euforia de lo efímero tiene como contrapartida el desamparo, la depresión, la confusión existencial.  La frivolidad y la superficialidad son defendidas con razones morales. Leo lo siguiente; en un libro sobre temas éticos: «Son valiosas porque ayudan a hacer mas pragmáticos a los habitantes del mundo, mas liberales, mas receptivos a las llamadas de la razón instrumental». El autor añade como último argumento: «Ayudan a que avance el desencanto del mundo».Pues qué bien.

La paradoja es implacable: La realidad es abrumadora. Si no la devalúo, me oprime. Pero si la devalúo, me deprimo. Si tomo mi vida en serio, acabo angustiado por las consecuencias de mis actos. Si no tomo nada en serio, me licuo en una banalidad derramada. La ironía me debilita, es cierto, pero me da flexibilidad y me hace invulnerable. El hombre está, pues, condenado a la angustia o a la disolución. Solo puede librarse de la opresión cayendo en la depresión. Mal destino. No se puede vivir sin venerar, pero tampoco puede vivirse venerando. Así están las cosas.

Daré una refutación apresurada. Per longum et latum la he dado en todos mis libros. Nietzsche predicó que toda religación era sometimiento o tiranía. Tuvo que matar a Dios para aniquilar, con ese asesinato simbólico, la gran confabulación urdida por el sustancialismo platónico y el resentimiento judio, en contra de la humanidad. El existencialismo, que es la otra filosofía de la libertad vigente en este siglo, también afirmó la libertad como desligación. La existencia de una realidad hiperpotente, como sería Dios o una moral absoluta, ahogaría al hombre sin remedio. Es poca cosa la libertad para soportar el peso del infinito.

Ambas teorias adolecían del mismo defecto: fueron elaboradas por moralistas que pretendieron analizar la libertad a partir de la moral y sus problemas. Pretendieron acceder al Everest desde arriba, y no es un camino viable. Cuando la filosofía llega a la moral, el tema de la libertad ha de estar ya aclarado. De lo contrario, la noción de libertad puede volverse borrosa, porque a tanta altura el aire se enrarece y es fácil ver visiones.

Hay que estudiar la libertad en sus manifestaciones elementales. En su origen, la libertad es muy poca cosa, y si no se observan de cerca fenómenos como el movimiento voluntario o decir una frase o dirigir la atención o detener el impulso, tal vez no veamos nada en absoluto. No se puede sustantivizar la libertad, ni hablar de ella como de una facultad autosuficiente que gozase de la inverosimil propiedad de producir actos desligados, sin sujeto que los realizara. La libertad que afirma Sartre, ese agujero del ser que se proyecta hacia el futuro, no es mas que el admirable vuelo de un avión, sin avión. Así las cosas, no tenía por qué preocuparse de tediosas cuestiones de intendencia y mecánica: ni el combustible, ni las leyes de la aerodinámica,  ni las condiciones meteorológicas, merecían su atención.  Los hechos no le dan la razón. La libertad  sin naturaleza es como el avión sin fuselaje ni motor: volátil puro, energía sin resistencia, velocidad sin obstáculo, es decir, un sueño. Sartre despertó de él:»En cierta manera, todos nacemos predestinados. la predestinación es lo que reemplaza en mi al determinismo: considero que no somos libres». Así hablaba en 1971.

La equivocación del pensamiento moderno y posmoderno -en esto hay que meterlos en el mismo saco-  está en hablar de la libertad al por mayor y considerarla el valor supremo. Los ultramodernos consideramos que lo importante es la autonomía –una conquista más humilde pero más real-,   la capacidad de elaborar proyectos, entre ellos el de ser libre, y de ir creando poco a poco los mecanismos de la libertad.

Supongo que alguien podrá decir: para hacer eso hace falta libertad. No. La única manera de explicar la libertad es viéndola surgir de mecanismos no libres. En El misterio de la voluntad perdida he explicado la construcciòn de la voluntad.  No es una facultad innata sino un conjunto de destrezas aprendidas por influjo de la sociedad. Es la presión social la que enseña al niño a someter sus impulsos a normas. Primero, normas externas; luego, internas. Entendida así, la libertad no consiste en desvinculación. La autonomía surge de una heteronomía inicial, que, si está bien orientada,  nos lanza hacia la liberación. La autonomía es compatible con la veneración, el amor, las religaciones afectivas o eticas profundas. Hay un desencantado proverbio que dice El buey suelto bien se lame. La autonomía humana no tiene por qué ser un proyecto de buey.

