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Arte, Mecenazgo y Educación

La Fundación Arte y Mecenazgo me ha pedido que responda a una pregunta que resulta engañosa por su aparente sencillez: el mecenazgo es una actividad socialmente beneficiosa, ¿cómo podría introducirse en el sistema educativo para que fuese valorada y para fomentar una cultura de la generosidad? La respuesta más sencilla, más políticamente correcta y más inútil sería apelar a un elemental silogismo: la generosidad es una virtud y debe fomentarse con la educación. El mecenazgo es una demostración de generosidad, luego debe fomentarse con la educación. Si quisiéramos eludir los problemas, nos quedaríamos ahí. Todas las morales —religiosas o laicas— han considerado fundamental reducir el egoísmo y ampliar la solidaridad, la ayuda al prójimo, los que ahora se denominan «comportamientos prosociales». Entre ellos, se consideran «altruistas» los que se hacen sin pretender ningún tipo de beneficio. Los antropólogos señalan que los humanos están movidos por impulsos egoístas y solidarios,[1] y hablan también del «altruismo recíproco», que resulta beneficioso para todos.[2] Darwin ya advirtió que el egoísmo puede permitir a un individuo triunfar dentro de un grupo, pero el altruismo hace triunfar al grupo entero. Por esta razón, todas las morales, cuyo origen es siempre social, presionan para favorecer los comportamientos altruistas, es decir, beneficiosos para la colectividad.3 Los sistemas educativos se han aprestado a transmitir esos valores y a fomentar esas virtudes. Los distintos planes de educación ética, moral, cívica y de formación del carácter incluyen estos temas en todos los niveles y en todos los países.

Pero responder de esa manera eliminaría lo peculiar y más interesante de la pregunta. No se trata de hablar de la generosidad o del mecenazgo en general, sino precisamente del mecenazgo artístico. ¿Tiene alguna característica diferencial respecto de otros mecenazgos o de otras muestras de generosidad? ¿No resulta una generosidad lujosa, podríamos decir, menos valiosa que la dirigida a necesidades más urgentes? Hay fundaciones o mecenas que se dedican a financiar programas para investigar enfermedades, o para luchar contra la pobreza, o para ayudar a establecer regímenes democráticos, y es evidente la conveniencia de hablar de su generosidad a los alumnos. ¿Puede el mecenazgo artístico competir con ellas como ejemplo de generosidad? ¿No es un mecenazgo de exquisitos y para exquisitos?  La propuesta de Arte y Mecenazgo me llega cuando investigo —desde la filosofía, la pedagogía y la historia del arte— el papel que la educación estética debe tener en los planes de enseñanza obligatoria, es decir, en los que definen el nivel cultural exigible a todos los ciudadanos. Somos conscientes de que se trata de un problema profusamente debatido a lo largo de la historia, y que están muy lejos los tiempos en que Platón consideraba que la perfección humana era un ascenso del alma de belleza en belleza hasta llegar a la contemplación de la belleza perfecta.

01. LA HISTORIA  DEL ARTE Y LA EDUCACIÓN

Casi todos los sistemas educativos desdeñan las enseñanzas artísticas, estén presentadas como historia del arte o como educación plástica, musical o teatral, desdén que acompaña al poco interés hacia las humanidades. Tal vez con ello estemos perdiendo elementos educativos cuya importancia empezamos a dejar de valorar. Martha Nussbaum, por ejemplo, ha estudiado la correlación entre el estudio de las humanidades y la democracia de manera convincente, pero con poco éxito, en sus libros El cultivo de la humanidad: una defensa clásica de la reforma en la educación liberal 4 y Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades.5

Creo que el tema del mecenazgo puede introducirse en el mundo de la educación en tres niveles diferentes. El primero, dentro de la historia del arte. El segundo, como prototipo de un modo especial de generosidad relacionado con la creación. Por último, dentro de una idea de la creación artística como gran ejemplo —como analogatum princeps, decían los lógicos clásicos— de la creación ética. De acuerdo con este planteamiento, el presente artículo constará de los siguientes apartados:

