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La Educación de los Sistemas Ejecutivos

En el artículo anterior estudié las funciones ejecutivas del cerebro humano. Son responsables de la autorregulación de la conducta. Pueden actuar de modo inconsciente o estar conscientemente dirigidas. Los controles homeostáticos, por ejemplo, son automáticos. Como transición entre ambas modalidades, los comportamientos pueden automatizarse, convirtiéndose en hábitos que actúan de forma mecánica, pero que pueden monitorizarse conscientemente en caso de necesidad. Conducimos un coche de manera automática, hasta que una señal de alarma nos hace prestar atención. Esta posibilidad de conmutar, de “cambiar de vías” aumenta extraordinariamente la eficacia de nuestro cerebro. Desde el punto de vista educativo, nos interesa estudiar la formación de los “sistemas ejecutivos autodirigidos”, lo que tradicionalmente se llamaba “voluntad”. Este concepto desapareció de la psicología porque hablaba de una facultad innata mal descrita, pero se empieza a recuperar con otra formulación: no es una capacidad innata, sino unas destrezas aprendidas (Marina, 1998). La capacidad de dirigir conscientemente la conducta se adquiere a partir de la maduración neuronal, mediante la educación, la interacción social y la utilización del lenguaje interior.

Al estudiar esta nueva pedagogía, tendré que referirme a patologías de los sistemas ejecutivos, porque en ellas se ve con más claridad la estructura y funcionamiento de estos sistemas. De hecho, hasta principios del siglo pasado, sobre todo los trastornos en el control de las ideas, las emociones o las conductas, es decir, lo que ahora consideramos trastornos de los sistemas ejecutivos. Además, muchas veces es difícil distinguir las disfunciones patológicas de las disfunciones provocadas por una mala educación, y muchos investigadores trabajamos para elaborar una ciencia preventiva de algunos problemas patológicos, basada en la educación (Seligman 2002, Arauxo, Cornes, Fernández-Ríos, 2008).

Se trata de un campo complejo y confuso, como demuestra la dificultad de precisar las entidades nosológicas. Por ejemplo, la categoría de “niño desorganizado”, con manifestaciones normalmente subclínicas y confusas, incluye: problemas de déficit de atención, reducidas estrategias de afrontamiento, incapacidad de aprender de la experiencia, funciones cognitivas inconstantes, preferencia por actividades muy estructuradas, falta de organización, memoria a corto plazo limitada, sentimiento de impotencia ante estímulos complejos, inquietud y pobre atención, miedo de fracasar, comprensión reducida, inhabilidad para secuenciar la información, sensibilidad limitada hacia los demás, dificultades comunicativas y sociales, dificultad para generalizar los datos, mala gestión del tiempo, pobre motivación, preferencia por la rutina, obsesiones y rituales, pobres habilidades motoras y coordinación, personalidad restrictiva, baja estima y confianza (Stein y Chowdhury, 2006). En la categoría de TDAH, tenemos que incluir al menos tres subtipos: dispersos, con síntomas que corresponden casi exclusivamente a déficit de atención; hiperactivos, en los que no se observan signos de dispersión sino de inquietud motora; impulsivos, en los que aparece un fallo en el control de los impulsos. En los países escandinavos, se utiliza como categoría diagnóstica el DAMP (Deficit in Attention, Motor Control and Perception). La dificultad de delimitar con claridad estos trastornos encuentra explicación si los interpretamos como trastornos de los sistemas ejecutivos (Gillberg, 2006).

El aprendizaje de las funciones ejecutivas es necesario y difícil, porque tienen que controlar un sistema de ocurrencias dotado de autonomía propia. Los deseos, las preocupaciones, las palabras emergen en nuestra conciencia aunque no queramos. Tienden a imponerse, y los sistemas ejecutivos tienen por ello que inhibir esos procesos espontáneos de acuerdo a criterios y planes establecidos. Como dice Marvin Minski, en el cerebro humano hay múltiples sistemas compitiendo por adueñarse de la respuesta, y los sistemas ejecutivos son los encargados de entregar el control a uno o a otro. Nuestra inteligencia, como he explicado en artículos anteriores, tiene dos niveles: el generador y el ejecutivo. Cada uno de ellos exige un tipo apropiado de educación. Seymour Epstein ha elaborado un sistema semejante al que propongo. En cada sujeto hay dos sistemas de producción y control. Uno, implícito, no consciente, afectivo, producido por las experiencias relevantes (se corresponde lo que llamo inteligencia generadora). Otro, explícito, racional, analítico, movido por normas y deberes. Los dos sistemas pueden entrar en colisión y, en ocasiones, la inteligencia generadora puede imponerse (Epstein, 1998). Estos sistemas duales nos permiten explicar muchos aspectos de nuestro comportamiento, por ejemplo nuestra resistencia a la tentación. Fritz Strack y Roland Deutsch, de la Universidad de Würzburg, suponen que hay dos sistemas de procesamiento de información, el impulsivo y el reflexivo. Los impulsivos se rigen por recompensas inmediatas, los reflexivos por metas a largo plazo (Strack y Deutsch, 2004).