 

Segunda paradoja:Sólo es libre la acción espontánea. Es difícil negarse a esta evidencia que sin embargo encierra una contradicción que la hace insostenible. Es una afirmación de la libertad que anula la libertad. En efecto, si el comportamiento no es espontáneo, es coaccionado, y en este caso el sujeto no es libre. Pero ocurre que si actúa espontáneamente, tampoco lo es, porque la espontaneidad es mera pulsión. Lo que llamamos naturalidad no es más que el determinismo de la naturaleza. La paradoja nos ha cazado: si quiero ser libre no puedo ser espontáneo, ni dejar de serlo.

La solución a la paradoja la encontramos otra vez en la idea de autonomía. Al obrar espontaneamente estamos entregando el control de nuestro comportamiento a la fuerza de las ganas o a las fuerzas de la situación. En ambos casos, no hay autonomía. Precisamente esta se construye cuando somos capaces de detener la espontaneidad -el impulso- para someterlo a deliberación y aceptarlo o rechazarlo.

 

La tercera paradoja se enuncia con una frase evidente para todo sujeto posmoderno: Todas las opiniones merecen respeto. O en una formulación más rotunda: Hay tantas verdades como modos de hablar de una cosa. O en una formulación todavía más extremada: Sólo hay modos de hablar. La noción de verdad pertenece a una visión esclerotizante, dogmática, aburrida, estéril, nada ingeniosa de la realidad. ¿Qué hay menos ingenioso que la tabla de multiplicar?

Las tres formulaciones pueden ser refutadas. Si todas las opiniones merecen respeto, tambien lo merece la opinión que dice lo contrario: que no es verdad que todas las opiniones sean respetables. Decir que hay tantas verdades como modos de hablar supone quitar todo contenido a la palabra «verdad», eliminar de paso la posibilidad del error e incluso de la mentira. La verdad se convierte en un hecho biográfico. Los campos de concentración nazis, por ejemplo, no existieron; y tampoco existe la tiranía, la injusticia, el dolor. Todo es según el color del cristal con que se mira. ¡Santo Dios!¡Despues de tantas vueltas, los posmodernos están aún en Campoamor! Le contaré una anécdota esperpéntica. El año pasado, con motivo del terrible asesinato de unos niños belgas, hubo un enfrentamiento entre un policia, que afirmaba haber enviado un informe al magistrado correspondiente, y el magistrado, que aseguraba no haberlo recibido. En «Le Soir» (20.12.96) apareció Ives Winkin, profesor de la Universidad de Lieja, antropólogo de la comunicación, que por fín nos aclaró lo sucedido: «Antropológicamente no hay mas que verdades parciales, compartidas por tanto por un número mayor o menor de personas. No hay verdades transcendentes. Por tanto, no creo que ni el juez ni el policía mientan: ambos dicen su verdad». Ya se lo dije: en el tinglado irónico-etnográfico-hermeneutico-deconstructivo posmoderno la mentira no es posible.

 

La cuarta y última paradoja del ingenio dice así: El único valor permanente es la novedad, que no es permanente. Aplicado al tema de este artículo, diría: El único valor intelectual y estético es la ironía, que se aniquila a sí misma. No se puede conocer nada sin ironía, pero tampoco puede conocerse ironizando, porque se trata de un proceso sin fin.  La paradoja procede de un error de principio. No es verdad que la novedad sea criterio válido, ni es verdad que la ironía sea la forma suprema del conocimiento. La novedad no permite distinguir lo valioso de lo extravagante. la ironía emborrona el conocimiento en vez de aclararlo.

 

 

 

5

 

Hasta aquí las paradojas de la concepción ingeniosa del mundo, basada en una libertad desvinculada. La ironía añade algunas peculiaridades que la convierten casi en un peligro público. La ironía moderna es una opción ética, no filosófica ni científica. Afirma, como lo hace todo el pensamiento posmoderno una metafísica caediza. Hay una ontologia de la decadencia, del fracaso, del sin sentido. Oigamos de nuevo a Vattimo: «Recordar el ser equivale a traer a la memoria la caducidad; el pensamiento de la verdad no es un pensamiento que «fundamenta», tal como piensa la metafísica, incluso en su versión kantiana, sino, al contrario, es aquel pensamiento que, al poner de manifiesto la caducidad y la mortalidad como constitutivos intrínsecos del ser, lleva a cabo una des-fundamentación o hundimiento» (El pensamiento débil, p.36).