  1. La historia del arte y la educación
  2. El mecenazgo artístico y la generosidad
  3. El mecenazgo artístico y la educación

Desde hace tiempo, defiendo la necesidad de introducir en el sistema educativo, a todos los niveles, una «historia de las culturas» que puede fundar un nuevo humanismo, lo cual me parece necesario cultivar en este momento. Las diferentes culturas, como señaló Clifford Geertz, son soluciones diferentes a aspiraciones y necesidades universales. Por eso, la historia de las culturas, al estudiar esos universales, contribuye a aclarar nuestra naturaleza y, al mismo tiempo, a comprender mejor la génesis de conflictos y la dinámica social.6 Dilthey tenía razón al decir que al ser humano no se lo conoce por introspección, sino estudiando aquellas actividades que ha realizado perseverantemente a lo largo de la historia. Todas las sociedades han establecido modos de convivencia, de resolución de conflictos, de explicación del mundo. Todas han bailado, contado historias, pintado, inventado técnicas, elaborado religiones, impulsadas por motivaciones que sólo podemos inducir a partir de esas mismas realizaciones. Una de las actividades que han realizado siempre ha sido el arte. Por eso, conocerlo y comprenderlo forma parte de la comprensión de la naturaleza humana, lo que no es tarea sencilla. El fenómeno artístico tiene un carácter enigmático, entre otras cosas porque es el centro de una tupida red de significados, relaciones, sentimientos y objetivos. Una obra de arte abre un «campo complejo», como estudió Pierre Bourdieu, con variadas dimensiones y fuerzas. En él actúan los artistas y también el público, los «productores de significado» (críticos, editores, académicos, jurados, galeristas, etcétera), las condiciones sociales de producción y difusión del arte y todos los elementos que constituyen la mentalidad de una época.7  Podemos simplificar este denso sistema de conexiones, influencias y causalidades, considerando que cada obra de arte es el centro de cuatro tipos de relaciones imprescindibles para su existencia y comprensión:

                                                                       Posibilitadores

                         Artista                                               Obra                                          Espectador

                                                                                Contexto Social

 

El papel que han desempeñado estos agentes en la producción artística
no ha sido tenido en cuenta —hasta muy recientemente— por los historiadores
del arte.11 Dentro del «campo del arte» había vías establecidas de acceso a la profesión
—los talleres de pintura y el largo aprendizaje, la academia, los premios, los
jurados— pero en el siglo XX se abrieron otras para ayudar a los refusés, a los rechazados
por la academia. Marchantes y coleccionistas, como Ambroise Vollard, pasaron
a tener una importancia excepcional. En el contexto intelectual de las vanguardias,
ciertos personajes integrados en ellas, como Gertrude Stein, caracterizados por su
capacidad de proteger a unos u otros artistas, se consideraban verdaderos mecenas.
Fueron, claramente, posibilitadores.
La importancia del mecenas como soporte material del artista cambia según
el tipo de arte y según la época histórica. La poesía, o la literatura en general,
es la que permite mayor libertad al autor, porque es un arte «barato». La historia de
la literatura está llena de ejemplos de artistas que no necesitaron la ayuda de nadie,
porque se ganaron la vida dedicándose a otra cosa. T. S. Eliot fue empleado de
banco, e incluso rechazó la ayuda económica que le ofreció Ezra Pound, porque
consideraba que si sólo se dedicaba a escribir escribiría demasiado y la calidad de su
obra se resentiría. Pessoa trabajó traduciendo correspondencia comercial. Machado
fue profesor. Aun así, parte importante de la historia de la literatura ha dependido
de los mecenas. J. M. Rozas, en su obra sobre Lope de Vega, escribía: «La literatura
del siglo XVII tiene como límite trágico para el oficio de escritor el mecenazgo».
Rozas analizó el modo y el grado en que la aspiración al mecenazgo nobiliario
y regio, que calificó de verdadera obsesión barroca, había marcado la vida y la obra
de Lope, y la de muchos de sus colegas, e influido poderosamente en la temática de
sus obras, que solía cambiar según cambiaban sus protectores.12 Por mi admiración
hacia el poeta recordaré a la princesa Maria de Thurn y Taxis, protectora de Rainer
Maria Rilke.
La pintura es un poco más costosa. Los pintores de todas las épocas
han buscado patrocinios o clientes. La escultura es un arte aún más caro, por
eso los escultores necesitaron con más urgencia clientes o mecenas.13 Por último,
la arquitectura es la que exige una mayor ayuda. Sin patrocinador, cliente o mecenas,
un artista no puede acometer una obra arquitectónica.

