Sería posible hacer un test de inteligencia para las naciones. Unas son capaces de aprender y otras no. Atenas sintió pasión por el conocimiento. Aristóteles se refiere a un tal Hipodamos de Mileto que, en un proyecto de Constitución, había propuesto una ley para recompensar a quienquiera que inventase algo útil para la patria. Tucídides, al principio de La guerra del Peloponeso, hace que un enviado corintio se dirija a los espartanos para advertirles que sus técnicas están anticuadas en comparación con las de sus enemigos y que, por tanto, como ocurre siempre con las técnicas, fatalmente lo nuevo derrotará a lo viejo: «porque así como a la ciudad que tiene quietud y seguridad le conviene no mudar las leyes y costumbres antiguas, así también a la ciudad que es apremiada y maltratada por otras le conviene inventar cosas nuevas para defenderse, y esta es la razón por la que los atenienses, a causa de la mucha experiencia que tienen en estos asuntos, procuran siempre inventar novedades».
España, por el contrario, nunca ha sido amiga de lo nuevo. En 1674, Covarrubias, en su magnífico «Tesoro de la lengua española» define así la palabra «novedad»: «Cosa nueva y no acostumbrada. Suele ser peligrosa por traer consigo mudanza de uso antiguo». Hasta Luis Vives, tan progresista, llegó a sostener en uno de sus escritos políticos que la virtud, como hábito de conducta en lo moral y social, era enemiga de novedades. El exabrupto de Unamuno, al decir «que inventen ellos», está en la misma línea. Y también lo están los tradicionalismos. No olvidemos que el lema de Sabino Arana era: «Dios y Ley Vieja». China, la nación más poderosa durante muchos siglos se cerró en sí misma y no quiso aprender. Japón, en cambio, durante la época Meiji (1868-1912) emprendió un tenaz proceso de aprendizaje.
Un buen ejemplo de una sociedad que aprende lo brindaron los representantes en la Asamblea Nacional durante la Revolución francesa. Se dieron cuenta de que debían aprender a resolver las cuestiones que la nueva situación planteaba, como conté en Los sueños de la razón (Anagrama, 2003). Pierre-Victor Malouet, uno de los diputados, escribió en sus memorias. “No se sabe cómo, sin plan, sin objetivo determinado, hombres divididos por sus intenciones, sus costumbres, sus intereses, han podido seguir la misma ruta”, que conducía a la Declaración de los derechos del hombre. En cambio, Robespierre y Napoleón, como todos los gobernantes autócratas estaban seguros de que sabían resolver todas las cuestiones. Franklin D. Roosevelt no tenía esa seguridad, por eso pidió una “experimentación osada y persistente”. “Es de sentido común tomar un método y probarlo- decía-. Si falla, admitirlo francamente e intentarlo con otro. Pero, sobre todo, intentar algo”. La historia nos presenta distintos tipos de liderazgo cognitivo. Nixon pensaba que él era el único que podía resolver cualquier conflicto, lo que le llevó a cometer grandes equivocaciones. Lyndon Johnson consiguió grandes avances en los derechos civiles porque creía que un problema tan complejo y tan viejo como ese no se podía resolver de arriba abajo, con una ley y una política ejecutiva, sino que había que ir educando a la sociedad para que identificara bien el problema, viera la necesidad de resolverlo, y fuera madurando la solución”. En cambio, su gestión de la guerra del Vietnam fue autárquica, solitaria y desastrosa.
El concepto de “maduración del problema” me parece sugestivo. Areilza contó que después de la muerte de Franco, Kissinger le recomendó avanzar hacia la democracia, pero «sin demasiado afán, exigencias ni prisas». Supongo que quería decir que había que dejar que el tema madurara. Esto me recuerda lo que contestó Newton cuando le preguntaron cómo conseguía sus descubrimientos: “Nocte dieque incubando”, “pensando en ellos día y de noche”.