Ciertamente, la limitación y la caducidad es una irremediable característica de nuestra existencia. Pero dentro de ese marco, la inteligencia humana tiene varias opciones. Asistir con una indolencia cómoda al espectáculo, o intentar mejorar la calidad del cuadro aunque no se pueda cambiar el marco. El pensamiento posmoderno -por eso es tan repelentemente reaccionario- se inhibe ante el dramatismo de lo real.  Si fuera verdad que ha terminado la época de los grandes relatos, como defendía el recientemente desaparecido Lyotard, entonces habría terminado la gran historia de la emancipación humana. Si fuera verdad que hemos de rechazar la idea de progreso, resultaría que la democracia occidental y el régimen de Pol Pot son equivalentes. Si todas las culturas son igualmente valiosas, entonces también resultan iguales el respeto a los derechos humanos, la ablación del clítoris, las guerras de conquista, el genocidio, los derechos de los niños, pues todo se puede considerar peculiaridad cultural.

Convertir todo en texto resulta sugestivo para un estudioso que disfruta con el espejismo de tener el mundo en su mesa de despacho, pero, como advierte Alan Megill:»Si se adopta la concepción según la cual todo es discurso, texto o ficción, la realidad se trivializa. Seres humanos reales, que realmente murieron en Auschwitz o Treblinka, se convierten tambien en discurso». McLaren en Pedagogía crítica, resistencia cultural y producción del deseo, Ainque,1994, ha estudiado la claudicación crítica del posmodernismo. La crítica deconstructivista «puede llevar el activismo político al mundo de los textos, en donde la anarquía puede transformarse en el orden establecido sin amenazar los asientos reales del poder político y económico». Además, convierte el radicalismo político «en un radicalismo textual que puede teorizar alegremente su propia desconexión  respecto de realidades desagradables».

El vacío ideológico producido por una relativización de los valores y de los discursos -y ese efecto le produce inevitablemente la ironía infinita-, bloquea la justificación de cualquier proyecto de emancipación social. Esta situación queda sintetizada en una pregunta planteada por Andrew Ross:»¿En favor de qué intereses, exactamente, declarar el abandono de los universales?». Las feministas americanas, cuyo discurso es muy poderoso y agudo, han dado una respuesta  inteligente, al darse cuenta de que la aparente liberación posmoderna era una trampa mortal. Todas las minorías reivindicativas -mujeres, afroamericanos, gays, etc.- acogieron con fervor el pensamiento posmoderno porque revelaba las ocultas maquinaciones del poder y de la dominación, y defendía los derechos de la diferencia. Pero pasado el momento de la fascinación, algunas intelectuales comprendieron que la defensa de la diferencia consagraba el valor de cualquier diferencia, incluido el machismo. Si todas las creencias son iguales, si cada grupo define sus propios valores, si los lenguajes son intraducibles, si no hay posibilidad de historia común, si todo cae a manos de la agudeza irónica, volvemos a la tiranía del mas fuerte. Irremediablemente la utopía ingeniosa termina en violencia a no ser que nos convirtamos antes en ángeles, lo que es dudoso.

La ironía ha servido de portavoz estilístico a esta claudicación frívola. Una vez mas, para evitar que el lector piense que traigo con desfachatez las aguas a mi molino, le propinaré unas cuantas citas. Morton Gurewitch, escribiendo sobre la inestabilidad de la ironía romántica, reproduce la opinión de muchos autores cuando describe la ironía como un acto corrosivo sin más. «La ironía a diferencia de la sátira no actúa en interés de la estabilidad. La ironía implica hipersensibilidad a un universo permanentemene dislocado e indefectiblemente grotesco. El ironista no pretende curar tal universo o resolver sus misterios. La que las soluciona es la sátira. Las imágenes de vanidad, por ejemplo, que cubren la sátira del mundo se ven siempre debidamente desinfladas al final; pero la vanidad de vanidades que informa la ironía del mundo es algo que queda al margen de toda posible liquidación (Morton Gurewitch: «European Romantic Irony», tesis doctoral, Universidad de Michigan, Ann Arbor, 1957, p.13; citado en Muecke, D.C., Compass of Irony, Methuen, Londres, 1969 p.27).