Así pues, para comprender el hecho artístico en todas sus dimensiones
es preciso conocer también la función de aquellas personas o instituciones que
permitieron su aparición. Sería, por ejemplo, imposible comprender el arte egipcio
sin mencionar a Akenatón, o el arte cisterciense sin conocer a san Bernardo.
Hasta aquí nos hemos limitado a mencionar que la educación sobre la historia
del arte debe incluir el papel de los posibilitadores, entre los que se encuentran los
mecenas. Ahora tenemos que estudiar los otros niveles educativos en los que puede
tratarse el mecenazgo.

EL MECENAZGO

ARTÍSTICO Y LA

GENEROSIDAD

02

El segundo círculo educativo en el que puede tratarse el mecenazgo artístico es el de las virtudes morales y cívicas. Hacer un estudio de las motivaciones que guían el comportamiento del mecenas es complicado, porque los actos humanos suelen estar «multimotivados», es decir, derivarse de una hibridación de muchos deseos, algunos más nobles que otros. El mecenazgo, también. Claudio Magris cuenta en El Danubio cómo se construyó la catedral de Ulm. Cuando el emperador Carlos IV sitió la ciudad en 1376, impidió el acceso a la iglesia, que se hallaba extramuros. El burgomaestre Ludwig Krafft, para demostrar la riqueza de la ciudad, decidió construir una nueva y cubrió la primera piedra con cien florines que sacó de su bolsa. Tal proceder fue imitado por los demás patricios y también por los ciudadanos destacados, y por último por el pueblo llano.14 Resultaría complicado pretender desenredar el lío de motivaciones que hay en este comportamiento. Manifestar el propio poder es una de ellas.15 Todas las monarquías, los imperios y las grandes ciudades han demostrado su riqueza, su poder, mediante el arte. Otras veces es simplemente la vanidad, como en el caso de los donantes que aparecen en los cuadros medievales o modernos. En los últimos años, el patrocinio o mecenazgo se ha relacionado con la responsabilidad social de las empresas o con el cuidado de su imagen pública.16 El prestigio o la ostentación pueden animar también a ayudar al arte. Pero no debemos precipitarnos en la condena. Hay que tener en cuenta que durante siglos la «fama», la opinión de los demás, no despertaba un juicio peyorativo como sucede ahora. La gloria o la fama eran la consagración pública del buen comportamiento en unas sociedades más comunitarias y menos individualistas que la nuestra. Antes de ser «patrimonio del alma», el honor era el reconocimiento popular de la excelencia.  Junto a estas motivaciones, aparecen dos que caracterizan el perfil del mecenazgo que nos interesa más: la generosidad como participación en la actividad creadora y la generosidad como virtud cívica. El análisis moral de la generosidad ha dependido durante siglos del libro IV de la Ética a Nicómaco de Aristóteles, que distingue dos tipos, relacionados ambos con el desprendimiento acerca del dinero. La liberalidad, que se refiere a los gastos pequeños, y la magnificencia (megaloprépeia), que se refiere a las grandes obras. Es una virtud menor, relacionada sólo con la economía. Por eso sorprende que Descartes, en su Tratado de las pasiones, considere que la generosidad es la virtud más preciada. Es éste el significado que nos interesa destacar: «Los que son generosos —escribe— se ven llevados naturalmente a hacer grandes cosas y, sin embargo, a no emprender nada de lo que no se sientan capaces. Y como nada estiman más que el hacer el bien a los otros hombres, y menosprecian su propio interés por este motivo, siempre son perfectamente corteses, afables y serviciales con los demás». El giro subjetivo que da Descartes a la filosofía se muestra también en este tema. La filosofía clásica pensó que el bien —en abstracto— era diffusivum sui. Descartes piensa que el hombre bueno es también diffusivum sui, y en eso consiste la generosidad.

