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Las hojas de los álamos

Ahora, las hojas de los álamos viven más. Aproximadamente, un mes. Brotan diez días antes y caen quince días después. Yo había notado ya que algo raro le pasaba a los árboles, un cierto desconcierto. Despiertan sobresaltados y se consumen en rescoldo. En las ilustradas platanedas de Aranjuez, por las que tanto paseo, el flamígero otoño pasa últimamente raudo como un suspiro. Según Josep Peñuelas, del CSIC, el calentamiento global produce estos fenómenos de precocidad y longevidad aparejadas. Lo curioso es que no todas las especies vivas se adecúan de la misma manera al cambio de temperatura y, puesto que la naturaleza está sincronizada como un concierto de puntuales relojes, se están produciendo algunos desajustes. De uno de ellos están pagando el pato los pájaros bobos de la Antártida, donde la temperatura ha subido seis grados en los últimos 50 años, al menos eso dice William Fraser, de la Universidad de Montana. El mecanismo que diezma la gélida bobería es rocambolesco. El calentamiento ha reducido la capa impermeable de hielo, lo que permite que pase más humedad del agua al aire, fenómeno que aumenta las nevadas. Cuando el reloj biológico de los pájaros bobos les impulsa a hacer sus nidos, la nieve aún no se ha derretido, y sobre ella tienen que incubar. Al final el agua del desnieve deshace su afanosa obra, la pulcra geometría de sus huevos, y los deja tristes y solos, sin descendencia.

La física no deja de proporcionarme sorpresas. Algunas son meramente lingöísticas. Me parece poético oír hablar del “horizonte de sucesos de un agujero negro” o de la “espuma de espines”, que mencionan los defensores de la “gravedad cuántica de bucles”. La física se expresa en dos lenguajes. El suyo propio es la matemática, pero también tiene que utilizar a veces el lenguaje natural, y entonces lo hace creando expresivas transgresiones semánticas, lo mismo que hace la poesía. Acabo de leer un breve artículo que tiene este delicioso título: ¿Por qué las galaxias chocan y las estrellas no? Parece la pregunta de un niño que sueña con astronomías.

Otras veces es el contenido de las teorías físicas lo que resulta pasmoso. Vlatko Vedral (Imperial College in London) afirma que el presente puede influir en el pasado, lo que parece alterar el principio de que el efecto tiene que ser posterior a la causa. “Si medimos la polarización de un fotón, obtenemos un resultado. Si lo medimos un poco después, conseguiremos un segundo resultado. Hay una extraña conexión entre el presente y el pasado. El acto de medir la polarización del fotón una segunda vez puede afectar a cómo se polarizó la vez anterior”. No tengo ni idea de cómo hace esas mediciones. Como me lo contaron, cuento el caso del fotón adivino.

Hoy tengo más sorpresas. Martin Bojowals (Instituto Max Planck, Golm, Alemania) aventura lo que sucedió antes del Big Bang. Demos marcha atrás a la moviola cosmogónica. El aparatoso sembrado de galaxias irá retornando hacia su origen, hacia el punto cargado de colosal energía del que proceden. Bojowald dice que eso no fue el principio de nada, y nos anima a penetrar más allá de ese punto, como Alicia a través del espejo. Nos encontraríamos con otro universo previo, que se habría ido concentrando en ese punto asombroso. De tan complicada teoría, sólo me interesa su conclusión: “El universo no tiene un comienzo. Ha existido siempre”.

No me cabe ninguna duda. En Dictamen sobre Dios hablé de una dimensión divina de la realidad, expresión que a muchos sonó a chino. Sólo quería decir que el orden de lo existente -el universo real- tiene alguna de las propiedades que tradicionalmente se atribuían a Dios. No puede tener antecedentes en su existir, ya que esos antecedentes tendrían que existir también. Es autosuficiente. No tiene contrarios (puesto que lo contrario sería la nada, que no es nada). Esa dimensión divina de la realidad es vivida por muchos seres humanos como experiencia religiosa y algunas religiones la personifican y la llaman Dios. Me acuerdo ahora de Juan David García Bacca, tal vez el más interesante filósofo español del siglo XX. Conocía muy bien la física actual, y en un rarísimo y apasionante libro de teología que escribió, daba significado teológico a las grandes invariantes de la materia. Sostenía, lo mismo que yo, que hay formas poderosas de pensar en la divinidad, distintas de la imaginería de cromo. Decir que el universo real es causa sui, su propia causa, no es más que una brillante tautología. No se me ocurre afirmar que Bojowald me da la razón, pero me proporciona un ejemplo tan ilustrativo, que no me resisto a utilizarlo.

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