El aprendizaje de los sistemas ejecutivos se convierte así en objetivo educativo prioritario y ésta me parece la mayor novedad en educación actual. Los pedagogos han elaborado métodos de aprendizaje para las siguientes funciones: la activación, la inhibición de la impulsividad, la flexibilidad cognitiva, la planificación, la memoria de trabajo, la regulación emocional, el control de la atención y la perseverancia (Gagne, Leblanc, Rousseau, 2009, Caron, 2011). La capacidad de autocontrol está relacionada con la gestión de la atención voluntaria, la regulación emocional, el control del esfuerzo, la construcción de la conciencia moral, la empatía, las conductas prosociales, la tolerancia a la frustración y la capacidad de aplazar la recompensa (Eisenberg, Smith, Sadovsky, Spinrad, 2007). En los programas de la UP, fomentamos cada una de esas competencias de manera independiente, en momentos distintos de la evolución del niño, con la convicción de que por distintos caminos estamos favoreciendo la educación de los sistemas ejecutivos. No es de extrañar que estemos asistiendo a una invasión de textos sobre educación de estas funciones (Kutscher, 2009, Dawson y Guare, 2003 y 2009, Meltzer. Cooper-Kahu, 2008, Gagne, Leblanc, Rousseau, 2009, Caron, 2011). Conviene no olvidar que casi todos los estudios sobre el temperamento infantil incluyen algún componente relacionado con la autorregulación. Gray incluyó la impulsividad. Thomas y Chase, el nivel de actividad motriz, la tendencia a distraerse, la persistencia y duración de la atención, la facilidad o dificultad para adaptarse a una necesidad de cambio. Buss y Plomin, la actividad, es decir, la forma de realizar una acción. Rothbart en sus investigaciones con niños de 3 a 7 años descubrió tres rasgos temperamentales: extraversión, afectividad negativa y control del esfuerzo, relacionado con los sistemas ejecutivos (Rothbart, Ellis y Posner, 2007).

Para organizar este complejo dominio, vamos a seguir el esquema de Mel Levine y estudiar tres aspectos de la educación de los sistemas ejecutivos: control de la activación, control de acceso y control de salida.

Control de la activación

Hay personas activas y pasivas. Con gran vitalidad o con escasa vitalidad. Apáticas o entusiastas. Lentas o rápidas para entrar en acción. La vitalidad –“un estado de bienestar marcado por un sentimiento de energía”– está siendo estudiada por psicólogos y educadores (Peterson y Seligman, 2004, Thayer, 1996). Son rasgos del carácter, con frecuencia basados en el temperamento, que derivan de la inteligencia generadora. De ella depende nuestro sentimiento de desinterés o de aburrimiento. A veces, la falta de energía puede deberse a un problema fisiológico –un ligero asma, problemas de sueño, la alimentación, etc.– , en otros casos debemos hablar de “ausencia de motivación”. No olvidemos que llamamos “motivación” a la fuente de nuestra energía mental para actuar. Baumeister afirma que la energía mental es limitada y puede agotarse, y producir fenómenos de cansancio (Schmeichel y Baumeister, 2007). Pero, por regla general, la motivación despierta la energía. La fuerza de motivación es la suma de los deseos, los incentivos y de algunas circunstancias facilitadoras (sentimiento de eficacia, optimismo, dificultad baja, esperanza en alcanzar la meta). Una persona puede sentirse carente de motivación, si no experimenta ningún deseo (por miedo al fracaso, habituación, cansancio, satisfacción, etc.), porque no percibe ningún incentivo (nada le parece valioso) o no experimenta ningún placer (anhedonia). Los temperamentos extrovertidos, como estudió Jeffrey Gray, son más sensibles a las señales de recompensa, y soportan mejor el esfuerzo por conseguirlas. En cambio, los introvertidos son más sensibles a las señales de amenaza, y eluden el esfuerzo aunque eso implique renunciar al premio. El estrés crónico, es decir, estar sometido a tensión y miedo en casa, en la escuela, en el grupo, sin tener suficientes habilidades de afrontamiento para manejar la situación produce un sentimiento de falta de motivación. El estrés puede ser físico o emocional y afecta a la atención, a la capacidad de focalizar y a la concentración (Ericson, Dreverts y Schulkin, 2003). El cerebro no puede soportar altos niveles de estrés durante mucho tiempo, porque reduce hasta un 50% de la producción de nuevas neuronas. Los métodos para reducir el estrés –evitación de las causas, desensibilización, relajación, autoinstrucciones, actividad física, habilidades de resolución de problemas– mejoran la activación.