 

La etimología de la palabra abona este significado. Procede de «generar», es decir, «engendrar», pero, si consultamos el diccionario, la primera acepción de «generoso» es «de linaje noble». La segunda, «magnánimo, de alma noble, de sentimientos elevados; inclinado a las ideas y sentimientos altruistas, dispuesto a esforzarse y a sacrificarse en bien de los otros; refractario a los sentimientos bajos, como la envidia o el rencor». La tercera, «excelente en su especie». ¿Cómo se ha producido este deslizamiento aristocrático? ¿Cómo ha pasado de significar un hecho biológico a designar una virtud moral? En su origen, «generoso» significaba «capaz de engendrar», pero de ahí posiblemente pasó a ser un comparativo de superioridad: «Lo que produce más de lo que estaba obligado a producir». Este uso está documentado en francés desde 1677. Se produjo entonces un cambio en la definición de nobleza. El noble no es el poderoso, sino el que da más de lo obligado, dádivas, cuidado, valentía, magnanimidad. No es el que tiene más, sino quien se exige más. El que busca permanentemente la excelencia: ése es el noble.  La palabra «generoso» todavía nos proporciona otro bello enlace semántico. Las tierras pueden ser generosas, por su fertilidad. Antiguamente, eso es lo que significaba la palabra «felix», antecedente de nuestra «felicidad». Los geógrafos hablaban de la «feliz Arabia», la fecunda y rica Arabia.

Ahora comprendemos mejor a Descartes, que quiso elaborar una moral de la nobleza. Lo opuesto a la generosidad es, por una parte, la esterilidad, y por otra la cicatería, la avaricia. Éste es un vicio despreciado en todas las culturas, precisamente porque no produce nada, porque es infecundo e inútil.[3] Vladimir Jankélévitch, recogiendo la herencia de Descartes, describe la generosidad como «iniciativa, genialidad, improvisación aventurera, gasto creador y, sobre todo, como capacidad para reducir las cosas a lo esencial. La grandeza del alma ve grandeza; la amplitud del alma ve amplitud; la altura del alma ve alto y lejos; al contrario que los pulgones que no ven más allá de la punta de su nariz de pulgones. Ni más allá de su brizna de hierba y de sus pequeños beneficios; la óptica microscópica de los avaros, y de los pulgones, resulta así abandonada por las vastas panorámicas del magnánimo».

El mecenas se siente animado a colaborar en el dinamismo expansivo de la creación. Ernst Gombrich, en su estudio sobre el patronazgo de los Medici, publicado en 1966, señaló el cambio que se produce en el Renacimiento en la idea del mecenas, que deja de ser mero financiador para reclamar un papel más creativo.18 Stephen Greenblatt, en su obra Renaissance Self-Fashioning, publicada en 1980, describe el Renacimiento como un tiempo de «creciente autoconciencia sobre la construcción de la propia identidad como un proceso artístico», en el que los patronos se convierten en un legítimo objeto de estudio de los historiadores.

De esa manera, el mecenazgo se convierte en una actividad creadora por delegación. Consiste en la condición de posibilidad de que algo bello ocurra, aunque uno no sea directamente su autor.

