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La inteligencia de los españoles

José Antonio Marina vuelve sobre una de sus máximas preocupaciones: la inteligencia y sus manifestaciones en el ser humano. Además, indaga en el fascinante mundo de la forma en la naturaleza a propósito del ya clásico Sobre el crecimiento y la forma, de D’Arcy Thompson.

¡Albricias!¡Hemos progresado! Según Roberto Colom, Josep María Lluis-Font y Antonio Andrés-Pueyo, el cociente intelectual de los españoles ha aumentado 10 puntos en los últimos 30 años, posiblemente por factores nutricionales y sanitarios. A finales de los ochenta se encontró unos datos parecidos que sirvieron para enunciar la teoría del incremento secular de la inteligencia. La inteligencia, en efecto, está influida genéticamente, pero resulta mejorada o dañada por circunstancias ambientales. Hace unos años se publicó un estudio longitudinal realizado en el Reino Unido por el National Child Development, que mostraba, entre otras cosas, que comparando grupos de niños que vivían hacinados en casas pequeñas, con niños que vivían en casas más espaciosas, se hallaba una diferencia de más de 12 puntos en el cociente intelectual. Esto corrobora la necesidad de elaborar una “teoría contextual” de la inteligencia. La inteligencia básica, estructural, es una propiedad individual, pero que se desarrolla siempre en contextos sociales que la estimulan o la bloquean.

Mi única crítica a estos estudios se refiere a la fiabilidad de los test de inteligencia, no por lo que miden, que sin duda es correcto, sino por lo que dejan de medir. En La inteligencia fracasada he defendido la necesidad de distinguir entre “inteligencia estructural” -lo que miden los test- y el “uso de la inteligencia”. Una persona en teoría muy inteligente puede actuar muy estúpidamente. El fanatismo o la incapacidad para conocer los propios sentimientos o las adicciones o la impulsividad son fracasos de la inteligencia, compatibles con un alto cociente intelectual.

Acabo de regresar de Roma, dulcificada por el oro viejo de un otoño que remolonea antes de irse. Fui a ver una exposición de Degas, un pintor apasionado por la fotografía, que aprendió de ella el arte del encuadre. Sentado en una terraza del Trastevere leo un artículo sobre la colaboración de la informática al conocimiento de la Roma antigua. En 1562 se encontraron fragmentos de un detallado mapa de Roma grabado en mármol por orden del emperador Septimio Severo. Son restos muy incompletos. Más de mil piezas de un endiablado puzzle que no tiene imagen de referencia. Durante siglos se ha progresado poco en su ordenación, pero recientemente un equipo de informáticos de la Stanford University ha conseguido elaborar un programa que está permitiendo avanzar rápidamente. Lo dirige Marc Levoy, un experto en el uso del láser para crear modelos digitales de objetos tridimensionales. Estas técnicas permiten también avanzar en un problema que me fascina: ¿Por qué la naturaleza prefiere ciertas formas? Colecciono conchas porque me asombra su dura y barroca geometría.. Disfruto con la sutil perfección de las pompas de jabón, y con el rigor de las celdillas construidas por las industriosas abejas. En 1746, Pierre-Louis Moreau de Maupertius propuso un principio metafísico que dirigiría toda la máquina del universo. “En todo cambio que se produzca en la naturaleza, la cantidad de acción necesaria para tal cambio ha de ser la mínima posible”. Dios era un administrador estricto, que no hacía dispendios de energía. Apareció una nueva rama matemática: el cálculo de la forma óptima. Bernoulli, Plateau, Lagrange y otros grandes matemáticos se ocuparon del asunto. Virgilio ya cuenta un ejemplo de optimización en la Eneida. La fugitiva princesa Dido arriba a las costas de Africa y quiere comprar al cacique local un terreno. Convienen en que sólo ocuparía la tierra delimitada por una piel de buey. La astuta Dido hizo cortar la piel en tiritas. Después tuvo que resolver un problema matemático: ¿Qué figura geométrica encierra el área máxima? La historia nos dice que eligió un semicírculo. Dido acertó. Menciono este asunto porque he leído uno de los libros más sobresalientes de la historia de la ciencia, editado no hace mucho en castellano. Me refiero a Sobre el crecimiento y la forma, de D’Arcy Thompson, publicado en 1917, un libro que según Stephen Jay Gould es la mejor obra en prosa de la ciencia del siglo XX. Medawar fue más allá al decir que era “la más bella obra literaria que se haya registrado en lengua inglesa en todos los anales de la ciencia”. El autor intentó explicar el crecimiento y las formas biológicas en términos fisicomatemáticos. Muchas de sus afirmaciones han sido desmentidas, o al menos corregidas, por los avances de la genética, pero para mí el autor continúa teniendo un atractivo especial. Fue profesor de zoología en la universidad escocesa de St.Andrews, pero, según dicen, se le ofreció la posibilidad de ser también profesor de lenguas clásicas y de matemáticas. Su bibliografía lo corrobora. Además de la gran obra de matemática biológica que comento, y de sus trabajos sobre zoología, hizo una traducción espléndida de la Historia animalium de Aristóteles, y compuso dos volúmenes de comentarios sobre todas las aves y peces mencionados en los textos clásicos griegos. ¡Qué envidia!

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