Otra de las causas de la pasividad –y también de la depresión– puede ser la impotencia aprendida. Es un sentimiento crónico de no sentirse capaz de enfrentarse a una situación, y el convencimiento de que haga lo que haga los efectos serán negativos. Eso provoca una situación de pasividad o retirada. Puede desaprenderse, pero no hay que pensar que el niño puede controlar la situación a voluntad. El problema es que ha perdido el control. Se aprende por modelos parentales negligentes o negativos. Si sus cuidadores padecen “indefensión aprendida” es más probable que el niño la aprenda. También pueden influir experiencias traumáticas, siempre que se vivan como pérdida de control. La sobreprotección puede igualmente provocarla. Cuando el niño es demasiado protegido del fracaso, puede desarrollar un intenso miedo hacia él. La “impotencia aprendida” es más probable en aquellos individuos que atribuyen sus fracasos a un defecto de carácter. Esta creencia puede funcionar como una autoprofecía. Sin embargo, hay otro sesgo posible también distorsionado. La de aquellos que culpan de todo a los demás. En ambos casos, lo común es la falta de control. Los métodos educativos más eficaces consisten en recuperar la experiencia de eficacia y control, y en cambiar las creencias básicas que están fomentando la impotencia aprendida (Seligman).

Surge una dificultad. Si el sentimiento de vitalidad, de ánimo o de desánimo emergen de la profundidad del no-consciente, ¿cómo podemos educarlas? ¿Cómo podemos conseguir que caigan bajo el imperio de los sistemas ejecutivos? En algunos casos es imposible. La única salida es farmacológica. Pero, en muchos otros, la inteligencia ejecutiva puede ponerse como meta alertar, activar el sistema. El yo ejecutivo puede poner en práctica técnicas para conseguirlo: utilizar el lenguaje interior para animarse, hacer ejercicio físico, cambiar las creencias patógenas, proponerse metas alcanzables para recuperar la experiencia de éxito. Robert Gagné, pedagogo especializado en estos temas propone varias estrategias para mejorar la activación en la escuela: 1) son beneficiosas las pedagogías por proyectos; 2) el ejercicio físico ayuda a regular el nivel de activación; y 3) utilizar el lenguaje interno para regularse.

Los educadores debemos ayudar al niño a poner en práctica estos métodos. Para conseguirlo, es importante eliminar los obstáculos que bloquean la fuerza de motivación. Didier Pleux considera que los más frecuentes son la ansiedad, la autodevaluación y la intolerancia a la frustración. Cada una de estas modalidades necesita un método educativo especial (Pleux, 2008).

Hay personas con una fuerte activación, están más dadas a la acción que a la reflexión. Otras en cambio tienen una activación débil. Los problemas pueden venir de un exceso de activación o de un defecto.

1. Exceso. Greg tiene más energía que los otros niños (es unos meses mayor), quiere participar siempre, le gusta todo, pero no entrega los trabajos a tiempo, olvida cosas importantes, no comprende lo que es prioritario, comienza tantas cosas que no puede terminarlas.

Objetivo: canalizar su energía (no eliminarla), ayudarle a planificar, aprovechar su activación, prever el tiempo que le va a llevar una nueva actividad, proponerle gráficos de sus actividades, provocar pausas para ralentizar sus respuestas.

2. Defecto. Julia parece perezosa, pero es simplemente lenta en comenzar. Parece poco motivada, pero no es verdad. Sólo le cuesta arrancar. Parece tranquila, pero mientras lo está no aprende. No hace preguntas, es tímida, cuando no entiende algo espera. No comienza la tarea hasta que la maestra viene a indicárselo. Entonces la hace bien. Objetivo: enseñarla a activarse con más rapidez. Conviene indicarle un límite de tiempo para hacer la tarea, incluso señalárselo con un reloj de arena. Señalar las etapas que tiene que cumplir en cada tarea. Afinar su concepción del tiempo. Hay que crear en ella un automatismo de arranque (Jensen, 2010).

En esta rápida revisión, sólo pretendo poner de relieve la importancia de este nuevo enfoque pedagógico, que se introduce en dominios compartidos con la pediatría, y en los esfuerzos que estamos haciendo por elaborar métodos educativos eficaces. En el próximo número, trataré de los otros dos aspectos del sistema ejecutivo: el control de acceso de la información y el control de las respuestas.

Bibliografía
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