La generosidad tiene su culminación en la megaloprépeia: «Pertenece a la magnificencia el uso de las riquezas bajo la especial razón de que se utilizan para hacer grandes obras».19 Para nuestro propósito resulta muy interesante recordar que Tomás de Aquino considera que es la virtud encargada de «dirigir la voluntad en el uso del arte». En la moral romana, la magnificencia adquiere una función social, relacionada con las grandes virtudes de la república, la justicia, la fiabilidad, el honor, la frugalidad. La moral republicana rechazaba la ostentación. En el antiguo Código de las Doce Tablas se prohibían los gastos excesivos en los funerales, lo que se incumplió sistemáticamente. Más adelante, la Ley Opia prohibió a las señoras tener más de media onza de oro, llevar vestidos de color variado y servirse de carruajes. En Pro Murena, Cicerón escribe: «El pueblo romano detesta el lujo privado, pero ama la magnificencia pública» (pág. 76). Es esta función social del mecenazgo, más que la ayuda a un artista concreto, lo que da grandeza al filántropo. Con el Renaci- miento, la magnificencia se convierte en una virtù civica. Marsilio Ficino considera, en De virtutibus moralibus, que la magnificencia es la virtud por excelencia, porque imita a Dios.

El perfil moral del mecenas se va concretando: aspira a participar en la actividad creadora, es generoso con los artistas y practica una virtud cívica poniendo a disposición de la ciudadanía grandes obras.

EL MECENAZGO

ARTÍSTICO Y LA

EDUCACIÓN

03

Con esto llegamos al punto más difícil de nuestra argumentación. El valor diferencial del mecenazgo artístico respecto de otras formas de generosidad depende de la importancia educativa y social que demos al arte, a la sensibilidad artística. Los tratadistas clásicos decían que la virtud se especifica por su objeto; por ejemplo, el valor de la fortaleza, o de la constancia, o de la valentía, dependía de que estuvieran enderezadas a la realización de algo valioso. No es fácil justificar el valor social del arte. Schiller, a quien nos referiremos por haber sido un tenaz defensor de la educación estética, hace una observación inquietante: «Debe darnos que pensar el que, prácticamente en todas las épocas históricas en que florecen las artes y el gusto domina, hallemos una humanidad decadente, y el que no podamos aducir un solo ejemplo de un pueblo en el que coincidan un grado elevado y una gran universalidad de cultura estética con libertades políticas y virtudes cívicas, bellas costumbres con buenas costumbres, y en el que vayan unidas la elegancia y la verdad del comportamiento».[4] La Florencia de los Medici podía servirle como ejemplo, de la misma manera que la Alemania de Hitler sirvió a George Steiner para hacer una afirmación parecida e inquietante: «La cultura no hace mejores a las personas. Los jerarcas nazis que se extasiaban con los conciertos de Fürtwangler eran sordos para los lamentos de los deportados». Harry Lime, el protagonista de la película El tercer hombre, cuyo guión escribió Graham Greene, lo resume en una frase cruel: «Los horrores de Florencia produjeron el arte del Renacimiento. Mil años de democracia en Suiza han producido el reloj de cuco».

Tal vez no estemos analizando bien el fenómeno. El mismo Schiller que escribe el tremendo texto anterior afirma apasionadamente la función educadora del arte: «La necesidad más apremiante de la época es la educación de la sensibilidad, y no sólo porque sea un medio para hacer efectiva en la vida una inteligencia más perfecta, sino también porque contribuye a perfeccionar esa inteligencia».21 Y añade algo más: «De esa manera accedemos a nuestra verdadera naturaleza». Exploremos esta vía. Schiller no se está refiriendo a una obra de arte o a un artista concretos, sino a la necesidad de crear como característica de la naturaleza humana. Lo que denomina «belleza» no es una propiedad real de los objetos, no es una experiencia, es una aspiración: «La belleza debe revelarse como una condición necesaria de la humanidad y, dado que la experiencia sólo nos muestra estados concretos de hombres concretos, pero nunca la humanidad entera, hemos de intentar descubrir lo absoluto y lo permanente de esos fenómenos individuales y cambiantes y, dejando de lado toda contingencia, apoderarnos de las condiciones necesarias de su existencia».  Antes he hablado de la creación artística como analogatum princeps de la creación ética, entendida ésta no como un conjunto de normas, de códigos, sino como una invención de formas más nobles de vida. Lo que supone la ética, tal y como la entiendo, es el deseo de pasar de ser animales listos a seres dotados de dignidad. Ésta es una gigantesca invención, una descomunal creación.22 La misión del arte, para Schiller, es despertar en el hombre la nostalgia de una realidad superior, más bella. Es una llamada a la creación, que para él equivale a libertad: «En una palabra:

