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El aprendizaje de la libertad

Los humanos no somos libres: estamos movidos por deseos y emociones que no controlamos, pero podemos aprender a ser libres desarrollando las funciones ejecutivas del cerebro.

Acabo de hacer una larga reseña del libro de Joaquín Fuster Cerebro y libertad (Ariel). Fuster, el neurólogo español más importante después de Cajal, sostiene, como la mayor parte de los neurólogos, que nuestro cerebro toma las decisiones por su cuenta, y que cuando nos parece que hemos tomado una decisión voluntaria, en realidad solo nos enteramos, con un poco de retraso (unos 200 milisegundos), de algo que el cerebro había decidido por su cuenta. Si esto es así, si estamos sometidos a las ocurrencias de nuestra portentosa maquinaria cerebral, no podemos decir que seamos libres. Fuster esboza una solución que coincide con la que he mantenido en varios de mis libros.

Dicho con palabras mías, no de Fuster, los humanos somos inteligentes, es decir, aprendemos con facilidad, y podemos anticipar situaciones y premios, y hacer proyectos. Pero no somos libres. Estamos, en efecto, movidos por deseos, motivaciones, emociones que no controlamos. Ocurre, sin embargo, que hemos concebido el “proyecto de ser libres”, de liberarnos. Es un proyecto que enlaza con motivaciones muy profundas –el deseo de autonomía lo siente ya el niño cuando quiere soltarse de la mano– que prestan la energía suficiente para irlo poco a poco realizándolo. Hay, pues, que aprender a ser libres. Y unas personas lo hacen con mayor eficacia que otras. Tienen que aprender a liberarse de la ignorancia, del miedo, de la pulsión pasional, de las respuestas automáticas. Todo eso lo conseguimos gracias al desarrollo de las funciones ejecutivas, lo que para simplificar llamo el factor E (Ejecutivo), que se encarga de las funciones que se atribuían a la voluntad, y que depende de los lóbulos frontales, el área del cerebro estudiada precisamente por Fuster.

Esto tiene profundas implicaciones educativas. El aprendizaje esencial durante la infancia y la adolescencia es precisamente el desarrollo de ese factor E, que permite un comportamiento autónomo. Dicho en términos neurológicos, se trata de que el cerebro aprenda a gestionarse a sí mismo. Ahora sabemos que esta capacidad se consolida fundamentalmente durante la adolescencia, que se ha convertido así en la segunda gran época dorada del aprendizaje. Esto provoca una revolución educativa, que debemos aprovechar. Solo les daré algunas referencias, para no marearles. La revista Newsweek  titula en portada: “(El factor E) la competencia escolar que importa más que el cociente intelectual”. El psicólogo Adam Cox, autor de No Mind Left Behind, escribe: “El conocimiento del factor E supone una revolución en el modo de educar a niños y adolescentes”. James Heckman, premio Nobel de Economía, tras estudiar los programas educativos que han tenido éxito, detecta la importancia decisiva del factor E. Adele Diamond, de la British Columbia University, ha mostrado la correlación entre el factor E y los resultados escolares. El factor E permite transformar la inteligencia en talento, es decir, en inteligencia triunfante. Es, pues, una vacuna contra las inteligencias fracasadas.

Para explicar a los padres la importancia de este nuevo enfoque, voy a dirigir en la Universidad de Padres que dirijo un seminario on line sobre desarrollo del talento adolescente. Están invitados. Pueden inscribirse en www.universidaddepadres.es

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