La Sociedad del aprendizaje necesita políticos que sean “promotores de conocimiento”, es decir, aceleradores de aprendizaje. Reservaré para ellos la expresión “políticos solventes”. La palabra “solvente” deriva del latín “solvere”: resolver, solucionar. Los teóricos del mundo empresarial llevan mucho tiempo hablando de las “organizaciones que aprenden”. «Una organización que aprende es un lugar donde las personas continuamente descubren como crean la realidad y como pueden transformarla», escribió Peter Senge, que identificó cinco competencias que debían desarrollar: (1) Aprendizaje en equipo, (2) Visión compartida, (3) Modelos mentales (4) Competencias personales (5) Pensamiento sistémico. (Senge, P. La Quinta Disciplina: Como Impulsar el Aprendizaje en la Organización Inteligente, Granica, 1998). En algunas grandes empresas ha aparecido el cargo de Chief Learning Officer, encargado de diseñar los procesos de aprendizaje necesarios para el éxito de una organización (Eikeles, T. Y Phillips, J.J. The Chief Learning Officer, Routledge, 2007). Los gobiernos deberían tener personas con estas competencias, porque las naciones también necesitan impulsar el aprendizaje colectivo.
La necesidad de aprender es cada vez más imperiosa. Como han señalado Philippe Nonet y Philippe Selznick en Law and Society in Transition (Routledge, 2001), la política y el derecho están perdiendo “competencia cognitiva” para estar, por ejemplo, a la altura de la innovación económica y tecnológica. En El futuro y sus enemigos (Paidós), Daniel Innerarity considera necesario un cambio radical en la manera de entender la política, “que debe pasar de un estilo normativo a otro cognitivo, es decir, de una actitud ideológica a una disposición al aprendizaje”. Un aprendizaje que debe ampliarse a toda la ciudadanía, porque, como el mismo autor señala en Una teoría de la democracia compleja, Galaxia Gutenberg, 2020, “el origen de nuestros problemas políticos reside en el hecho de que la democracia necesita unos actores que ella misma es incapaz de producir” (p. 238). Thomas Piketty termina su libro Una breve historia de la igualdad, Deusto, afirmando: “Las cuestiones económicas son demasiado importantes como para dejarlas en manos de los demás. La reapropiación del conocimiento por parte de los ciudadanos es un paso esencial en la lucha por la igualdad”.
Estos días he estado leyendo el libro de Henry Kissinger, Líderazgo (Debate, 2023). Me ha interesado mucho el caso Adenauer, un “político solvente”. La situación en que se encontraba la Alemania derrotada era terrible en todos los terrenos, político, económico, social, psicológico. Kissinger elogia la estrategia de humildad, elegida por Adenauer. Sabía que se enfrentaba a un camino largo: “Creo que en todo lo que hagamos debemos tener claro que, como resultado del colapso total, carecemos de poder. En las negociaciones que los alemanes debemos llevar a cabo con los aliados para contar progresivamente con un poder mayor, hay que tener claro que el factor psicológico juega un papel muy importante. No se puede exigir ni esperar confianza desde el principio. No podemos ni debemos dar por sentado que en todos los demás se haya producido de repente un cambio de actitud general hacia Alemania, sino más bien, que la confianza solo se puede recuperar lentamente, paso a paso” (Kissinger, op.cit. p.47)
Adenauer tenía la convicción de que el pueblo alemán debía aprender a corregir sus traumas históricos. Le preocupaba “la evolución de lo que los alemanes pensaban de sí mismos”. “Los alemanes son un pueblo en conflicto y profundamente afligido, decía Adenauer, no solo debido a su pasado, sino también, en un sentido más profundo, a la ausencia de un sentido de la proporciono de la continuidad histórica” (p.77)
En los próximos post estudiaré un caso de aprendizaje político importante para los españoles: la transición a la democracia. Y un caso que nos debería interesar: cómo enfocar desde el aprendizaje de la política el problema de los separatismos.