no hay otro camino para hacer racional al hombre sensible que el hacerlo previamente estético».[5] Schiller está describiendo el telos humano, un dinamismo siempre precario y que se puede colapsar: «El ser humano, en su estado físico, soporta pura y simplemente el poder de la naturaleza; se libra de este poder en el estado estético, y lo domina en el estado moral».[6] Es entonces cuando adquiere la dignidad: «Así como comienza a afirmar su independencia frente a los fenómenos naturales, el hombre afirma su dignidad frente al poder de la naturaleza, y se alza con noble libertad contra sus dioses».25

Esta es la evolución hacia la dignidad del ser humano. Comienza en el estado de naturaleza, alcanza la libertad en el estado estético y la culmina en el estado moral.[7] Pasa de lo amorfo a lo que tiene forma; de lo material a lo espiritual; de lo necesario a lo libre; de lo pesado a lo ligero; de la rutina al juego; de lo vulgar a la dignidad.

La obra de Schiller supone un canto a la capacidad creadora del ser humano y, por eso, es animosa y alegre. Me recuerda el entusiasmo de los humanistas del Renacimiento. En su Discurso sobre la dignidad del hombre, Pico della Mirandolla hace que Dios diga al ser humano: «Ninguna naturaleza te di, para que puedas escoger lo que quieres ser». Schiller, en un lenguaje más abstracto, escribe: «La naturaleza no nos otorgó otra cosa que la disposición hacia la humanidad, pero dejándonos la aplicación de la misma en manos de nuestra propia voluntad».27 Esta creación supera la estética, para entrar en los dominios de la ética.

El arte es un instrumento para producir experiencias placenteras. «A thing of beauty is a joy forever», escribió Keats. Pero es, además, un símbolo, una cifra de la creatividad humana. Una creatividad que es en cierto modo un dinamismo ascendente, utópico, de superación. Schiller tiene razón. Tal vez lo más importante de la experiencia estética es que evita el cerramiento, la clausura de la realidad. Contaba Sartre en Las palabras que descubrió la facticidad —la situación real de la conciencia humana— a través el cine. En las películas todo era perfecto: las chicas bellísimas, el protagonista valiente y guapo, y al final el héroe llegaba en el momento oportuno para salvar a la muchacha que iba a desplomarse por una cascada. «De esa experiencia —escribió—, me quedó un platonismo incurable.» A la salida del cine lo abrumaba la realidad: todo era feo, también él, y no había héroes ni aventuras, pero reconocía que a veces hay experiencias que parecen romper la costra de la finitud y a través de una grieta permiten acceder a una luz ajena. En eso consiste, a su juicio, la experiencia estética. En La náusea, Roquentin, a punto de suicidarse, ahogado por la viscosidad de la realidad, escucha una canción. Y eso le salva.