Joseph Conrad, con el dramatismo propio de un novelista vital, hace decir a Sophia Antonovna, en Bajo la mirada de Occidente: «Recuerda, Razumov que las mujeres, los niños y los revolucionarios odian la ironía, que es la negación de todos los instintos salvadores, de toda fe, de toda devoción, de toda acción». Benjamin DeMott, escribe otro párrafo demoledor: «La única verdad que puede decir la nueva ironía es que el hombre que la utiliza no puede permanecer en ningún sitio, a no ser en la compañia provisional de aquellos que tratan de expresar una parecida marginación de otros grupos. Su única convicción es que ya no quedan opciones: no hay virtud que oponer a la corrupción, ni sabiduría con que combatir la estupidez. Solo acepta la norma según la cual el hombre sencillo -el no ironista sin instrucción que se imagina (en su ignorancia) que sabe lo que quiere decir bueno y malo- sería la mayor nulidad de nuestro mundo,  que solamente merecería un desprecio sin concesiones». («The New Irony: Sicknicks and Others», The American Scholar, 31 (1961-62) pp. 108-119).

Estas posiciones son o frívolas o erróneas o ambas cosas. Confunden el lugar de la ética dentro de las creaciones de la inteligencia, algo que en cambio el pensamiento ultramoderno tiene muy claro. No es verdad que haya que husmear en la realidad y sus recovecos para ver si encontramos la ética o al menos su cadaver. No es  en la naturaleza donde podemos encontrarla. No es junto a las piedras, las aguas, el escarabajo escopetero, o la lombriz donde podemos  descubrir la ética, sino en el afán de la inteligencia humana por ponerse a salvo -hasta donde es posible- de la limitación, de los impulsos animales, de la terrible ley de la naturaleza, de nuestra conflictiva condición.  Quien asoma la cabeza desde su confortable despacho académico, y,  tras ver cómo anda el mundo,  vuelve a su cómoda butaca, se desliza en la montaña rusa de las ironías, e, instalado en  la emocioncilla  de ese sobresaltado círculo recreativo  y en la estimulante multielocuencia de la cosa, desenmascara la vaciedad del mundo y  rechaza de paso la ética por sosa, es un impostor. Le obceca el infiernillo de la transgresión, el fogoncillo pasional, que es the last green corner, y no es capaz de reconocer que la tranquilidad  que disfruta en su refugio, que la posibilidad de escribir frases irónicas, escépticas o desengañadas, en vez de estar huyendo o defendiéndose de su vecino, se lo debe a que la ética ha penetrado en nuestra sociedad y le defiende.

Otro eslogan del posmodernismo -ejemplificado de nuevo en la ironía- es la ausencia de significado. El lenguaje se adelgaza  y disuelve en un espejeo incierto, dice, donde las palabras no se pueden definir, donde no hay nada que comunicar, donde, como dice Gergen ni siquiera se puede mentir. Que un psicólogo social defienda algo así es increible y, para que lo crean me veo obligado a documentar mi afirmación. Aquí va un texto del mencionado autor:

 

«El concepto de falsedad depende en cuanto

a su inteligibilidad del  concepto de verdad. Sin una suposición

firme del hecho de  «decir la verdad», ¿cómo podriamos identificar

qué es «decir una mentira»?.  Pero el concepto de verdad es

problemático. Es poco el apoyo que cabe dar a la suposición  de

que el lenguaje puede reflejar o ser un espejo de los estados de

cosas independientes. Si el lenguaje no representa lo que es en

realidad -ni exacta ni inexactamente-, sale perjudicado el enfoque

tradicional del lenguaje como portador de verdad. Y si el lenguaje

no es portador de la verdad, entonces ¿qué significa decir una

mentira? ¿Cómo puede uno engañar o embaucar si no existe

ninguna exposición que justifique visiblemente lo que es una

representación exacta?» (Gergen, K.J.: Realidades y relaciones,

Paidós, Barcelona, 1996, p.335).

Mantener, como hacen los defensores de la ironía moderna, que el lenguaje no tiene significado alguno es falso sin paliativos. La idea procede de coger el rábano por las hojas. La palabra es la hoja del rábano del significado. La inteligencia humana produce  desde el nacimiento significados prelingüísticos, sobre los cuales va construyéndo, asimilándo, desarrollándo el lenguaje. La palabra comienza en la experiencia y vuelve a la experiencia. No es verdad que en la palabra -o mejor en la frase- esté contenido un significado. En ellas solo encontramos pistas para la reconstrucción de un significado. El hecho de que esas pistas puedan ser imprecisas, confusas, insuficientes, no afecta para nada a la existencia del significado. Admitirlo sería como admitir que porque la huella del oso esté emborronada, no existe el oso.