La creatividad enlaza con un permanente afán de superación, de ascensión, de anábasis, del ser humano. Platón, en La república, se extraña ante una expresión que el mismo usa con frecuencia: «Uno puede ser “más fuerte” que él mismo» (kreiton heautou, pág. 431). San Agustín confiesa: «Dejé que mi alma creciera por encima de mí». San Buenaventura advirtió que cualquiera fracasaría «nisi supra semetipsum ascendat», si no se encaramaba sobre sí mismo. Nietzsche hacía decir a Zaratrustra: «Ahora me veo a mí mismo por debajo de mí». Nicolai Hartmann, el filosofo más completo del siglo XX, define la «nobleza» como la prisa por alcanzar valores altos. Jean Whal resumió todas las conclusiones del existencialismo en una expresiva frase: «Siempre estamos corriendo por delante de nosotros mismos». Es en esta búsqueda de una realidad superior o de un estado superior, donde la experiencia estética se une a otras experiencias, como la religiosa o la ética. Hans Urs von Balthasar ha dedicado una gigantesca obra, en más de diez copiosos volúmenes, a estudiar la relación entre experiencia estética y religiosa. Se titula Gloria.28 La metafísica clásica había afirmado tres propiedades transcendentales del ser: «verum, bonum, pulchrum». Von Balthasar considera que haber olvidado esta última (la belleza) ha producido un empobrecimiento de la sensibilidad, que pretende compensar con sus siete apabullantes volúmenes. En realidad, lo que se pone de manifiesto es que la relación entre belleza y arte hace mucho tiempo que se esfumó.

Es interesante recordar que en la Ley de Educación inglesa de 1989 el Parlamento indicó que la escuela debía ocuparse de la «formación espiritual» de los alumnos. A partir de esa orden, la inspección educativa ha abierto en varias ocasiones el debate sobre qué debe entenderse por «espiritual» en una educación laica. La respuesta ha sido: debe tratar de aquellas expectativas, intereses o preguntas humanas que no obtienen respuesta de las ciencias positivas. Y entre ellas menciona la estética, la ética, la religión y el sentido de la vida. Todas pertenecen al mismo telos. Me parece importante reivindicar la palabra «espiritual» en un sentido muy poco «espiritualista». Para explicarla podemos utilizar la definición de arquitectura que dio Cayo Julio Lacer, el constructor del puente de Alcántara: «Plenum ars ubi materia vincitur ipsa sua», el arte perfecto en el que la materia se vence a sí misma. Esa capacidad de superar la propia materia, valiéndose de las fuerzas mismas de la materia, es el espíritu. Espirituales son las matemáticas, la música, la idea de Dios, la libertad, la idea de dignidad, la generosidad y todas las arquitecturas que vencen la ley de la gravedad o del egoísmo —que es la ley de la gravedad de la conciencia— basándose en esa misma gravedad, como hace el constructor de un arco o de una bóveda. A la realización de este telos, de esta entelequia, en el sentido aristotélico, deberían contribuir todas las demostraciones de la creatividad humana, porque ésa debería ser nuestra gran creación, como señaló Schiller. Y una manera de lograrlo es instituir una cultura de la generosidad, de la creación expansiva, del bien. En este sentido, el mecenazgo puede convertirse en un posibilitador de esa utopía. Pero puede haber mecenazgos truncados —como puede haber truncamiento en otras actividades del espíritu— si no colaboran con ese dinamismo ennoblecedor de la naturaleza humana. Un dinamismo que nuestros niños y adolescentes deberían conocer para poder admirarlo y participar en él.[8]


Irenäus Eibl-Eibesfeldt, Amor y odio. Historia
natural del comportamiento humano, Salvat,
Madrid,1995.
2 Robert L. Trivers, «The Evolution of
Reciprocal Altruism», Quaterly Review of Biology,
46 (1972), págs.35-57.
3 Hans Werner Bierhoff, Prosocial Behavior,
Psychology Press, Nueva York, 2002 y Nancy
Eisenberg, Paul Henry Mussen, The Roots
of Prosocial Behavior in Children, Cambridge
University Press, Cambridge, 1989.

Martha Nussbaum, El cultivo de la humanidad:
una defensa clásica de la reforma en la educación
liberal, traducción de Juana Pailaya, Paidós
Ibérica, Barcelona, 2005.
5 Martha Nussbaum, Sin fines de lucro. Por
qué la democracia necesita de las humanidades,
traducción de María Victoria Rodil, Katz
Editores, Buenos Aires y Madrid, 2010.
6 Clifford Geertz, La interpretación de las
culturas, Gedisa, Barcelona, 1988.
7 Pierre Bourdieu, «El campo literario.
Prerrequisitos críticos y principios de método»,
Crítica (LaHabana), 1990.

8 Estudié la génesis de obras de arte en Teoría
de la inteligencia creadora, Anagrama, Barcelona,
1994; y, junto con Álvaro Pombo,
en La creatividad literaria, Ariel, Barcelona, 2011.
9 Maurice Merleau-Ponty, Lo visible y lo
invisible, Editorial Taurus, Madrid, 1973.
Fenomenología de la percepción, Ediciones
Península, Barcelona, 2000.
10 Como acto de gratitud, por lo que
supuso para mí su lectura en plena juventud,
mencionaré sólo a Arnold Hauser, cuya Historia
social de la literatura y el arte (1951) fue un
descubrimiento para mi generación.
11 Kathleen Wren Christian, David J. Drogin,
The Virtues of the Medium: The Patronage of
Sculpture in Renaissance Italy, Ashgate, Nueva
York, 2010. María Dolores Jiménez-Blando,
Cindy Mack, Buscadores de belleza. Historias
de los grandes coleccionistas de arte, Ariel,
Barcelona, 2007. Immaculada Socías Batet,
Dimitra Gkozgkou, Agentes, marchantes y
traficantes de objetos de arte (1850-1950), Trea,
Gijón, 2012.
12 Juan Manuel Rozas, «Lope de Vega y Felipe
IV en el ciclo de senectute», 1982 (reed. en
Jesús Cañas Murillo (ed.), Estudios sobre Lope
de Vega, 1990, págs. 73-131). Aurora Egido
y José Enrique Laplana (eds.), Mecenazgo y
humanidades en tiempos de Lastanosa, Institución
Fernando el Católico, Zaragoza, 2008.
13 Christian, Drogin, op. cit.

14 Claudio Magris, El Danubio, trad. Joaquín
Jordá, Anagrama, Barcelona, 1988, pág. 62.
15 Deyan Sudjic, La arquitectura del poder, trad.
Isabel Ferrer, Ariel, Barcelona, 2005.
16 Amado Juan de Andrés, Mecenazgo y
patrocinio, Editmex, Madrid, 1993. Rafael
Alberto Pérez,Estrategia publicitaria y de las
relaciones públicas, UCM, Madrid, 1989.
Manuel Parés i Maicas, La nueva filantropía y
la comunicación social: mecenazgo, fundación y
patrocinio. Promociones y Publicaciones
Universitarias, Barcelona, 1999.
02

17 José Antonio Marina, Pequeño tratado de los
grandes vicios, Anagrama, Barcelona, 2011.
18 Vicenç Furió, «Gombrich y la sociología del
arte», La Balsa de la Medusa, 51-52 (1999),
págs. 131-161
19 José Francisco Nolla, La virtud de la
generosidad según santo Tomás de Aquino, tesis
presentada en la Facultad de Teología de la
Universidad de Navarra, 2005.

20 Friedrich Schiller, Kallias. Cartas sobre la
educación estética, trad. y notas de Jaime Feijóo y
Jorge Seca, Anthropos, Barcelona, 1999, pág. 187.
21 Op. cit., pág. 171.
22 José Antonio Marina, María de la Válgona, La
lucha por la dignidad, Anagrama, Barcelona, 2000.

23 Schiller, op. cit., pág. 305.
24 Op. cit., pág. 317.
25 Op. cit., pág. 335.
26 Ésta fue la teoría de las etapas explicada
por Kierkegaard.
27 Op. cit., pág. 293.
28 Hans Urs von Balthasar, Gloria. Editorial
Encuentro, Madrid, 1985.

29 Para conocer innovadoras aplicaciones
pedagógicas del arte, ver las orquestas de jóvenes
del venezolano José Antonio Abreu, y la iniciativa
Art Start, creada por Scott Rosenberg en Nueva
York, para educar a muchachos en riesgo a través
del arte.

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