He hablado antes de la impostura posmoderna, y ahora quiero explicarlo para no parecer injusto. Lo haré utilizando  la crítica que Wayne Booth hace a Beckett. Recoge un diálogo que mantuvo con Georges Duthuit, en el que hablando de la imposibilidad de la literatura, dice:

«- Beckett.- Es la situación de aquel que es incapaz, que no puede actuar, que en  definitiva no puede pintar, pero está obligado a pintar. Es el acto de

aquel que incapaz, sin posibilidad de actuar actua, en definitiva pinta         porque está obligado a pintar.

– Duthuit.- ¿Por qué está obligado a pintar?

– B.- No lo se.

– D.- ¿Por qué es incapaz de pintar?

– B.- Porque no hay nada que pintar, nada con que pintar. (Recogido en

Huch Kenner, Samuel Beckett: A Critical Study, Nueva York, 1961

p.30).

Parece lógico echar un vistazo a la validez de esa afirmación que hace sobre el mundo. Los críticos han valorado más la concepción del mundo de Samuel Beckett que su valor artístico . Cuando Beckett recibió en 1970 el Premio Nobel, Ronald Hayman escribió en The Sunday Times :

«Si es cierto que todo ser aspira a la condición de no-ser, Beckett

es el poeta de este proceso…Como ha escrito Pinter: «Cuando más

lejos avanza, más bien me hace. No necesito filosofías, tratados,

dogmas, credos, verdades, respuestas, nada del departamento

            de saldos. Beckett es el escritor en activo mas audaz e implacable…

Compraré sus productos, anzuelo, sedal y plomo, porque no deja

piedra sin remover ni gusano en soledad».Su importancia está en que               nos comunica con absoluta integridad lo que ve y en que se acerca                   tanto a la visión de la Nada».

 

Booth se pregunta, con razón, si es verdad que Beckett «nos comunica con absoluta integridad lo que ve». Y contesta: «No, desde luego que no. Naturalmente, nosotros no podemos saber todo lo que Beckett ve realmente. Solo sabemos qué es lo que hace. Pero una cosa que sabemos que «ve» es cómo organizar su vida diaria para que puedan surgir sus escritos, cómo mantener una vida verbal productiva y sin duda ninguna estimulante, al mismo tiempo que se cobran cheques y se hace frente a las perjudiciales consecuencias de la fama mundial. Sus libros NO nos comunican con absoluta integridad el aspecto creador de su propia vida». (op.cit.p. 325)

Pero esta crítica es inútil. El ironista dirá que esa aparente afirmación de coherencia y de confianza en la realidad, ese cuidado por las ediciones y por las traducciones -siendo así que no hay significado- forma parte de la ironía de la situación. Booth -y yo, por supuesto- nos hemos tomado en serio la ironía, es decir, no somos irónicos. El ironista puede retroceder un paso y decir que no hemos comprendido nada, que no tenemos sutileza bastante, que estamos encerrados en la lógica del dinosaurio, e incluso del hitlerianismo: un solo significado, una sola realidad, una sola verdad. Somos aburridos, anacrónico, inocentes y resentidos. Ya se lo advertí: el irónico siempre gana. La ironía es una defensa inexpugnable. Berrendoer ha escrito: «La ironía no sería sino un escudo con el que hablante se resguardaría de una serie de normas institucionales (semióticas) que le imponen claridad y coherencia en sus enunciados y que le piden cuenta si falta a esos principios. Como paradoja argumentativa, el enunciado irónico exime a su productor de toda responsabilidad respecto a su carga significativa». ¡Así cualquiera! Freud, a quien no se le escapaba nada, tambien lo dijo en El chiste y su relación con el inconsciente: «La ironía se halla muy expuesta al peligro de no ser comprendida; pero siempre procura al que la emplea la ventaja de eludir facilmente las dificultades de la expresión directa». La ironía, a la postre, se identifica con la cuquería.

Ya he hecho el elogio de la ironía como fruto del ingenio, y la crítica de la ironía como tesis moral.  Lo importante es saber colocar cada cosa en su lugar. El pensamiento ultramoderno quiere reivindicar el ingenio,  -y también la ironía-, como modos de exposición y de comunicación, pero los rechaza como concepciones del mundo. La racionalidad poética que defiende quiere integrar la capacidad inventiva, poetizante, divertida del ingenio, dentro del marco de una racionalidad atenta a la corroboración, a la crítica, a la previsión. Valora sobre todo la gracia, que es la transfiguración de la limitación por la inteligencia. Y, sobre todo, la bondad que es el gran despliegue de la inteligencia. Explicarles los modos y maneras de este proyecto inteligente  tendrá que quedar para otra ocasión. Lo siento.

 

 

José Antonio Marina.

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